A continuación sigue la segunda parte del artículo publicado la semana pasada, "La situación política del independentismo catalán". En el último párrafo de ese artículo se hacía referencia a la inestabilidad política existente en España, acusándose a los gobiernos y aventurando que la situación terminaría por producir un incremento en la beligerancia de las clases trabajadoras.
Unas clases obreras, después del shock financiero mundial y del austericidio forzado por la élite global responsable de aquel shock como remedio para el mismo, aún más desposeídas, precarizadas y hundidas las cuales deberían estar exigiendo en la calle ya, con la mayor decisión y la mayor de las fuerzas, la resolución democrática inmediata – es decir, vía votación pactada y vinculante – del “problema catalán”. Pues, al fin y al cabo, van a ser ellas las que van a acabar pagando la factura, tanto a nivel económico, como a nivel político (aumento del fascismo, jamás desterrado de nuestras calles, y de los órganos de poder, pérdida de libertades y derechos civiles por persecución y legislación opresora), como a nivel social (desaparición del ascensor, fronteras entre los grupos sociales, etc.).
Una clase trabajadora que, en Cataluña, al ser solamente la independencia (tal y como la represión y la negativa a negociar por parte del estado español confirman) la opción política más factible para el cambio del régimen estructural o económico -y, de su mano, del régimen superestructural o político, social e ideológico- que es necesario para la mejora de sus condiciones totales de vida, un proletariado catalán, decía, que debería estar ya luchando y sangrando en la primera línea de la batalla por la independencia de Cataluña actualmente en curso, junto a la clase pequeñoburguesa (indecisa, sometida al capital y, por tanto, impotente en última instancia) que la está liderando.
Pero no lo está, pues tal y como también sucede en España, las clases asalariadas y humildes catalanas no tienen ningún partido político que represente sus intereses y sea su voz, su voluntad y su actuar en nuestra sociedad. Y mucho más importante: un partido que sea el guía que las dote de conciencia política. Una conciencia la cual, una vez plantada en el vergel del alma humilde, florece como movilización de clase y como pasión o impulso de acción política en cada uno de sus miembros, llevándola así, en volandas, hacia la victoria.
La renuncia de las CUP, decidido por su consejo político el pasado 10 de marzo, a presentarse a las elecciones generales, a pesar de:
- La excepcionalidad de la coyuntura política nacional española vigente (zozobrante y, en consecuencia, susceptible de cualquier tipo de cambio en ella -incluso, el estructural o de régimen-;
- El contexto represivo, de violencia institucional, policial y judicial ejercido sobre la población civil y política catalana por parte del estado español (furioso, frustrado, cuestionado y, por tanto, débil);
- La situación de oportunidad política estridente y rampante que debería haber empujado a la decisión organizativa contraria,
esta decisión, decíamos, constituye un ejemplo paradigmático de lo negativo que la carencia de un partido de los trabajadores para las clases asalariadas resulta. Pues, en virtud de decisiones como la anterior, las CUP han mostrado – no lo olvidemos: es en la acción donde se revela la verdad política suprema – su oculta pero sincera naturaleza de clase pequeñoburguesa y conservadora, así como, a nivel político, un mero carácter oportunista o reformista, muy al contrario de sus publicitados socialismo y anticapitalismo revolucionarios.
Porque la cobardía y el colaboracionismo respecto el statu quo implícitos en dicho “no” electoral son el único discurso que las CUP han trasladado a los votantes que, efectivamente, las necesitaba y las anhelaba. Unos votantes, una entera clase asalariada que creía haber visto en dicha organización política a su partido, a la organización que conseguiría devolverles el orgullo de clase y, desde ahí, que iba a conseguir su movilización, que iba a dotarlas del espíritu de combate que sentía que le faltaba y, finalmente, que iba a guiarla a la victoria política y social.
Infantilismo izquierdista e infantilismo revolucionario, estos son los únicos motivos de aquella negativa dada por un partido supuestamente revolucionario a su grupo social, a las clases asalariadas y humildes. Una traición nacida de un infantilismo que no consiste en otra cosa que, por un lado -nivel ideológico-, un necio hiperizquierdismo militante, un creerse más papistas que el papa como progresistas (un hiperizquierdismo que acaba por deformar tanto la organización y sus cuadros dirigentes como la percepción que va a poseer la clase social respecto a los mismos); y por el otro lado -nivel práctico-, un estéril hiperrevolucionarismo o un vacío consistir, únicamente, en la “frase revolucionaria”, en el ser una simple caricatura de un partido y actividad auténticamente revolucionarios.
Una actividad revolucionaria fundamentada, guiada y desarrollada, siempre, en base a la observación, análisis y resolución materialistas de la coyuntura política existente. Un conocimiento político profundo culminado por unas acciones concretas de asalto que van desde la correcta actitud a adoptar, pasando por la consigna adecuada a gritar, hasta las acciones y las técnicas de lucha convenientes o pertinentes a ejecutar para dar forma concreta y rigurosamente revolucionaria (es decir, tratando de obtener la victoria de las clases sociales asalariadas) a la lucha social eterna que las clases humildes mantienen en contra de sus explotadores y opresores desde su nacimiento.
Una revolución y un partido revolucionario, tal y como fácilmente puede deducirse, que no coinciden ni podrán coincidir jamás con un “no” a la posibilidad de utilizar la tribuna del congreso de los diputados y del universo parlamentario españoles como arma política, como instrumento revolucionario; es decir, como maniobra de victoria.
A diferencia, por ejemplo, de los comités de defensa de la democracia (CDD‘S). Unos comités civiles, populares de combate o lucha políticos ya implantados en Cataluña y los cuales deberían ser trasladados a cada uno de los núcleos habitados (municipios) de la geografía española.
Pero ése es ya otro artículo.