Los niños enjaulados, el maltrato heredado
Hoy he visto en un informativo que han operado en España a un niño sordo de tres años de padres marroquíes. Fue muy emotivo ver la reacción del niño, que rompió a llorar, cuando sintió, él no sabía que estaba oyendo, por primera vez un sonido. La mayoría de españoles que hayamos visto la noticia nos habremos alegrado al conocer que en nuestro país se atiende a los hijos de inmigrantes, pero algunos habrán pensado que llevamos el quijotismo en nuestro ADN, con la de problemas sin resolver que asfixian a nuestros compatriotas.
Esto último debe de pensar un número de ciudadanos, desgraciadamente cada vez más numeroso, de la cristiana sociedad europea, digo cristiana por lo de querer incluir en la fracasada Constitución Europea lo de la raíz cristiana de Europa, a tenor de los vientos xenófobos que recorren el continente.
A esta gente no se le ablanda el corazón ni ante la visión del llanto de un niño desamparado, o muerto por ahogamiento en la fosa común en la que se ha convertido el mar Mediterráneo. Son gente bragada que no sucumbe a la lastimera presentación del dolor infantil por los medios de comunicación alternativos.
Son aquellos que seguramente se alegraron -tal vez no sea este el verbo adecuado, pero la indiferencia o el rechazo en estos asuntos no admite suponer otro estado de ánimo que no sea el de la alegría por el mal ajeno- de la muerte lenta y dolorosa del joven saharaui Ahmed Moulay, cuya enfermedad pudo haber sido tratada en España cuando aún era menor de edad. Los halcones no pueden mostrar misericordia, para eso estamos las palomas.
Pero no solo Europa se muestra indolente. La Europa bis, la Norteamérica anglosajona, no le anda a la zaga a su patria madre en mostrarse insensible ante el sufrimiento de los niños de los otros. Ahora todo el mundo sabe cómo se las gastan con los hijos de los latinos inmigrantes, pero el Partido Comunista de los Estados Unidos lo lleva denunciando desde hace años y nadie lo tuvo en cuenta.
Ni siquiera la visión del pobre niño sirio Aylan, inerte, a merced del vaivén de las mismas aguas que sesgaron su corta vida, supuso un punto de inflexión en las conciencias de los xenófobos europeos. No era la imagen de un niño subsahariano o latino desnutrido, desnudo, como sin familia que lo amparase; era el calco de cualquier niño del primer mundo, en él se podría ver reflejado lo que podía pasarle a cualquier niño europeo si de repente todo su mundo se viene abajo hasta el punto de llegarle la muerte segura si no se aleja del lugar donde se desarrolla su vida.
Casi todos sabíamos que no era el primer niño que perecía ahogado en el difícil camino de la huida del hambre o de la muerte violenta de Asia o África hacia la fortaleza europea, que si no enemiga, sí inamistosa con quienes huyen del horror; ni ha sido el último. A él le han seguido hasta hoy bastantes más en esa muerte tan absurda para un niño que ha sido arrancado de su entorno, sin ninguna duda aterrorizado desde que cayera al mar hasta el último aliento antes de que sus pulmones se encharcaran letalmente.
Al otro lado del charco, ese océano Atlántico que tantos niños africanos se ha tragado en el viaje con sus padres o solo a las Islas Canarias, en tierra norteamericana, sucede otro tanto con los niños latinoamericanos, solos o acompañados, que tratan de cruzar por mar o tierra la frontera mexicana con la estadounidense. La situación de estos inmigrantes es la misma que la de los que intentan llegar a Europa, también ellos huyen del hambre y la muerte violenta. Y también son mal recibidos por las autoridades norteamericanas y parte de sus ciudadanos.
Estos últimos días se han hecho famosas las jaulas en las que son encerrados los hijos de los inmigrantes sin papeles, aunque esas jaulas ya tienen varios años de uso. Parece que van a poner fin a esta repugnante táctica de disuasión para futuros inmigrantes sin papeles.
Esto es lo que acontece en nuestro tiempo. Nos hemos fijado solo en el trato inhumano que sufren los niños migrantes. No es el único: niños esclavos, niños soldados, niños prostituidos en sus países de origen. Este trato a los infantes no es una novedad propia de nuestro tiempo.
Contemplando solo el ámbito cultural de la civilización occidental, encontramos situaciones inhumanas en Esparta (eliminación de los recién nacidos “defectuosos” y separación de sus madres dese el primer día de sus vidas), Roma (el padre podía deshacerse del recién nacido si no era de su agrado o matar a sus hijos sin consecuencias penales), Edad Media (trato cruel, abandonos, infanticidios). En la Edad Moderna la cultura europea va adueñándose de los territorios que arrebata a los pobladores originales, con lo que estos sufren la criminalidad del incipiente capitalismo mercantilista.
Los menores no se libran del trabajo, ni en la metrópoli ni en la colonia; de los gremios, explotados como aprendices, se pasa a las fábricas, explotados como trabajadores. La esclavitud pasa a formar parte del engranaje capitalista, contemplándose cada ser humano como una mercancía más objeto de transacción, lo cual conllevaba la separación de los hijos de la madre si el comprador solo quería a la madre o al niño. Los afortunados que asistían a la escuela oirían a diario el dicho de la letra con sangre entra.
No ha sido fácil la vida de los menores a lo largo de la historia de la sociedad humana. Ni lo sigue siendo en nuestra Edad Contemporánea. Ya hemos nombrado a los niños esclavos, soldados o prostituidos. La sociedad actual conserva el trato a la infancia como en épocas pretéritas, de nada le han servido la Ilustración, la Revolución francesa o la rusa; o los esfuerzos de organismos como la OIT o la UNICEF, promotora en 1990 de la Convención de los Derechos del Niño.
Las guerras del siglo XX protagonizaron matanzas indiscrimadas de civiles, sin distinguir si los muertos serían también niños; la infancia es usada como instrumento de presión, recuérdense las dolorosas palabras de la secretaria de Estado norteamericana cuando aseveró que la muerte de 500.000 niños iraquíes fue un precio que valió la pena; o como elemento disuasorio, para que los inmigrantes sopesen la conveniencia de intentar la entrada en la metrópoli por la ineludible separación familiar, con enjaulamiento infantil incluido.
Objeto de negocio, como los bebés robados en España, en primera instancia con la intención de quitarles el gen marxista, para más tarde, olfateada la posibilidad de negocio, venderlos a las familias pudientes; o sufrir los niños del tercer mundo extirpaciones de órganos para salvar, previo pago, la vida de algún niño del primero. O sufrir el desprecio más absoluto a sus vidas incipientes, como no importar sus muertes colaterales provocadas por los drones lanzados por orden del emperador contra los otrora llamados luchadores por la libertad, pocos días después de llorar públicamente la muerte de los niños asesinados en un tiroteo en su propio país (¿será para tener las manos libres por lo que EE. UU. no ha ratificado la Convención de los Derechos del Niño?).
O, conociendo los poderes políticos que los hijos son el semillero que conservará vivas las tradiciones seculares de los pueblos originarios, separar forzosamente a los menores de sus comunidades para inocularles, con la ayuda de los sacerdotes cristianos, la cultura invasora.
Es innegable que en los países avanzados la vida de los niños es en cierto modo placentera, excepción hecha de los menores pertenecientes a las cada vez más numerosas y amplias bolsas de pobreza y marginación del cuarto mundo, pero los magnates y capitalistas de ese mundo avanzado, con la connivencia de los políticos locales, se aprovechan de esos millones de niños que han nacido condenados a trabajar prácticamente desde que dejan de gatear. La imagen de esos explotadores la limpian sus asesores con la publicidad a bombo y platillo de sus dádivas y mecenazgos interesados.
No se llamen a engaño quienes vean u oigan las terribles noticias de los hijos de inmigrantes o desplazados, no son nada nuevo, la humanidad lleva siglos maltratando a los menores, y no lo va a cambiar el sistema más criminal inventado por el hombre, el capitalismo que domina la faz de la tierra. De poco sirvió que el propio fundador del cristianismo recriminara a sus discípulos que espantaran a los niños que se le querían acercar.