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El registro de las horas extras, un gesto que no cambiará nada

Desde hace unos años estamos escuchando con insistencia que en España se hacen al año millones de horas extras sin cobrarse, cualquiera que haya trabajado en la empresa privada sabrá que es algo posible y que incluso los números son conservadores.

Pero no hay problema, ya tenemos remedio para esa cuestión, algo que dará al trabajador la confianza en que su tiempo de trabajo será contabilizado adecuadamente; esta solución es, ni más ni menos, un registro, que de pende de la empresa -la misma que, hasta el día anterior, te decía que te quedases a doblar el lomo y no pagaba-.

¿Cuál es el problema de este registro? Pues bien, dicho registro, ya sea informático o en papel, depende de la empresa, con lo que el sistema, al final será creado de forma que el trabajador hará sus horas sobre el papel pero nadie controlará si después es obligado a volver a entrar para seguir trabajando, pero ya fuera del registro que deberá enviar a la administración.

Para este supuesto se habla de sanciones de miles de euros, tampoco muchos, a las empresas en caso de fraude; esto me suscita dos reflexiones: por un lado, una multa de 6.000 euros a una empresa pequeña -como podría ser un taller de barrio-, puede suponer un grave impacto para su economía; en cambio, para las grandes corporaciones, que facturan muchos millones de euros, este importe no representa ninguna amenaza a sus cuentas. Así, esta medida crea un elemento diferenciador entre grandes capitales y PYMES.

En segundo lugar, no se tiene en cuenta el miedo del trabajador, pues si este era obligado a estar una, dos o más horas sacando trabajo sin cobrar por miedo a perder el sustento, precario pero necesario, ¿qué es lo que hace pensar que ese mismo trabajador denunciará a la empresa, estando de facto coaccionado? La víctima del miedo firmará donde haga falta para demostrar que es buen empleado y que el patrón no le despida.

También guardo un lugar para ese tipo de empleado que todos nos hemos cruzado, el que antepone el beneficio de la empresa a sus propios derechos, el que rinde pleitesía al jefe por el mero echo de serlo, el trabajador que no quiere reconocer sus propios derechos y se deja pisotear, bien por miedo, ideología o por medrar profesionalmente.

La consecuencia de esto es un perjuicio para todos los compañeros, aquellos que reclaman sus derechos con arreglo a la ley, que se convierten automáticamente en malos empleados: esto se llama falta de conciencia de clase, algo tan necesario hoy como cuando se acuñó el término en tiempos pretéritos.

Ante todo esto, y sin restarle importancia al gesto -pues no deja de ser un gesto-, la medida debería completarse con la incorporación a la plantilla de una cantidad importante de inspectores de trabajo, una nueva reforma laboral en la que se blinden los derechos de los trabajadores tanto en materia de precariedad y seguridad ante las denuncias por irregularidades, y reactivar por parte de los sindicatos la actividad formativa en los centros de trabajo; de esta forma, con un trabajador con derechos y sabedor de los mismos, tendremos un trabajador sin miedo a exigirlos para sí y para honrar la memoria de los que lucharon por ellos anteriormente.