Cae la mañana por la ventana, el despertador inicia su incesante griterío y uno se dispone a desperezarse. Sale de la cama, intenta refrescarse el cuerpo y la mente, y, sin previo aviso, cae en la cuenta de que ha olvidado todo lo que creía saber sobre la moral imperante en esta jauría de supervivientes que es la humanidad. O eso es lo que parece que piensan los adalides de lo políticamente correcto sobre el resto de mortales que no poseen la verdad absoluta e inequívoca, al contrario que ellos. La censura traspasa sus mentes frágiles y acomplejadas.
Al margen de lo irónico que resulta que conforme avanzan los tiempos y las épocas prosigamos nuestra lucha sobre el pensamiento crítico y forjemos con hierro la condescendencia, es curioso que tantos liberales y socialistas se dediquen a intentar troquelar a la sociedad con unos ideales puros y maniqueos. Y, en realidad, ojalá fuera únicamente esa su intención. Pretenden aleccionar y subirse a determinados pedestales a gritarnos que la cultura y el arte deben ser y acercarse a la ciudadanía como a ellos les plazca. Con pulcritud, insustancialidad y obediencia.
El feudo de la censura, esa actitud fáctica que siempre hemos asociado con la derecha más rancia, parece que ha sido capaz de internarse a hurtadillas sobre la ignorancia y simpleza de la izquierda. Esa izquierda que prefiere tapar las orejas de sus votantes, con el motivo de que no escuchen aquello para lo que creen que no estamos preparados, haciendo gala de una actitud oligárquica y egocéntrica que les coloca a una altura que no les corresponde. Resulta repulsivo la superioridad y condescendencia de éstos, que pretenden situarse un paso por delante de aquello que realmente nos define como sociedad, esto es, la cultura.
En estos tiempos de la constante liberación de nuestra (irrelevante) opinión, cada vez somos más dueños de nuestras palabras, y, por ende, de la hipocresía. Aquellos que criticaban la decisión de ciertos festivales de prescindir de artistas “progresistas”, hoy aplauden la censura hacia C. Tangana en Bilbao. Y viceversa. Ante esto, la pregunta es clara. ¿Cómo pueden ser tan estúpidos como para tratar a los que representan de una forma tan paternalista y repulsiva?
Siempre he defendido que los niños son eso, niños, que no idiotas. Por ello, tratar de hacerles entender con un tono simplista y condescendiente es, sobre todo, una falta de respeto. La sociedad debería querer engendrar futuras mentes pensantes que, con un razonamiento crítico y autosuficiente, puedan elegir con propiedad su moral, sus acciones y, por encima de todo, su educación y respeto. Por lo tanto, lo prioritario no es tapar los oídos, sino dejarlos bien abiertos para que aprendan a discernir. Porque el arte (por mucho que C. Tangana no sea de mi agrado) no pertenece a la ética de nadie, sino a un conjunto de emociones y sensaciones abstractas que, a veces, intentan mandar mensajes intencionados o no.
Pensar que tu hijo, de manera sistemática, por jugar a videojuegos de disparos, va a volverse un asesino andante, es tan estúpido como censurar frases machistas, fascistas o racistas en cualquier canción. Y es, precisamente, esta clase de actitud de censura la que repele a un gran sector de población que opine que la izquierda da demasiadas lecciones y sin embargo, genera poca pedagogía real.
Debemos acercar a los nuestros hacia la libertad de pensamiento y elección, es decir, educar a las personas en una organicidad que abra la mente de quien nos lea o escuche. Evitar el hermetismo imperante en lo políticamente correcto. Dejar de juzgar a la gente por su humor y sí por sus acciones. Enseñar que la comunicación no es tan sencilla como el emisor, el receptor y el mensaje, sino que existe un contexto que resulta imprescindible para alejarnos del maniqueísmo y de lo sencillo y acercarnos a la complejidad de lo que realmente vale la pena escuchar y aprender. En resumidas cuentas, debemos dejar de tratar a los demás como si fueran idiotas.
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