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El último refugio

Pues ya ha llegado el invierno. Políticamente hablando, digo.

No hace mucho, se decía que había que construir una red de instituciones populares de resistencia para cuando viniera el frío. Estas declaraciones fueron un cebo para la extrema derecha judicial, que se lanzó a buscar esas “instituciones” con la furia de una jauría de doberman.

El mal tiempo político ya ha llegado y, como era de esperar, de las “IPR” nada se sabe. Nunca pasaron de ser eso: una aspiración. Ni siquiera nueva. En los lejanos tiempos de los años ochenta, las fuerzas rupturistas que ya habían comprobado que la Transición no podía entenderse sin la presencia de un vector excluyente dirigido exclusivamente contra ellas, ya hablaban de “volver a lo social”. Es un mantra que se repite en cada derrota. Como también se repite la conducta de siempre, la de toda la vida: ante las diferencias, montémonos otro partido. Al final, el verdadero refugio es el partido, entendido como la comunidad de los más afines.

Después de tanta maquinaria de guerra, de tanta tecnología política de última generación, de tanta llamada a superar los partidos, resulta que cuando toca recluirse en los cuarteles de invierno, lo único que se nos ocurre es montarnos un partido. Con nuestros afines, nuestros fieles. Cada uno los suyos.

No es cuestión de herencias, legados o espíritus originales. Poco queda ya de la “hipótesis populista”, de “patear el tablero del régimen” como para que unos u otros se erijan en sucesores o albaceas. Unos por impotencia, otros por indiferencia. Lo que queda, a la vista de todos está, es construir un entorno que satisfaga constantemente las necesidades de reafirmación y seguridad del líder de turno.

La emergencia de dos posiciones irreconciliables en el viejo Podemos no era en absoluto inevitable. El que se haya consumado es el mayor fracaso del grupo amplio y plural de dirigentes que se articuló en la segunda mitad del año 2014, el momento de la “explosión Podemos”, el momento de Vistalegre I. Ese grupo demostró ser prisionero de inercias, suspicacias y prejuicios del pasado.

Precisamente una de las cosas que convertían al nuevo actor político en un objeto fascinante e ilusionante era su capacidad de integrar a diversas tradiciones de la izquierda política y social en un discurso impugnatorio al mismo tiempo que apelaba a una amplia base popular. Sin embargo, desde muy pronto, se empezó a erosionar esa doble capacidad integradora y expansiva. Por un lado, la estructuración de Podemos, harto convencional, a la medida del núcleo fundador, lo fiaba todo a la cohesión de éste. Por otro, una “transversalidad” interesada que tan pronto se resignaba a coaliciones allí donde no le quedaba más remedio (Catalunya, Galiza o País Valencià) como renegaba de ellas en los lugares donde aspiraba a imponer su monopolio.

La verticalización de Podemos y su transversalidad variable ya dibujaban una frontera excluyente en lo interno y lo externo lo suficientemente rígida como para quebrarse con el más leve meneo.

Cuando llegó el momento crítico, tras las elecciones de diciembre de 2015, el meneo fue un terremoto. Ninguna de las posibles salidas de la encrucijada era fácil. Ni favorecer a un gobierno PSOE-C´s con la abstención ni forzar la repetición electoral para dar la puntilla al PSOE. A estas alturas y visto lo visto, pocos pueden dudar de que se tomara la decisión que se tomara, una parte de la dirección de Podemos no la iba a aceptar. Las inercias, desconfianzas y escuelas de unos y otros harían el resto.

Se optó por repetir elecciones, a priori la opción que ofrecía más garantías, ya que se contaba con el granero del millón de votos de IU para consumar el sorpasso. Tras una campaña en la que se habían lanzado duras acusaciones mutuas, se montó una coalición exprés con IU, pero el PSOE resistió en la segunda posición. Error de cálculo y error político. No existe la suma política en ceteris paribus. 5 + 1 = 5. El núcleo fundador se rompió arrastrando al resto de la dirección y ya no hubo manera de recomponerlo. Desde entonces, Podemos se entregó con celo a una furiosa espiral conspirativa. Se exacerbaron las diferencias, se intensificaron los desencuentros, se buscaron los problemas. Presentar esta pugna como una lucha entre buenos y malos, traidores y leales, es insultar la inteligencia de la gente.

Se estaban distorsionando las bases mismas de la fuerza del proyecto. Lo que antes era una esperanzadora alianza plural de damnificados por la crisis, ahora era una cohabitación de conveniencia de intereses objetivamente contradictorios. La pugna interna alimentó falsos dilemas y caricaturizaciones interesadas: el “Podemos de Pozuelo” contra el “Podemos de Vallecas”, “los de Coldplay” contra “los de Springsteen”. Los “modernos” contra los “clásicos”. Cada grupo de afinidad se auto-atribuyó la representatividad de un imaginario previamente construido. El objetivo de la pugna estaba claro: ¿qué sector debía dirigir Podemos? ¿Los “hipsters del centro” o los “precarios de la periferia”? Mantener la unidad sería a costa de la subordinación explícita de los unos frente a los otros.

Lo fascinante de los conflictos internos es que generan enormes incentivos para las fracciones en liza. Muchos más que la unidad. De repente, todo es motivo de disputa y, por tanto, todo se negocia y se reparte. Las luchas aportan además un enemigo íntimo, próximo, cercano, al que culpar de todo. Mucho más eficaz a la hora de cohesionar un “nosotros” controlable que el lejano, abstracto y teórico enemigo exterior. Las batallas internas son ideales para seleccionar nuevos grupos de fieles, ponen a prueba a los futuribles, arrinconan a los dudosos, los blandos, los flojos. Desenmascaran a los equidistantes. Para todos estos, las divisiones son una pesadilla. Para los adictos a la sangre, los medradores y los fanáticos son gloria bendita.

Al final, tantos esfuerzos de tanta gente por quedarse con el juguete solo podían tener un resultado: el juguete se ha roto. Por un lado, tenemos un Podemos izquierdoso cual IU finalmente refundada, y por otro un post-Podemos verdoso que no tiene problemas en pactar con C´s. Pura profecía autocumplida. Unos y otros, todos, henchidos de razones, atribuyendo y quitando legitimidades, perdonándose mutuamente la vida, citándose para dentro de cuatro años. Todos confiando en que los electores les den razones para denigrar al otro. Todos, en suma, deseando medirse el rabo.

Atendiendo a las justificaciones de los que se han marchado, los modernos post-podemitas alegan que no quieren ser IU, que nunca quisieron. Y es verdad. Pero, en honor a la verdad, con la misma interesada insistencia que se señala la procedencia comunista de lo que luego ha acabado siendo la guardia pretoriana del “pablismo” como prueba de su paso al lado oscuro, habría que recordar la trayectoria llamazarista de buena parte de los apoyos “errejonistas” como indicativo de su más que preocupante tendencia a la integración en el régimen. También son un poco IU.

Ambos, comunistas y llamazaristas, ya protagonizaron su propia versión de la pugna entre “clásicos y modernos” en IU hace casi veinte años. Por cierto, tan interesada aquella como esta.

Bien es cierto que Errejón y la mayoría de sus propios pretorianos nunca fueron de IU. En muchos casos su procedencia está en el cosmos bullicioso de la izquierda social, asamblearia y autónoma madrileña. Espacios donde era habitual cierto desdén a IU por “burocrática”, “institucional” y “tradicional”, insoportablemente vulgar y demodé a ojos de los entonces universitarios errejonistas.

A su vez, el lamento autojustificativo de algunos errejonistas contra los que llevan “toda la vida dedicándose a controlar aparatos” debería preguntarse por qué, siendo esta amenaza tan clara y conocida, apostaron por construir un aparato tan convencional y ordinario como el de Vistalegre I, responsable de tejemanejes aparateros tan convencionales y ordinarios como los que hubo en 2014 o 2015. Aunque suene a tópico, lo cierto es que ellos mismos forjaron las armas que servirían para su propia destrucción. No extrañará a nadie entonces que, en el trance de construirse su propio refugio, se aseguren de que quede bajo su estricto, exclusivo, indiscutido e irrestricto control. Tal y como pasaba en Podemos hasta la crisis de 2016.

Es una de las leyes más viejas de la política: si “los nuestros” controlan el aparato y aparatean, todo bien. Si “éstos” lo controlan y aparatean, todo mal. Un ambiente horrible, irrespirable y deprimente se adueña de la organización. Todo es opresivo para la creatividad y el talento. Es curioso cómo se percibe la vida interna de un partido desde la mayoría o desde la minoría, cómo las mismas conductas pueden ser aceptables o inaceptables en función de la posición de poder. Cómo unos y otros son capaces de pasar con asombrosa naturalidad y desconcertante cinismo de alabar a criticar una misma cosa dependiendo de cómo les vaya en la película. Y al calor de las disputas, resurgen como una letanía siempre las mismas acusaciones, las mismas críticas.

Los post-podemitas alegan que todo lo hacen en nombre de la apertura, el pluralismo y la modernidad, asumiendo implícitamente que el Podemos realmente existente carece de todos estos atributos. Una vez más llegan los ecos de viejas batallas. No ha habido ni una sola disputa a la izquierda del PSOE, ya fuera en el PCE o en IU, donde unos no hablaran en nombre del aperturismo, el pluralismo, la amabilidad y el pacto con el PSOE frente al avatar de turno del “pitufo gruñón”.

En este marco, los post-podemitas afirman que su intención es coordinarse con otras fuerzas de distintos territorios. Un intelectual interesante y con cierto peso en el trayecto de Podemos como José Luis Villacañas pone el acento en el federalismo de la operación. Se sabe quiénes son susceptibles de ser tentados a participar en esa hipotética federación. Mareas, Compromís, Comuns…. Solo fallaría Andalucía, dada la molesta circunstancia de que la marca post-podemita de allí (Adelante Andalucía) está más próxima a un Podemosduro”, “izquierdoso” y “clásico” que al bonito patchwork errejonista.

Por eso la afirmación de la naturaleza madrileña del nuevo partido post-podemita no debe llevar a confusión. Tiene su lógica, en vistas a una federación aspiracional. Además, la de Podemos ha sido siempre una historia muy madrileña. Desde el mito fundacional de “los cinco de Vistalegre”, (profesores de la UCM pertrechados con fórmulas infalibles de comunicación y análisis político) hasta el día de hoy, en el que dirigentes de ambos partidos muestran trayectorias tan parejas como conflictivas dentro del caldo de cultivo de la izquierda radical de la capital, capaces de decirse de todo en la distancia durante años y no saludarse si se encuentran en el metro. Cada uno recogido en la intimidad de su refugio. La ciudad es tan grande y hay tanta gente que da para todos. Una historia muy madrileña.

A nadie se le escapa que los partidos clásicos han fracasado a la hora de forjar liderazgos auténticos. Sus oligarquías de hierro han producido líderes inanes, carentes de imaginación e incapaces de encarnar las pasiones furiosas que se desatan en tiempos de crisis. Es verdad. Pero la pueril carrera de unos líderes montándose partidos a su medida no anuncia más que el regreso a la política del menudeo, de los grupúsculos, que parecíamos haber dejado atrás.

Podemos se alzó en un principio contra eso, pero en cuanto pudo se constituyó en un partido más. Y ahora ha terminado escindido en dos o hasta tres. Nunca quiso ser IU y ha acabado reproduciendo lo peor de IU en sus versiones roja y verde. Buscó construir una fuerza de agregación popular que superara los viejos posicionamientos y ha terminado reproduciéndolos con caras nuevas. Intentó articular una organización distinta, enraizada y fértil, pero desde el primer minuto se volcó en aplicar las peores recetas esterilizadoras de los viejos manuales que de cara al público despreciaba.

Afirmó que era el momento de “salir del gueto” y ha acabado construyendo confortables fortines igual de aislados, opacos y ensimismados que el gueto del que provenía. Llenos de recursos comunicativos y saber hacer, sí, con cargos públicos, sí, pero con un horizonte de transformación que se estrecha progresivamente. Con una cotidianidad marcada por el jugueteo político a ras de suelo. Quizá justificándose con que otra crisis les permitirá repetir su momento.

Ahora, con los campos ya nítidamente definidos, estos procesos, lejos de desaparecer se enquistarán e intensificarán. Con el colapso del viejo Podemos se da un portazo más a la posibilidad de la nueva política, popular y democrática, que anunció el 15M.

Así las cosas, llegado el invierno, cada uno en su refugio, con sus fieles, volvemos a la casilla de salida: a los grupos de amigos que se llaman colectivos. O partidos.