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Venezuela: los trabajadores y las falacias del trabajo (II)

Este contenido es parte de un reportaje en el que se descubren las falacias que la clase dominante ha impuesto sobre el trabajo, y en el que además se explica en base a ellas el caso venezolano. Se recomienda, para entender las líneas que siguen, leer previamente la primera parte haciendo click aquí.

Si fuera posible, válido o al menos serio el acto de analizar una sociedad metida en un proceso anómalo, atípico, de demolición de lo existente, con criterios de “normalidad”, entonces todo sería tan fácil como establecer y concluir en dos o tres líneas:

  • En Venezuela está vigente una Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras.
  • En Venezuela no se cumple la Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras.
  • Entonces en Venezuela no hay ninguna revolución y todo es una farsa.

Hasta que aterrizamos en algo que para algunos es novedoso, y se llama la realidad: en Venezuela, ni la LOTTT ni ninguna Ley vigente (mucho menos las que conservan el espíritu de la sociedad capitalista en proceso de demolición) es viable o aplicable.

Porque el ámbito de las relaciones del pueblo con el aparato productivo y financiero es tan cambiante, movedizo, quebradizo y volátil que las leyes o normas que tuvieron sentido ayer a mediodía hoy a las 8 de la noche ya son inaplicables.

Para un artículo aparte: temas hiperinflación, señorío del dólar paralelo o ilegal, proceso permanente de asedio y aplastamiento de nuestra economía por parte de Estados Unidos, Europa y nuestros queridos hermanos y vecinos latinoamericanos.

VII

Todos los años, desde mucho antes de la llegada de Hugo Chávez al poder, el país ha esperado ansiosamente una especie de rito anual, consistente en la difusión de un anuncio presidencial específico: “a partir del primero de mayo, el salario mínimo de los trabajadores será aumentado en tanto por ciento, y por lo tanto el sueldo mínimo ahora será de tantos bolívares (ahora bolívares soberanos)”.

Invariablemente, cada vez que se hace ese anuncio, los presuntos representantes de los trabajadores han dicho: “ese aumento es insuficiente, es una burla a los trabajadores”; los empresarios decían “es un aumento exagerado que la empresa no logrará financiar sin generar inflación”, y el Estado decía “es un aumento razonable; el Estado absorberá el impacto excesivo de este aumento sobre la empresa privada”. Era parte del ritual, eran las reacciones previsibles.

Varias semanas antes del primero de mayo se reunía una comisión llamada “La Tripartita”: representantes de los sectores empresariales, del Gobierno y de los trabajadores, discutían los acuerdos y condiciones que habrían de desembocar en ese nuevo salario mínimo.

Eran tiempos “normales” o “convencionales” para una sociedad que tenía prohibido alterarse demasiado para no intranquilizar el sueño y la digestión del amo del Norte, y esa normalidad se traducía en una relación cordial, y más que cordial de estrecha hermandad, entre el sector empresarial y el Estado, dominado por partidos y factores afectos a las burguesías.

Y el señor representante de los trabajadores solía ser el jefe de un cartel denominado Confederación de Trabajadores de Venezuela, por lo general un jerarca del partido Acción Democrática, afecto al gobierno (y a los empresarios). Así que esos acuerdos de la Tripartita no tenían tres cabezas, como cabría esperar, sino una: la cabeza que lo organizaba todo de manera que la sociedad burguesa no colapsara o se estremeciera más de la cuenta.

Cuando esa sociedad “normal” funcionaba “bien” (antes de Chávez) los sueldos de los seres esclavizados (perdón: trabajadores) del Estado y las empresas alcanzaba para tomarse unas cervezas más o menos a diario, comer mal y volverse obeso y adicto a basuras que no necesitaba (harinas, azúcares, alcoholes, plásticos y cartones en forma de alimentos), vivir en casas precarias, imitar los rituales y modos urbanos de la burguesía y las clases medias “altas”.

Esa ilusoria sensación de prosperidad y cosmopolitismo, al derrumbarse, nos condujo a la masacre de 1989, al derrumbe institucional de los años 90 y a la Revolución Bolivariana de este siglo.

Pues bien: después de todo este proceso resumido en pocas líneas varios celebrados analistas de la realidad venezolana, incrustados en los moldes y paradigmas de una sociedad que ya murió, que no será posible resucitar, han venido a razonar en estos días de 2020 de la siguiente manera:

El gobierno de Venezuela ha ubicado el salario mínimo en 800 mil bolívares (poco más de 4 dólares hasta ayer en la mañana; dentro de unas horas más ya será menos). Antes de Chávez el sueldo mínimo era de 400 dólares y a veces más. Extrañamos los tiempos de La Tripartita.

Que lo diga un fascista o un nostálgico del viejo orden se comprende. Pero que lo diga alguien que se dice chavista ya forma parte de nuestro paisaje lleno de incongruencias: según los parámetros del chavista que mide la condición revolucionaria del país por el salario mínimo, la cosa o monstruo que gobierna Estados Unidos vendría a ser un ejemplo de socialismo digno de imitarse, y Cuba y Venezuela serían ejemplos de capitalismo o neoliberalismo.

Epílogo

En el segundo lustro de este siglo vivimos con Chávez y gracias a su hábil manipulación del mercado petrolero mundial una especie de ilusión, que nos alivió muchos pesares pero le hizo daño a nuestra capacidad de soñar otra sociedad: andábamos en abundancia, y muchos creyeron que eso era el socialismo.

Ahora nos damos cuenta de que ese estado de cosas fue logrado a billetazos en condiciones favorables: altos precios petroleros, dólar controlado. Eso no lo logró el socialismo: lo logró la circunstancia de tener bajo el suelo el mayor charco de petróleo del planeta, y el petróleo se cotizaba en más de 100 dólares por barril (hoy el petróleo venezolano ronda los 10 dólares por barril).

Un encadenamiento de falacias ha hecho creer a algunos que con un buen gerente podremos surfear en un insólito equilibrio: seguiremos haciendo una Revolución pero EEUU estará feliz con nosotros y dejará de acosarnos y de robarnos.

Le seguiremos declarando la guerra al capitalismo pero nos convertiremos en eficientes administradores del capital. Creen algunos (incluyendo revolucionarios o de izquierda) que es posible mantener el desafío al capital y al mismo tiempo que los salarios sean “como antes”: el ideal de la explotación es que el ser explotado se sienta feliz con el fragmento de su trabajo que le pagan.

Últimamente estamos hablando en términos de colapso de lo existente (del capitalismo, ya que el socialismo no existe) y es una buena ocasión para que demos el salto hacia otra lógica, hacia el germen de otro paradigma: destruir la lógica monetarista y de dictadura del “salario digno” (¿trueque? ¿Creación de monedas locales?) y salto a un modelo que seguiremos inventando.

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