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América frente al Mundo y los Hijos del Cielo

La caída del Imperio Americano puede presagiar el retorno de los Hijos del Cielo. Y no me refiero a China.

Desde la Segunda Guerra Mundial, América (y digo América) ha sido la potencia hegemónica del planeta. Entre las múltiples expresiones de su hegemonía, quizá la más característica, se encontraba la capacidad para proyectar una imagen al mundo. América poseía una visión del mundo y se la ofrecía al mismo a través de películas, libros, canciones o anuncios.

Si Hollywood nos contaba la historia de un pueblo luchando por su libertad, lo hacía bajo el léxico y los códigos de la Independencia de EEUU: “hombres libres” frente a la “tiranía”. Todas las películas americanas que hablaban de la lucha de los griegos, los escoceses o los irlandeses por su libertad en el fondo hablaban de la lucha de los americanos por su libertad. Y daba igual.

América era el Mundo y todo el mundo quería ser América. Todos participábamos, en mayor o menor medida, de esa visión, de ese americanismo. Todos éramos, en alguna medida, americanos.

Ahora, América ha dejado de ser América. Su hegemonía está cuestionada, su economía endeudada, su sociedad fracturada y su política polarizada. Es un imperio en decadencia.

De nuevo, la mejor prueba de ello es su proyección hacia afuera. El corazón de la crisis del liderazgo americano es que América ya no tiene una visión inspiradora. Ya no puede interpretar, contener, sintetizar el Mundo. Y no puede hacerlo porque América ya no se entiende ni a sí misma. El americanismo ya no funciona ni en América: están demasiado cabreados, demasiado asustados, demasiado endeudados como para creerse su propia propaganda.

Cada campaña electoral es mayor el runrún en favor de mejores servicios públicos, salarios más altos, mayor protección social. El país del “¡Sé un hombre! ¡Búscate la vida por ti mismo!” está pasando al “Solo no puedes, con amigos sí”.

Algunos lo llaman infantilización. Como si dejar en manos del mercado, es decir, de quienes controlan el mercado, las palancas imprescindibles para la vida de las personas fuera una idea de lo más madura. Más bien parece la madurez del niñato que piensa que todo puede resolverse con dinero.

Esto tendría que dejar un poco descolocados a los neoliberal-libertarios, pero no. Cuanto mayores son las evidencias en su contra mayores son sus motivos para creer. Es lo que tiene el fanatismo.

Cualquier desajuste del mercado es causado, en realidad, por la pertinaz presencia de socialismo en nuestra economía. Todo exceso especulativo debe resolverse, necesariamente, con más desregulación. Lo contrario sería el bolcheviquismo.

A pesar de los nuevos bríos neo-intervencionistas, la pugna no se está equilibrando, tan solo se está enquistando, endureciendo. La superioridad liberal es abrumadora, pese a su insistencia en jugar el papel de minoría rebelde y perseguida.

El problema es que la necesidad de un cambio es tan obvia que entre sus filas surgen inevitablemente posturas encontradas que van desde los partidarios de un repliegue nacional-autoritario, hasta los que abogan ya a las claras por un secesionismo oligárquico global.

En el fondo da igual. El ajuste post-crisis y post-pandemia podrá ser más intervencionista o más libertario, podrá consumar o deshacer la Globalización pero, a día de hoy, tiene toda la pinta de que va seguir protegiendo los mismos intereses. Todavía no se han puesto de acuerdo en la mejor manera de hacerlo.

En este lado del charco las cosas nunca han sido fáciles para los liberales. Dada su excentricidad discursiva, han tenido que disfrazarse de heraldos del futuro por venir. Lo que se hacía en América se acabaría haciendo en la vieja y torpe Europa, más temprano que tarde. Ellos eran la avanzadilla, la vanguardia. Los emisarios de la palabra revelada, trayendo las recetas de la tierra de la abundancia a los euroescépticos.

Ahora, el futuro que anunciaban se ha hecho añicos. Si América ya no sueña el sueño americano, ¿Cómo va a hacerlo Europa?

El americanismo se está agotando pero no ha muerto. Seguimos imaginando el futuro según sus códigos. Cada vez lo vemos menos como el sueño americano, pero más como una pesadilla americana: un reality-talent-survivor show. Tu vida entera en un escaparate esperando juicio, solo los talentosos merecen seguir, el que no se adapte fuera.

Ante este panorama, la tecnología se ha vuelto más que nunca el último refugio de los optimistas. Los agoreros ignoran que estamos a un paso del paraíso, parecen decir: la trascendencia, una longevidad con plenitud física, una vida sin achaques, son alcanzables en menos de un siglo.

Ignoran, o no, que, dadas las actuales condiciones de investigación, según el esquema propiedad presente, pasado por el filtro contemporáneo de la mercantilidad, cualquier avance tecnológico significativo tiene todas las papeletas para convertirse en el mecanismo de estratificación social definitivo.

Orientados en esa dirección sin alterar la base volveríamos, de alguna manera, al remoto pasado, cuando los humanos se dividían entre Hijos de los Dioses e Hijos de los Hombres. Los nobles, los señores de la guerra, los emperadores eran considerados descendientes de los antiguos Héroes, depositarios de un linaje que se remontaba a los tiempos míticos, mientras que las personas del común, el vulgo, salían de la masa amorfa y anónima, del barro. Hijos del Cielo e Hijos de la Tierra, por tanto.

La versión 2.0 de esto serían ricos preservando su memoria y su identidad en macro-servidores a la espera quizá de que llegue un oportuno cambio legislativo que les permita descargarse en un clon mejorado de sí mismos mientras que los pobres vivirían su corta vida de manera salvaje, sabiendo que su nombre y sus recuerdos se perderán en el brutal torrente de la vida y la muerte.

¿Qué pedirían los bancos por financiar tratamientos de longevidad de varias décadas? Nos hemos pasado décadas jugando con la idea de que la postmodernidad y la Globalización habían traído un nuevo feudalismo, un nuevo medievalismo, sin caer en que quizá el tiempo sea la nueva tierra del vasallaje por venir. Los nuevos Hijos de Cielo poseerán el tiempo. ¿Qué les ofreceremos a cambio?

Uno no puede dejar de acordarse de Marx, contemplando fascinado el impacto de la Revolución Industrial, quizá el mayor cambio tecnológico en la Historia de la Humanidad desde el Neolítico.

Su mezcla explosiva de destrucción de ancestrales medios de vida y creación masiva de riqueza le llevó a una idea tan simple como incendiaria: “si ya somos técnicamente capaces de producir tanta riqueza ¿por qué no la repartimos?”.

Las razones que justifican el no-reparto son múltiples. Desde el hipócrita “la riqueza para el que se la merezca” hasta el cínico “cuanto más repartamos menos produciremos”. Cualquier avance tecnológico que se dé chocará con esta terca realidad.

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