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Trato al inmigrante: Destrozo del estado de derecho y de la civilización cristiana

No son pocos los padres españoles que siguen aconsejando a sus hijos que emigren a algún país nórdico, o al lejano Canadá, e incluso a las antípodas, Nueva Zelanda y Australia. Allí llevarán una vida mejor, sobre todo porque, hasta hoy en día, los sueldos son dignos (el calificativo más positivo que se le puede endosar al salario en un país capitalista, lo de justo ya sabemos que es inexistente), con lo que posibilitará una vida más llevadera.

Esa emigración aconsejada no obedece al deseo paternal de que el vástago emprenda su camino vital en solitario y así, por fin, quitárselo de encima, es producto del razonamiento ante la emigración que soporta su propio país, la inmigración, lo que practicaría su hijo si llegara a salir de su España. El eufemismo usado por el PP de “movilidad exterior” se practica de forma, llamémosle, ordenada; salvo algún caso aislado, los jóvenes españoles dan rienda suelta a su “espíritu aventurero” ( una de las razones del abandono de su patria según el PP, casi más que el empuje de la miseria laboral) con un contrato de trabajo firmado bajo el brazo. Es su salvoconducto para no tener que acudir a artimañas fraudulentas para asentarse en el país que los acoge para explotar su fuerza de trabajo. Que después se cumplan las condiciones pactadas de salario, horario y demás condiciones laborales es harina de otro costal en el que no entraremos en esta ocasión.

Por suerte para los españoles que, arrastrados por su espíritu aventurero, se movilizan al exterior, su formación difiere mucho de la de sus compatriotas que, esos sí, emigraron en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Sus ocupaciones en el extranjero son, en la mayoría de los casos, en puestos cualificados y bien pagados, aunque de seguir este flujo migratorio al ritmo actual, en pocos años los aventureros españoles se parecerán más a los del siglo pasado por la creciente barrera impuesta a los hijos de los trabajadores para acceder a una titulación universitaria.

Es entonces cuando se igualarán a los inmigrantes que vienen a España de forma irregular. Hay varias maneras de llegar, pero la que acapara los titulares informativos son las de los africanos y asiáticos que intentan entrar por las fronteras de África. Sin que una noticia de muertes por ahogamiento haya perdido actualidad en esta vertiginosa sociedad de la información, otra desgracia idéntica sacude nuestros corazones cuando todavía no han asimilado la anterior. Muertes de jóvenes y niños, hombres y mujeres. Seres humanos. Todos trabajadores o hijos de trabajadores.

De los países africanos nos vienen magrebíes y subsaharianos. Con contrato de trabajo arriban bastantes magrebíes y casi ningún subsahariano. Pero magrebíes y subsaharianos ven la televisión en sus países, cajas tontas en las que creen ver que en Europa se atan los perros con longaniza. Y si no fuera así, tienen la certeza de que al menos la gente vive mejor que en sus países tercermundistas. El futuro en sus naciones es cada vez más oscuro por el saqueo de sus riquezas que solo benefician a los sátrapas nacionales mantenidos por las multinacionales. La agricultura intensiva, la pesca industrial o el extractivismo los despoja de sus ancestrales puestos de trabajo, que ya no dan ni para la subsistencia. El único camino que parece quedarles a quienes pueden reunir el dinero que les cobrarán las mafias hasta llegar a las costas saharianas, marroquíes o argelinas es conquistar las playas del sur de España (o de las islas italianas).

Muchos mueren en el empeño; en el desierto, en las vallas tendidas por criminales (DRAE. crimen: Acción voluntaria de matar o herir gravemente a alguien) o en el mar. Las barreras naturales o artificiales seleccionan a los mejores y a los más afortunados. Los que consiguen sortearlas se encontrarán con la peor de las fronteras, la de los gobiernos que desobedecen sus propias leyes. Demos por cierto que estos inmigrantes abaratarán los salarios (que no olvidemos fijan los patrones, verdaderos vampiros del mercado laboral), disminuirán las ayudas a los nacionales (porque el Gobierno no aumentará las partidas destinadas a ayudas sociales a pesar del incremento de pobres), aumentarán el gasto en la sanidad pública (que, inversamente a la lógica, no para de sufrir recortes del Gobierno, con lo que empeora la asistencia a todos, lo cual no importa a patronos ni gobernantes, ya que gozan de seguros privados de salud o de abultada billetera).

Es decir, todo inmigrante ilegal que conquista la frontera debería ser considerado un elemento perturbador del Estado del bienestar que los europeos hemos conquistado con mucho esfuerzo, aunque en el caso español el bienestar es de bajo calado, ya que llegamos al régimen de libertades formales en plena crisis económica mundial y eso imposibilitó entrar de lleno en ese bienestar anhelado, frenado en seco por la adscripción del PSOE de Felipe González al neoliberalismo arrasador de derechos populares.

Bien, tenemos al inmigrante africano, magrebí o subsahariano en la frontera terrestre de Ceuta o de Melilla (a las islas Canarias, evidentemente, solo se puede llegar por el mar o por el aire). Las vallas preventivas cortan inmisericordes el camino a quienes huyen de guerras, persecuciones y miserias. Unos las califican de vergonzosas, otros de necesarias, pero todos estaremos de acuerdo en que han contribuido a que caigan dos mitos. Uno, el estado de derecho; otro, la inspiración cristiana de la civilización europea.

No se puede actuar en esas dos fronteras rifeñas como si España estuviera en guerra con todo el continente africano. En tiempo de paz no se puede blindar una frontera como lo han hecho los gobiernos de PSOE y PP. El trato que debe recibir todo extranjero que llegue a cualquier frontera española está legislado por el Congreso español y por los múltiples tratados firmados por el Estado y que forman parte de su cuerpo legislativo (hagamos mención en este momento a los latinoamericanos que son retenidos en los aeropuertos por no traer la documentación adecuada y son devueltos a sus países de origen en el primer vuelo de vuelta, con el desgarro que en la mayoría de los casos sufren sus familiares que los esperan en el propio aeropuerto español sin que nadie les informe del motivo por el que no han desembarcado con los demás pasajeros y sin serles permitido siquiera una visita en la sala de retención).

Los gobiernos que tanto apelan a la obediencia de las leyes en otros ámbitos de la praxis política, desobedecen sistemáticamente las leyes que protegen los derechos de cualquier extranjero por ser persona. En vez de asistencia letrada gratuita, devolución en caliente; en vez de asistencia jurídica gratuita, pelotas de goma; en vez traductor, concertinas. El Estado de derecho destrozado, con resultado de muertes, lesiones, humillaciones. Atrévanse nuestros gobernantes a derogar las leyes aprobadas y a romper en los organismos internacionales, con luz y taquígrafos, los tratados firmados; solo así estarán amparados por la ley que más les gusta administrar, la del más fuerte. La ley de la jungla, la ley de fugas, la guerra sucia, toda esa legislación aberrante que se aplica cuando el Estado de derecho desaparece recae sobre el inmigrante africano, el que no trae dinero para pasar tres meses de vacaciones, ni un permiso de trabajo, ni una fortuna para comprar una propiedad inmobiliaria que le dé automáticamente el permiso de residencia.

El que ha de atravesar con riesgo de su integridad física y moral la Valla de la Miseria erigida por los gobiernos de los opulentos ve cómo por medios telemáticos el dinero de los sátrapas de su país tiene todas las puertas abiertas, vigiladas fielmente por los compañeros de los detentadores de la violencia legal que los reciben según ordenan los políticos de turno, aunque siempre la obediencia debida tiene el límite marcado por la Constitución.

No son pocos los cristianos de base, y bastantes religiosos comprometidos, que se organizan para ayudar a estos inmigrantes. Pero los dirigentes políticos que no desaprovechan ocasión para recalcar que la europea es una civilización cristiana no deben haber entendido el mensaje de Cristo. O tal vez sean aquellos, con su comunismo primitivo, quienes hayan tergiversado el mensaje del fundador de su religión, que no ven al prójimo como a un extraño sino como a su semejante, digno de amor fraterno, sin considerar color de piel, condición social o sexo. La comunión con su hermano africano enlaza con el comunista de la unión de los proletarios del mundo. La civilización cristiana, como el Estado de derecho, por lo expuesto en los párrafos anteriores, es destrozada por sus falsos exegetas, por los modernos fariseos, adoradores de su único dios omnipresente, el becerro de oro. Ante la excusa de la salvaguarda del maltrecho Estado del bienestar, renuncien públicamente nuestros gobernantes, previo auto de fe sin hoguera ni castigos corporales o humillantes, sino serenamente, al amarás al prójimo como a ti mismo, al dar de comer al hambriento y de beber al sediento, y apliquen sin excepción la frase a la que tanto acuden para obligar a cumplir la ley, la de al césar lo que es del césar y a dios lo que es de dios. Pues eso, el césar firmó las leyes y tratados que le obligan.