A Tetsuya Ishida seguro que le hubiese gustado el volver a recuperar esta reseña, y no solamente por el prurito de vanidad personal que conlleva comprobar que se admira su trabajo, sino también por la rebeldía con que intentamos nosotros demostrar la fuerza de nuestras convicciones.
Todo ello volviendo a funcionar como lo estamos haciendo tras los repetidos ataques informáticos que sufrimos, y que mutilaron prácticamente todos nuestros trabajos anteriores. Pero aun así no podrán silenciarnos.
Y es que en nuestra lucha contra el neoliberalismo, que nos invade con la misma virulencia que el COVID-19, nunca vamos a estar solos; siempre, y aunque ya no estén físicamente con nosotros, nos acompañará el aliento y la motivación tantos otros que, como Tetsuya Ishida, pusieron su granito de arena antes que nosotros en esta batalla común. Y ¡qué genial fue la contribución a esta causa del hasta ahora desconocido Ishida!
Pocas veces hemos podido sentirnos tan golpeados por un mensaje como ante la contemplación de las afortunadas y geniales metáforas que supo encontrar genialmente Ishida para retratar en toda su crudeza a nuestro mortal enemigo, a ese neoliberalismo al que sólo seremos capaces de derrotar si realmente podemos alcanzar a ver su auténtico rostro. Y ese rostro frío, mecánico, y brutal es el que acertó a mostrarnos Tetsuya Ishida.
Ya desde el mismo título que definió la exposición pudimos comprender el distanciamiento, la dualidad, la soledad y el desdoblamiento que obligatoriamente se da en el individuo que no tiene más remedio que intentar sobrevivir actualmente en una sociedad desarrollada.
Y esto desgraciadamente es así, pese a que los más conscientes e informados intenten organizarse y busquen todo tipo de originales tendencias alternativas, lo cierto y verdadero es que en el seno de una injusta sociedad que con el apoyo de todos, busca precisamente no evolucionar, sino si se quiere, simplemente mantenerse y perpetuarse, las medidas que a tal fin ha de adoptar.
Tales medidas aunque por el momento sean todavía absolutamente legales y democráticas, pasan cada vez más por el control, la vigilancia, la prevención, la orientación y en muchos casos, por la manipulación.
Y esto es así, simplemente defensa propia. Cualquier especie animal en la naturaleza adoptaría instintivamente, en función y con el límite de sus propias capacidades, medidas similares.
Algo que se ve perfectamente reflejado en este intuitivo artista japonés, Tetsuya Ishida, que en sus brillantes y breves diez años de producción (falleció en Tokio con poco más de treinta años y le descubrimos en Europa a través de la bienal de Venecia creo que 2015), nos legó este ambiente tan opresivo, tan agobiante, por otra parte tan nítido, tan pulido e impersonal.
Nuestra felicitación al Reina Sofía, por haber montado en su día esta exposición en el madrileño Palacio de Velázquez, en el Retiro.
Tetsuya Ishida, que nos deja una profunda huella, amarga sin duda, y en el que no sé ustedes, pero yo encuentro deudor o nos recuerda al mismo tiempo al Bosco, a Hiroshige, a Solana, a Grotz, y a alguien tan descreído y pesimista como Kafka. Y su obrar resulta igual de contradictoria.
La enorme y trágica soledad del ser humano dentro de una sociedad superpoblada a la que por otra parte dedica sus mayores esfuerzos por mantener, dentro de esa brutal uniformidad, por dentro y por fuera. No encuentro casual esa típica vestimenta, habitual en Japón para todos aquellos que tienen un trabajo habitual como funcionarios, comerciales o similares.
Pasen y vean
Tremendo, ¿o no?