Los fantásticos 200 años de El Prado (II) ¡Y mi tatarabuelo!
Pues ya estamos aquí de nuevo.
Antes de nada, no quiero dejar pasar la oportunidad de desearles de todo corazón a todos nuestros fieles y queridos lectores un año pleno de venturas y satisfacciones, algunas de las cuales confío en que aunque sea de manera un tanto virtual, podamos disfrutar juntos.
Y como les decía, continuando la visita de la semana pasada, nos encaminamos ya a la sala donde lo dejamos, retumbando en mi cabeza (a veces me pasa con esta u otras músicas) los acordes, el soniquete de la promenade de “Cuadros de una exposición”, la conocida composición realista de Mussorsky con su interesantísima y original alternancia de armonizaciones.
Pero a lo que íbamos, de camino a nuestra sala, de repente, no puedo evitar el quedarme atrapado al doblar el primer recodo de la exposición ante la contemplación del magnífico cuadro de José Antolínez, La Asunción de la Magdalena. Y es que aparte del respeto que me merece el artista, autor de uno de los más completos tratados de pintura escritos nunca, el cuadro es realmente una obra de arte, de verdad no recuerdo otro lienzo en el que la figura se eleve, levite, ingrávida, con tanta naturalidad, hacia los cielos. El tono oblicuo y de derecha a izquierda de esta asunción, camino señalados oportunamente por unos geniales rayos de luz, junto con el perfecto equilibrio entre las perfectamente opuestas cargas de fuerza que indican los movimientos de los angelitos que elevan la figura, obra este pequeño milagro, y aquí esta creo yo la grandeza del arte, que por un momento, hasta los que para nada creemos en milagros presentes o pasados, nos quedamos arrobados ante una demostración de este calibre. Por favor, les rogaría encarecidamente pierdan (o ganen) un par de minutos y vayan al buscador para contemplarlo, lo pueden hallar en la misma página web del Museo del Prado 200 años. No se arrepentirán. Merece la pena.
Continuamos nuestro “paseo” hacía la sala en la que lo habíamos dejado, 1868-98 la nacionalización del Prado. Una meca para los pintores, pero antes, permítanme un par de pinceladas (perdón por la obviedad, demasiado fácil la sugerencia para la capacidad metafórica más sutil que adivino en nuestros lectores, pero estaba el símil tan cantado que no he podido resistirme).
Pinceladas, les decía, para centrarnos un poquito y poder entender mejor cómo se hizo posible la enorme grandeza de este museo. El Museo del Prado adolecía de entrada de algunas carencias significativas, a saber: Pintura italiana de la alta edad media y Renacimiento (algo que por desgracia persiste, por poner un ejemplo, en la colección solo tenemos un Bellini), y la extraordinaria pintura religiosa del Barroco.
Muchos viajeros extranjeros decimonónicos, aparte de “descubrir” al más sublime de los pintores, Velázquez, critican por otra parte la colección, “es más bien una colección particular que nacional, y más bien de casualidad y capricho”, Richard Ford dixit). Sin olvidar por supuesto que casi en buena lógica no había casi nada de El Greco (la pintura de La Trinidad y nueve pequeños retratos), y absolutamente nada de Goya, ya que según los propios principios del Museo (no olvidemos se inaugura en 1819), el Museo no debía recoger la obra de artistas vivos, y en aquel año, Goya continuaba afortunadamente vivo (murió en Burdeos en 1828).
Pues bien, por ventura para todos nosotros, con la excepción de la persistente laguna de los primitivos italianos, todos los demás problemas podrían ya quedar definitivamente resueltos. ¿Y cómo?, pues como Vds. estoy seguro ya habrán adivinado, con el aporte de los fondos del Museo de la Trinidad, fondos que como recordarán, provenían de los bienes embargados en la oportuna desamortización de Mendizábal y a los que cada vez se sacaba menor partido ya que el convento en el que estaba ubicado, en la Plaza de Benavente de Madrid, justo donde hoy se encuentra el teatro Calderón, se había convertido a su vez en la sede del Ministerio de Fomento (mínimo espacio de exposición y dificultad de acceso).
Además la buena noticia era que paradójicamente, la política de compras y adquisiciones era mucho mas ágil y no estaba tan limitada como en El Prado, siendo por otra parte esta política a mi juicio acertadísima, sin hablar del ingente volumen de Goyas que aquí sí pudieron en su momento ser adquiridos y también exhibidos, como ocurría a la sazón con Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Iba yo con estos pensamientos más o menos pergeñando este artículo, y de repente…
¡Tachán!
Entro en la sala, y me da un vuelco el corazón, porque lo primero que inesperadamente me encuentro es este pequeño librito de mi tatarabuelo, expuesto con el número 39 del catálogo de los lienzos y distintos objetos que constituyen la exposición, y del que yo, hasta ese feliz momento desconocía completamente su existencia.
Obviamente, salí inmediatamente disparado hacia la Biblioteca Nacional de España (al ejemplar del Museo imposible acceder hasta el cierre de la exposición), entidad a la que me honro pertenecer como lector, donde solicité poder consultar el anhelado librito (lo conforman 24 páginas), y en solo dos días pude ya acceder al microfilm correspondiente (al tratarse de una obra del XIX, y salvo que estés acreditado como investigador, no te facilitan el libro físico).
Una vez pues ubicado en la magnífica instalación que tiene la BNE habilitada al efecto, pude por fin devorarlo con la lógica avidez, con la posibilidad que por descontado aproveché, de poder incluso obtener simultáneamente a su lectura una fotocopia del mismo (que lógicamente he encuadernado y mantendré en lugar preferente). Todo ello previa obtención de la correspondiente tarjeta de sencilla utilización posibilitando hasta cincuenta folios en el mismo puesto de lectura, por el módico precio de poco más de siete euros. Felicidades desde aquí a la BNE por su buen funcionamiento.
Y ya que estaba allí confieso que no pude resistir la tentación (en esto es que soy, como dice mi queridísima y paciente esposa, incorregible), aproveché para ver las exposiciones temporales que normal y periódicamente ofrece la institución, que en esta ocasión presentaba hasta tres: una muy completa sobre el teatro de Lope, otra sobre los cómics y su origen, estudiando su desarrollo gráfico desde la más remota antigüedad y su estrecha relación con los códices y grabados medievales, y otra, interesantísima, sobre Leonardo, con reproducciones en logradas maquetas de algunas de sus inventadas maquinarias, y la presencia del famoso “Códice de Madrid” (con una reproducción gigantesca de la famosa cabeza del caballo Medicis), y de las que ya, si tenemos tiempo, hablaremos más despacio otro día.
Volvamos al tema.
Bueno, las leyes matemáticas y el cálculo de probabilidades parecen asegurar que casi todos tenemos al menos un antepasado ilustre, y yo además tengo la inmensa fortuna de poder tener al mío al menos identificado, y conocer también algunos de los aspectos de su personalidad, a tenor de lo contado en diversas ocasiones por mi familia y de lo averiguado por mí mismo como consecuencia de mi natural curioso y del lógico interés.
Me van por favor a permitir ustedes, ya que nos hemos topado con D. Vicente Poleró, una breve, y por qué no decirlo, un poco orgullosa digresión sobre el personaje que a la par que nos ilustre espero un poco nos interese. Ya me perdonarán. Y antes que nada, les presento a este señor, que nos contempla complacido desde el magnífico retrato realizado por su gran amigo Federico de Madrazo y Kunt, donado en su día por su hija Consuelo junto con el de su esposa al Museo del Prado (en realidad en ese momento al Museo Moderno), y que se encuentra depositado en la actualidad según tengo entendido en el Museo de Bellas Artes de Oviedo. A ver si puedo aprovechar el próximo puente para verlo.
Gaditano, nació en 1824, y merced a su buena mano fue enviado a Madrid para continuar su progresión como pintor en la Academia de Nobles Artes de San Fernando, y aunque como tal, si bien que notable, no llegó a alcanzar la consideración de alguno de los pintores de su época , (el Museo del Prado solo posee que yo sepa un cuadro pintado por él, “La cámara de Felipe IV en el Real Sitio del Buen Retiro“), debe su fama y reconocimiento mundial al arte de la restauración, actividad que constituyó la pasión de su vida y en la que destacó a raíz de la publicación, a sus treinta años, de su “Arte de la Restauración“, texto de referencia hasta fechas muy recientes en muchas de la universidades del mundo a la hora de afrontar esta materia.
Mantuvo una importante relación tanto profesional como de amistad con los Madrazo, especialmente con Federico. Fue nombrado restaurador del Museo del Prado, y entre sus escritos destacan “Tratado general de la pintura”, declarada oficialmente de interés histórico, por lo que desde su publicación fue obligatoria su presencia en las bibliotecas y escuelas de arte. Además también publicó, entre otros escritos, un concienzudo trabajo sobre la tasación de pinturas y otros objetos de arte, por el que el gobierno de la época le nombró asimismo tasador oficial. Igualmente fue el encargado de catalogar y restaurar los lienzos del Monasterio de El Escorial, ampliando su acción a los códices y manuscritos que allí se pueden encontrar. Publicó también un muy completo e interesante catálogo al respecto.
Confieso que de cuando en cuando intento localizar algún cuadro de su mano, el último hace un par de años en Valencia, en la sede de las Corts Valencianes: “Salón principal del palacio de Mosen Sorell” y en este sentido, desde aquí quiero agradecer a esa institución la exquisita atención, la paciencia, la amabilidad y la profesionalidad de la extraordinaria Conxa Martínez Jabaloyes, que tuvo la paciencia de aguantar a un par de pesados que deseaban ver el cuadro que en su día pintó un abuelito. Gracias, Conxa, que sepas que nunca olvidaré esa visita.
También en el Museo Lázaro Galdiano se encuentran un buen número de dibujos y estudios suyos sobre diversos edificios medievales, otro tema que le interesó bastante, así como el estado de conservación de los mismos. Murió en Madrid a los ochenta y siete años, y lo que debió ser una tragedia para él, ciego los últimos años de su vida. En el obituario publicado en La Época, Elías Tormo decía: “Con él ha descendido al sepulcro el último representante de toda una generación de patriotas artistas, enamorados románticos del pasado histórico de España“.
Ya está.
Y ahora (satisfecha mi vanidad, por la que de nuevo les pido perdón), pasaremos a lo que considero más importante.
Resulta que ese librito que ustedes ven, el que se encuentra en la exposición, fue publicado en 1868, apenas un mes después del triunfo de La Gloriosa, aprovechando su estela (lo Real deja de serlo, para pasar a ser Nacional), y creo que no preciso extenderme mucho más, solo la lectura del título les puede dar una idea de su (en mi modesta opinión), enorme importancia: “Breves observaciones sobre la utilidad y conveniencia de reunir en uno solo los dos Museos de Pintura y sobre el verdadero estado de conservación de los cuadros que constituyen el Museo del Prado“.
Tampoco quiero yo presumir de blasones apuntando que el tatarabuelo fuese el padre de tan genial idea (oye, lo mismo sí), pero lo cierto y verdad es que abogó por ello y tenía los argumentos, los contactos, y supongo que como él, muchos otros partidarios, y tenía también la fuerza de persuasión suficiente, consciente de que si ya El Prado era, como el mismo nos dice en este libro, “es por si solo ya, con los tesoros que contiene, el más numeroso y rico que se conoce en Europa”, con la incorporación que proponía de los fondos del Museo de la Trinidad ya sería algo realmente inimaginable.
Y efectivamente, por fortuna para todos nosotros esta postura triunfó (si bien no en su totalidad, si leyesen el librito verían que aún era mucho más ambiciosa, pero bien está lo que bien acaba), y merced a sendos decretos en 1870 y 1872 (un periodo muy breve para lo que tardan estas cosas en nuestro país) podemos conocer hoy esta maravilla tal y como es.
Pues lo siento por ustedes, me tendrán que soportar una tercera visita.
¡Ánimo! La parte final que nos queda es muy, muy amena. Palabra.
Delenda est Moscardó.