Parece ser que a algunos dirigentes catalanistas solo les cabe la huida hacia delante. Quienes han contravenido todas las normas de su propio Parlamento, han desacatado todas las sentencias de los tribunales estatales, ilusionaron hasta el paroxismo a sus fieles correligionarios, ya no pueden quedarse en el intento.
Tienen que ir a por todas. Al menos una parte del nacionalismo catalán ha optado por la vía del todo o nada. Precisamente los que más desprecian el desorden callejero quieren optar por una medida que desataría los más encendidos enfrentamientos entre los suyos y los otros. Porque de eso se nutre el nacionalismo, de las diferencias que magnifican subjetivamente y no de las similitudes que los acercan al otro, al que no es de los suyos.
No es esa lucha que propone el nacionalismo de derechas ocasión para que se derrame una sola gota de sangre obrera, ni de sudor por el esfuerzo ni lágrima por el dolor. No se lanza nadie a perder lo poco que tiene no ya por quedar igual que estaba sino por empeorar sus condiciones materiales.
Quien vea un acto revolucionario en la separación unilateral de una región rica del resto del país por el hartazgo de poner dinero solidariamente para enjugar las pérdidas de las regiones pobres por la mala disposición al trabajo de sus gentes indolentes, que nos explique a quienes creemos ser de izquierdas en qué consiste esa revolución. Y más considerando que una de las fuerzas políticas que liderarían esa supuesta revolución es la grey de la corrupción catalana, al alimón con un partido marcadamente socialdemócrata muy lejano de veleidades revolucionarias, y azuzados ambos por una minoría que se proclama anticapitalista pero que arrimada a ellos sigue cuando uno de los compañeros de viaje se proclama europeísta de la Europa de los mercaderes y atlantista de la OTAN de los bambardeos indiscriminados con la coartada de los derechos humanos.
Tal vez los propulsores de la vía eslovena a la independencia creen todavía en los cuentos de hadas. O tal vez no les importa un baño de sangre para disculpar el callejón sin salida en el que llevan metidos desde hace unos pocos años. Es lo que tiene apelar a los sentimientos y no a la razón para manejar a una parte, ciertamente que muy numerosa, de sus conciudadanos regionales.
En un siglo en que las tradiciones centenarias son arrasadas por las costumbres foráneas; en el que el presente no se relaciona con el pasado y no se plantea el futuro; en el que, suprimiendo el paréntesis de la II República, se podría hacer frente común para llegar a una república federal por primera vez en la historia de España; y, sobre todo, en un momento en que el saqueo a las clases populares ha llevado a estas a un deterioro de sus condiciones materiales y al paulatino desmantelamiento del escaso Estado del bienestar del que disfrutábamos todos, unos iluminados proponen romper el derrotismo en el que está inmersa la clase trabajadora catalana metiéndolos en una lucha para la consecución de una independencia que rompería la unidad de acción de los proletarios españoles desde el siglo XIX, en vez de tratar de encauzar la fuerza revolucionaria de los trabajadores catalanes hacia la meta de mayores cuotas de poder para revertir el proceso austericida en el que los tienen sometidos tanto el poder central como el autonómico.
No es este levantamiento separatista la revolución en la que deberían participar los proletarios catalanes. Bienvenida sería si la proclamación fuera en nombre de una república socialista; serían los catalanes quienes darían el pistoletazo de salida para que el resto de España se emancipara y acabara con la dictadura burguesa neoliberal disfrazada de democracia representativa, y nos llevara a una república socialista federal que acabara de una vez por todas con el problema territorial.
Pero no es esa la pretensión del núcleo duro separatista catalán, que bien cómodo estaba cuando hacía de bisagra captadora de buena parte del dinero común de todos los españoles. No es esa la pelea en la que los proletarios catalanes deban batirse para alcanzar la república socialista, porque no es esa la pretensión de la derecha nacionalista catalana, que no es otra que la de tener las manos más libres para continuar robando a la clase trabajadora catalana.
No llegará a tener lugar que algunos trabajadores de buena fe se embarquen en una lucha que no es la suya, apelando al sentido común de quienes quieren usarlos como carne de cañón, dada la correlación de fuerzas. Porque las fuerzas centralistas no se quedarían de brazos cruzados contemplando cómo los catalanistas dicen adiós al resto de españoles. El sistema legal actual solo permite la autonomía de las nacionalidades supeditadas a la unidad nacional y las malas lenguas dicen que en la Constitución se le encarga al Ejército defender la integridad territorial, también dicen que el rey ejerce el mando supremo de las fuerzas armadas y todos sabemos de qué lado está el actual jefe del Estado.
Mejor será no tentar a la suerte y nunca comprobar si los generales obedecerían al ministro de la Guerra o a su superior natural en caso de que finalmente, acuciados por su imposibilidad de retorno al punto de partida bajo pérdida de toda credibilidad de sus correligionarios y también por la falta de diálogo de los constitucionalistas-centralistas, el ejecutivo catalanista adoptara la vía eslovena. ¿Les merece la pena el riesgo de muertes catalanas y de soldados hispanoamericanos por parte del ejército constitucionalista?
Cierto que el brillante diputado Joan Tardá no se cansa de repetir que su lucha es por la vía pacífica y la del diálogo, la del referéndum democrático en el que se expresen libremente los separatistas y los que no lo son; su convencimiento democrático le anima a pensar que algún día se celebrará esa consulta popular con todas las garantías legales, y, como él dice, puede que el día siguiente nos encontremos de sopetón con la III República. Así sea, todos los pueblos de España hermanados en la República federal.
Por cierto, toda la estrategia de provocación al conjunto de los catalanes urdida por el PP para asegurarse el voto de los patriotas españoles ante el separatismo catalán, una vez que ya no podían usar el terrorismo de la extinta ETA, parece que va ser su propia tumba al surgir un movimiento protofascista salido de su ala más radical de extrema derecha, esa horda fanática y violenta que por ideario político solo tiene el mantenimiento de la unidad de España a sangre y fuego y la veneración a la bandera rojigualda, símbolo inequívoco de esa unidad, por encima de sufrimientos de sus compatriotas.