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Dos semanas de confinamiento: un balance político

Según el calendario gregoriano llevamos poco más de dos semanas de confinamiento, pero sabemos que el coste emocional es el propio de meses e incluso años. La aceleración de los tiempos nos exige levantar la cabeza y mirar más allá de los titulares para entender los cambios que ya se están produciendo en nuestra sociedad y que concebirán un mundo nuevo tras la crisis. Que ese mundo nuevo sea sencillamente más humano o esté dominado por el autoritarismo es lo que está en disputa. No es poco.

Recapitulando…

La crisis del coronavirus pilló a España, como a todos los países del mundo, desprevenida. Esto tiene costes evidentes. No obstante, el Gobierno de España reaccionó relativamente rápido (en comparación con los demás países), siendo el país que declaró el estado de alarma con menos infectados.

Desde el primer momento, el discurso de la oposición consistió en la petición de medidas más restrictivas y con mayor celeridad. Se trataba de un discurso duro en la forma pero endeble en el contenido, pues el mismo Santiago Abascal hace tan solo dos semanas advertía que España no se podía parar.

Con la declaración del estado de alarma y las medidas de protección social, el Gobierno retomó la iniciativa y estrechó el margen de maniobra del discurso de la oposición, cuya crítica principal era (y sigue siendo) que las medidas llegaban tarde.

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Más adelante, el PP hizo un curioso reparto de roles dentro del partido para realizar propuestas distintas. Así, el líder de Murcia propuso la paralización de la producción no esencial a nivel a regional, sabiendo que no era posible, para garantizarle un argumento a Pablo Casado que ahora usa: nosotros ya lo dijimos antes.

No obstante, las derechas no pueden sentirse cómodas en este escenario de paralización casi total y tampoco son capaces de ofrecer un discurso unívoco y coherente. Ahí quedan las propuestas de Vox de levantar las restricciones, por ejemplo, a comercios como las merecerías. Ahí están las amenazas de Pablo Casado de romper con el Gobierno por el peligro que puede suponer la paralización para los beneficios de algunos sectores empresariales. Para ellos salud y seguridad públicas siempre fue algo secundario.

Con la paralización del cese de producción no esencial el Gobierno culmina, de momento, la primera fase de toma de medidas restrictivas para frenar la curva de infectados, el gran objetivo en este momento para evitar el colapso de un sistema sanitario que también está sufriendo los severos recortes del PP.

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Que ahora se atrevan a reclamar material sanitario, más médicos y mejores condiciones para estos es una broma de mal gusto, pues lo que reclaman es subsanar las consecuencias de las políticas que con tanta saña aplicaron tras 2011 y en las Comunidades donde gobiernan como Madrid.

Tras dos semanas, en resumen, nos encontramos con

  • Un Gobierno que ha retomado la iniciativa, tomando las medidas más restrictivas de Europa y lanzando una inversión social de 200.000 millones, para que no sean las familias trabajadoras quienes carguen sobre sus espaldas las consecuencias de la crisis como pasó en la década pasada.
  • Una oposición disciplinada en la aplicación de la estrategia de desgaste con un discurso sorprendentemente agresivo, sobre todo en algunos frentes como las redes sociales.
  • Una población que se está fundiendo diariamente en un aplauso colectivo dirigido principalmente a quienes nos cuidan y nos protegen.
  • Una Unión Europea con una dramática tentación suicida, aparentemente dispuesta a cometer los mismos errores que cometió en la crisis anterior con consecuencias conocidas por todos.
La disputa por España en los balcones

Esta crisis abre una batalla cultural fundamental hasta el punto de que tendrá una profundidad antropológica. Para Marx, a veces lo más importante de jornadas de lucha como huelgas o manifestaciones no era el resultado concreto que se consiguiera, sino que las personas que participaban acababan siendo otras.

Aunque no hay absolutamente ninguna garantía de que ocurra, esta crisis es una oportunidad para que los valores y principios de la izquierda se abran paso en torno a lo público, lo común y, lo más importante, la protección social.

La reivindicación de la España de los balcones que Pablo Casado hizo en su primera intervención como líder del PP no fue una sandez, como algunos pensaron en la izquierda. Aquello era el símbolo del movimiento tectónico que se estaba produciendo de manera todavía incipiente y que más tarde permitiría la consolidación de Vox.

Como siempre, lo político-electoral después de lo cultural. Es Vox quien mejor advierte el riesgo de que millones de personas se congreguen en la defensa de los trabajadores sanitarios, por eso insisten en que la unidad de los balcones está rota (supuestamente por quienes protestamos contra la corrupción del Borbón). Es una manera sutil de decirle a sus simpatizantes que no participen en los aplausos. Pero todos, de alguna u otra manera, se ven obligados a aplaudir.

El PP intenta conectar el sentir popular pero rescatando el concepto de lo privado, a veces de manera sutil (hablando de sanitarios en general, nunca de los trabajadores de la sanidad pública, por ejemplo), y otras de manera más descarada a través de la colaboración público-privada.

Con las donaciones manda el mensaje de que vamos juntos en un mismo barco: los trabajadores sanitarios, sí, pero también los millonarios filántropos que donan la calderilla a cambio de una barata campaña publicitaria.

Vox, al contrario, sigue fiel a su estrategia de polarización y antagonismo: estos son los imprescindibles (policías, militares, sanitarios…) y estos son los que sobran (feministas, progres, actores…).

De esta crisis saldremos siendo más generosos, pero también más temerosos y por tanto reclamando más protección. Los balcones desprenden reconocimiento, solidaridad, empatía, fraternidad, confianza. Valores que, aunque están en disputa, y en cualquier caso no tienen una traslación política directa, son progresistas.

No todas las personas que aplauden se definirían como progresistas, de hecho conocemos a muchas personas de derechas que aplauden con al menos la misma sinceridad que nosotros. ¿Por qué, siendo una reivindicación objetivamente progresista, es transversal?

La batalla cultural de fondo

Una ideología triunfa cuando es capaz de convertirse en una visión del mundo amplia y profunda en la que se enmarcan todos los acontecimientos que tienen lugar a lo largo de nuestra vida, tanto los que son explícitamente políticos como los que no.

Esta cosmovisión conforma lo que llamamos sentido común que, como sabemos, nunca es neutral. El sentido común no suele ser uniforme, pues hay contradicciones en él: muy poca gente es de izquierdas o de derechas en todos los aspectos de la vida y todos los días.

Desde una teoría neurolingüística muy útil para el caso, Lakoff explica que vemos el mundo desde dos marcos: el progresista está asociado a la metáfora del padre protector, y el conservador está asociado a la metáfora del padre estricto. Desmonta el mito del supuesto centro ideológico, de ese gran grupo que conformarían los moderados, explicando que muchas personas simplemente manejan los dos marcos, y el éxito de uno y la inhibición del otro depende de la batalla político-cultural (en lo más concreto, el discurso). De lo que se trata es de dar con las teclas adecuadas.

Una crisis sanitaria invoca valores progresistas y reclama un padre protector, una guerra invoca valores conservadores y reclama un padre estricto. En una crisis sanitaria la reivindicación de lo público juega con ventaja para convertirse en transversal, en una amenaza terrorista, por ejemplo, juega con ventaja la reivindicación de propuestas reaccionarias. Esta es nuestra oportunidad: la revalorización de lo público y de lo común a través de un proyecto de protección social.

Dicho así podría parecer fácil, pero no lo es porque la derecha ha entendido perfectamente la batalla de fondo. Su beligerancia política tiene una explicación sencilla: necesitaban (y necesitan) fijar a su electorado en posiciones radicales para evitar que un posible cierre de filas en torno al Presidente y el Gobierno, como puede ocurrir en crisis de esta envergadura cuando se cierran exitosamente, arrastre a una parte de él.

Pero hay algo más. Decimos que de esta crisis saldremos más generosos pero también más temerosos. La derecha sabe que para que esa generosidad no se transforme en una cultura política más progresista necesita librar una batalla, también, emocional.

El miedo y la ira son las dos emociones más tendentes al autoritarismo que rompen cualquier con cualquier posibilidad de análisis y debate mínimamente racional. En las redes sociales hay gente pidiendo cárcel para Pedro Sánchez y Pablo Iglesias –por ira– y gente creyéndose todo tipo de bulos –por miedo–.

Confianza o conspiranoia

Adorno en su Conferencia felizmente rescatada sobre los rasgos de la nueva derecha radical señalaba ya en 1967 su querencia por la sensación de catástrofe social. La extrema derecha es, como el peor marxismo, fatalista: el hundimiento del mundo siempre está a punto de llegar. Esto le lleva a la permanente paranoia que, si cunde, es lo que permite la difusión de bulos disparatados, por ejemplo.

Necesitan sembrar miedo, desconfianza y conspiranoia para que el pánico emocional derive de manera lógica hacia posiciones reaccionarias y autoritarias: orden, ley y mano dura. Algo de esto hay en “la policía de los balcones” que acosa a quienes acompañan a personas con diversidad funcional por la calle.

Por eso es un error hablar de guerra, incluso aunque sea de manera contextualizada: la guerra invoca a un estado de excepción total que, unido al pánico moral, desemboca en posiciones reaccionarias de manera lógica.

La tarea de la izquierda es muy distinta: superar el cinismo en sus distintas expresiones más o menos beligerantes para reconquistar la confianza. Confianza entre el propio pueblo, confianza entre el pueblo y lo público y confianza entre el pueblo, el Gobierno y el Estado.

El Gobierno lo está haciendo bien. Falta una mayor profundización en más medidas sociales y, sobre todo, empezar a explicar ya el proyecto de reconstrucción que pasa de manera inexorable por hacer lo contrario de lo que se hizo tras 2008.

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El Gobierno, además, está actuando con responsabilidad sin descender al nivel politiquero de la oposición. Está por ver el alcance de la estrategia de desgaste de la derecha y su impacto más allá de las redes sociales, algo en cualquier caso preocupante, precisamente porque las redes deshumanizan y no hay lugar para la empatía. Está por ver, en definitiva, si todavía queda hueco para la política en la era del enfrentamiento.

Todavía quedan los días más duros hasta que por fin se reduzca la curva. Es muy probable que quede en el recuerdo colectivo la opinión de que el Gobierno debió actuar antes. Los datos fríos y los argumentos racionales no sirven de mucho (tampoco en contextos de normalidad, dicho sea de paso). Si todo va bien, no tardaremos demasiado en debatir sobre cómo salimos de esta. Ese será el gran debate.

La política va muy rápido y atrás quedará lo que se hizo y lo que se pudo hacer. Los debates más importantes son siempre mirando hacia el futuro. La izquierda debe llegar bien porque serán infinitas las presiones para que las élites económicas puedan salir amnistiadas de la crisis, es decir sin contribuir a la reconstrucción como ya están haciendo las familias trabajadoras. La fórmula sería sencilla: un Gobierno de gran coalición en el que no quepan las medidas sociales de Unidas Podemos.

La impronta de Unidas Podemos es reconocible en las medidas que se están tomando. Son conocidas las diferencias con, por ejemplo, los planteamientos de la ministra socialista Calviño.

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Si Unidas Podemos logra imponer su perfil social, como viene haciendo, la izquierda tendrá mucho trabajo hecho de cara a los grandes debates en torno a la reconstrucción del país. Si falla, nos las veremos con una derecha ideológicamente exaltada gracias a Vox pero complementada con un PP reforzando el único marco ganador que le queda: el de la supuesta solvencia y capacidad de gestión, especialmente en contextos de crisis gracias al fantasma de Zapatero.

Las batallas fundamentales se libran en el Consejo de Ministros y en el Eurogrupo. De lo que seamos capaces de conseguir dependerá el futuro de la izquierda en sentido amplio. Empujemos librando la batalla cultural reenmarcando el concepto de protección con lo público y los derechos sociales. Los trabajadores son esenciales con virus y sin virus.