Hoy no te tenía pensado hablar de moral, un tema siempre tan abstracto, ni de eutanasia, pero ayer vi por televisión, como muchos de ustedes, el caso de Ángel Hernández y su esposa, María José Carrasco. Por si no lo vieron, ella padecía esclerosis múltiple desde hacía años y solicitaba al Estado poder morir dignamente. Ante la pasividad del estado, fue su marido quien la ayudó a morir.
Al intenso dolor de la muerte de la persona a la que quería, Ángel tiene que sumar el hecho de que pueda acabar en prisión por amar a su esposa y ayudarla a cumplir su decisión, la última decisión de su vida.
Enseguida apareció en Twitter el hashtag #Eutanasia, donde miles de personas se solidarizaban con el matrimonio y pedían que existieran leyes que ayudaran a personas en esa situación.
Pero no quiero hablar sobre esas leyes en concreto, por supuesto apoyo dicha petición de que cada persona tenga la libertad de decidir sobre su vida. Quiero hablar sobre los muchos comentarios carentes de empatía que criticaban a Ángel Hernández, el marido.
Y me vino a la cabeza la obsesión de los moralistas empeñados en decidir sobre vidas que no son la suya. Con el hartazgo de la influencia de la falsa moral católica me dispuse a escribir este artículo.
Y quiero ser muy claro; dejen de decir a los demás lo que hacer con sus cuerpos. Dejen de criminalizar a gays, lesbianas, trans…
Cada persona tiene derecho a acostarse con quien le dé la gana. No es una enfermedad, no necesita ninguna cura y no es de su incumbencia. Tengo derecho a dejar tocar mi cuerpo por quien a mí me apetezca, pero a lo que no tengo derecho es a tocar el cuerpo de niños y niñas como hacen en millares de casos los prescriptores de la falsa moral.
Dejen de decir si las mujeres pueden, deben o tienen que abortar. Lo que ocurre dentro del cuerpo de las mujeres es solo asunto suyo y la opinión de los señores de sotana es irrelevante, innecesaria e inútil.
Dejen de disponer del cuerpo de las mujeres, ni para ser violados ni para ser tutelados. Cada mujer decide lo que quiere que ocurra en su cuerpo, eligiendo en libertad. Y no tengan la indecencia de decirse preocupados por los bebés, salvo que la preocupación sea dejar de percibir ingresos por robar a esos bebés para luego venderlos a familias ricas.
Y dejen de decir cuando el ser humano debe poner fin a su propia vida. Dejen de cuantificar el dolor o de intentar obligar a padecer a las personas. Hay enfermedades que son auténticas torturas, y ya no estamos en tiempos de la Santa Inquisición, ya no tienen ustedes derecho a torturar.
Ni mi vida les pertenece, ni mi muerte.
En algún momento tendremos que desprendernos como sociedad de unos valores impuestos, valores sin base científica y basados en los mandatos de quien habla en nombre de otro, al parecer todopoderoso pero que necesita mensajeros. En algún momento tendremos que empezar a usar el pensamiento crítico, dejar de ser guiados y tomar las riendas. La moral y los valores deben ser desarrollados en el seno de cada individuo, usando la razón, la lógica y la crítica, en vez del miedo, la imposición y el misticismo.
Si desde los 7 u 8 años mi padre dejó de decirme aquello de “porque lo digo yo“, ¿qué les hace pensar que con 38 años voy aceptar cosas porque lo dice Dios?
Quién no quiera abortar que no aborte.
Quien no se quiera acostar con personas de su propio sexo que no se acueste.
Y quien no quiera poner fin a su vida que no lo haga.
Nosotros no obligamos a nadie a hacer algo que no quiera hacer. ¿Por qué ustedes sí se creen con ese derecho? ¿Quién se lo otorga aparte de sus falsos libros y su imaginario amigo?
Saquen sus machistas garras de la sociedad y guarden su moral en sus templos exentos de impuestos.
¿Quieren proteger a los niños? Dejen de robarlos y violarlos.
¿Quieren curar la homosexualidad? Empiecen por curar la pederastia.
¿Quieren proteger la vida? Empiecen a dar sermones contra el terrorismo machista.
Y mientras no sean modelos de conducta, dejen de decidir qué es “el bien” y qué “el mal”.
Dejen el cinismo de decirnos qué debemos hacer mientras al que castigaba a los malvados le llamaron Diablo y al genocida que ahogó a toda la población le llamaron Dios.