La victoria de Jair Bolsonaro en la segunda vuelta de las elecciones generales de Brasil ha disparado todas las alarmas, pero la llegada al poder ejecutivo del fascista suramericano es tan solo una consecuencia más del lawfare -golpe de estado moderno que se aplica mediante la judicialización de la política-. Quizá más visible que otras, pero igualmente peligrosa.
“¿Cómo ha podido ocurrir?” Se preguntan muchos. “¡Las fake news!“ responden unos, “¡la moderación de la izquierda moderna!” argumentan otros. Dos ingredientes que cambian el sabor del alimento que llena el plato, nada más. Primero, el lawfare expulsó del poder a Dilma Rousseff mediante la nombrada anteriormente judicialización de la justicia. La derecha torció las leyes del país para echarla mediante un juicio político que no tenía base legal. Más tarde el lawfare se encargó de encarcelar al líder de la oposición casualmente del campo progresista, Lula da Silva. Con él en la cárcel Jair Bolsonaro ha tenido el camino libre. Todas las encuestas sin excepción señalaban un triunfo seguro de Lula frente a Bolsonaro, pero también la victoria del fascista ante cualquier otro candidato que no fuera Lula.
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Durante esos años (2006-2018), en Brasil se ha instalado una dictadura dirigida por Michel Temer -dos años en el poder sin pasar por las urnas- que ha disfrutado de un silencio mediático cómplice por parte de las democracias representativas de América Latina.
Las diplomacias de Argentina, Paraguay, Uruguay, Chile, Perú, México, Colombia, Ecuador y Perú, por nombrar algunas, no han usado ninguno de los mecanismos democráticos con los que cuenta el continente en organizaciones como la UNASUR, el MERCOSUR, la CELAC, la ONU y la OEA, ni para desconocer la institucionalidad surgida del golpe de estado, ni para sostener el derecho de Lula a presentarse a las elecciones, ya que está en la cárcel por motivos políticos, al no haberse demostrado acto ilegal alguno durante el proceso judicial en su contra.
La OEA se ha limitado a dar validez internacional a las elecciones organizadas por los golpistas con el líder de la oposición en la cárcel. La delegación electoral mandada por Luis Almagro, secretario general de la OEA, ha cerrado con un broche de oro la operación del lawfare en Brasil.
Sin embargo, Jair Bolsonaro no es el primer fascista que llega al poder en América Latina en los últimos años. Tras una manipulación mediática contra los gobiernos de izquierdas que ha llegado a justificar golpes de estado como mal menor, Estados Unidos (EEUU) junto con las oligarquías locales ha ido derrocando gobiernos de la órbita bolivariana para sustituirlos por gobernantes fascistas que garantizan en base a la represión, el silencio necesario para mantener la agenda neoliberal.
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¿Qué es sino la represión de Juan Orlando Hernández (JOH) hace horas en Colón (Honduras) contra quienes protegían los Recursos Naturales frente a la minera privada Los Pinares? ¿Qué es entonces la persecución del gobierno de Ecuador a los líderes políticos que se enfrentaron a Chevron por contaminar Sucumbíos, a la vez que pide perdón a la petrolera y retira la acusación pagando incluso las costas del proceso?
El fascismo se instaló en Honduras en 2009 y hoy, casi una década después, el líder del ejecutivo se presentó a las elecciones pese a que la constitución lo prohíbe, se mantiene en el poder pese a haber sido demostrado un fraude electoral masivo, y asesina a estudiantes y a líderes de izquierda mediante cuerpos parapoliciales.
El fascismo llegó a Colombia a principios de siglo. Se permite asesinar a militantes del principal partido de la oposición, Colombia Humana, durante el periodo de campaña electoral, consiente que niños mueran de hambre, y mantiene un terrorismo de estado que ejecuta a líderes sociales, surgido de sus propias entrañas cuando las FARC empuñaba las armas y el fascista Álvaro Uribe premiaba a los soldados si demostraban haber matado a guerrilleros, lo que provocó el nacimiento de los falsos positivos -asesinato de ciudadanos, normalmente campesinos que luego disfrazaban de guerrilleros para cobrar la recompensa-.
En Ecuador, tras la victoria de Lenín Moreno y su viaje al fascismo, los líderes de la izquierda están siendo perseguidos o en la cárcel, la pobreza ha vuelto a aumentar por primera vez en diez años, y la oposición tiene prohibido presentarse a las elecciones.
Mientras tanto, las democracias liberales guardan un silencio que es más que cómplice, ya que vuelcan sus esfuerzos diplomáticos en acosar a los pocos gobiernos de izquierda que han resistido tanto al lawfare, que ahora son atacados mediante violencia extrema ejercida directamente contra sus ciudadanos, con sanciones económicas y con la aplicación de una manipulación mediática tan intensa que ha logrado que millones de personas en Occidente crean una realidad paralela que no se corresponde con lo que pasa en esos países.
El hecho de que los países neoliberales se centren en intentar derrocar a gobiernos constitucionales como los de Venezuela y Nicaragua, en los que según la ONU no existe represión ni crisis humanitaria, en los que la derecha domina el espacio mediático y llama al asesinato de los presidentes de ambos países, indica que el capitalismo vuelve a elegir como aliado el fascismo cuando no es capaz de recuperar los Recursos Naturales no ya por medios democráticos como elecciones, sino mediante golpes de estado y aplicación de violencia y sanciones.
El crecimiento del fascismo en América Latina está siendo impulsado por el gobierno de turno de Estados Unidos, y se está consolidando por el silencio de las democracias dirigidas por las burguesías locales, que antes que seguir perdiendo privilegios en favor de las grandes mayorías, prefiere apoyar al fascismo.
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Esta oleada fascista comenzó en Honduras en 2009 con el objetivo de terminar con la Ola Bolivariana que comenzó en Venezuela diez años antes, y está destinada a la ejecución de la Doctrina Monroe, por la que EEUU pretende volver a expoliar los Recursos Naturales de América Latina (como ya hace con el agua dulce de Honduras por poner un ejemplo) y pagar a las oligarquías que lo consientan con las mismas migajas que dispararon la pobreza y el Índice Gini -que mide la igualdad económica- durante los años 80 y 90 en el sur del continente.