La cruenta Guerra contra Venezuela por parte de Estados Unidos nos muestra un capítulo que está planificado desde hace mucho tiempo. La participación del gobierno de Donald Trump es evidente y notoria en un juego macabro que se ha estrellado contra la dignidad de un pueblo siempre rebelde.
La variable “mercenarios” comienza a ser parte fundamental de la información que titulan las agencias internacionales, dejando al descubierto una operación clásica del Pentágono con un final (hasta estas horas) infeliz.
El negocio de las contratistas militares mueve más de cien mil millones de dólares al año en Estados Unidos. Estas “organizaciones“, están casi siempre conformadas por ex-soldados hacen la guerra a cambio de dinero.
Dólares provenientes del dinero de los contribuyentes del pueblo norteamericano. Su rastro se puede registrar en Irak, Afganistán, Libia y Siria. Para Washington las bajas de sus ejércitos, el despliegue militar y los deberes administrativos y económicos con las familias en luto, se han convertido en un gasto inadmisible. Sin tomar en cuenta los destrozos que ocasionan en la opinión pública. Por eso las guerras contemporáneas están signadas por el uso de contratistas con un pago único (sin deberes contractuales, pensiones, seguros de vida ni vinculación ante los medios).
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Los mercenarios no conocen el significado de la palabra “tratado“, y se ríen en sus reuniones de los derechos humanos. Para ellos Ginebra es una bonita ciudad en algún punto difuso de Europa, conocida por un licor cristalino que sabe muy bien con jugo de naranja.
No tienen supervisión alguna de cualquier organismo, no responden a ningún mandato sino es el dinero, no tienen contemplaciones ni escrúpulos por la vida.
Si el ejército de Estados Unidos, y en especial esa sección llena de testimonios de sadismo, esquizofrenia y locura conocida como “Marines” no permite (al menos teóricamente), el ensañamiento contra la humanidad, y posee ciertos códigos de conducta, estos ex-soldados, muchos de ellos traumatizados y dementes por su experiencia previa en guerras imperiales, pueden dar rienda suelta a sus depravaciones y sus monstruos.
Bien lo sabe Libia, con miles de denuncias sobre tortura. Claro que lo sabe Irak, con la desenfrenada destrucción inexcusable de patrimonios culturales inmemoriales. Tristemente lo sabe Colombia, con las decenas de testimonios de niñas violadas por soldados norteamericanos en los alrededores de las bases militares en total impunidad.
Los mercenarios que están siendo capturados en las costas venezolanas tienen en común todo eso, y más. La compañía Silvercop, dirigida por Justin Goudreau, cumplía funciones de entrenamiento, asesoría, apoyo logístico, telecomunicaciones, y suministro de armas pero sobre todo era el enlace con el gobierno de Donald Trump, al que según consta en su currículum, brindaron seguridad personal.
La matriz de opinión que busca desligarlos del acompañamiento de Washington es simplemente risible. Queda claro ya para el mundo que efectivamente trabajaron de la mano con el “presidente encargado de Venezuela“ Juan Guaidó según Donald Trump.
En horas recientes el asesor comunicacional de Guaidó, J.J. Rendón ha confesado que firmó el contrato con Silvercorp. Un contrato que también tiene la firma de Guaidó aunque el cipayo siga negándolo en pleno ataque de acné.
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Hoy, Silvercop no existe. Sus oficinas están vacías, sus cuentas están cerradas (no sin antes amenazar de muerte a Erika Ortega, aguerrida periodista venezolana). En cualquier país normal deberían estar siendo investigados por la justicia.
Dos de sus mercenarios han sido capturados en Venezuela por pescadores, ¡vaya manera de implosionar los mitos que nos venden Hollywood y Netflix!
Nos encontramos ante el colofón de un plan que incluyó sanciones económicas, robo de activos venezolanos en el extranjero, bloqueos a compañías que comercializaban alimentos, bloqueo a insumos para producir gasolina, sabotajes internos, guerra diplomática.
Y probablemente guerra biológica con virus no deja de mostrar un escenario interesante: una pequeña nación rebelde, estigmatizada por todos, vandalizada mediáticamente, objeto de odio y xenofobia, acusada de múltiples crímenes, y prácticamente sitiada por el imperio norteamericano y sus lacayos latinoamericanos, ha borrado de un plumazo un nuevo intento de asesinato a su presidente. Un nuevo intento de golpe de estado contra la democracia.
La pregunta del día es cuánto tiempo le queda a la marioneta de los gringos en Venezuela, Juan Guaidó. Ya hay información acerca de sus planes de asilo en una embajada europea. La respuesta es que el tiempo no es una variable a considerar en esta estrategia de ajedrez que desarrolla Nicolás Maduro contra los halcones del Pentágono, porque el tiempo de Juan Guaidó ha dejado de ser trascendente.
El proceso judicial que ha de implementarse para que responda ante la Justicia venezolana es inexorable. Mientras Trump siga considerándolo la pieza clave de la desestabización en Venezuela, mientras los esfuerzos y los dineros de los contribuyentes de Estados Unidos sean destinados a apalancarlo como candidato presidencial y sea la cara visible del robo descarado de los activos de Venezuela en el extranjero, los focos y los flashes reaccionarán ante cualquier quejido suyo.
Para Guaidó está llegando el ocaso de su película. Los acontecimientos piden una nueva figura, la narrativa imperial hollywoodense exige un nuevo protagonista.
En esto quedan dos cosas muy claras. Los activos de Venezuela en el extranjero deben ser repatriados, todos y de inmediato. La ley y la justicia internacional no aplica para los rebeldes. Y en segundo término lo que ha robado Juan Guaidó no lo va a poder disfrutar, condenado como en un cuento de Poe.
Sea en la cárcel o en un cuarto de alguna embajada lambebotas europea, el fantasma de la humillación y la vergüenza dormirá para siempre en su cama.
¿Saben qué es arrecho? Saber que cualquiera puede darte un tiro de gracia en cualquier momento porque jamás podrás confiar en alguien. Ese es el destino de los traidores cuando pierden el encanto ante los ojos imperiales.
Sino pregúntenle a Leopoldo López, que delira como Napoleón en la embajada española. Sumidos en el sueño de la antipatria, siempre en la búsqueda del poder perdido. Anclados en el pasado, con el futuro enterrándolos día a día.
Seguimos.
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