David Bowie: sobrevivir en la “estación” situada entre la tierra y el infierno
Es bastante complejo hablar sobre todo lo que David Bowie ha llegado a aportar a la música -y en menor medida al cine-, tanto en vida como después de conocer la muerte hace ya tres años. Recordemos que nos dejó días más tarde de haber publicado una joya del calibre de Blackstar, concretamente el 10 de enero de 2016.
Normalmente, la inmensa mayoría de artículos sobre el artista se suelen centrar en su época glam rock, en la que gestó obras como Hunky Dory (1971), Ziggy Stardust… (1972) o el ecléctico Aladdin Sane (1973); así como la posterior y experimental conocida como la “trilogía berlinesa”, compuesta por Low (1977), ‘Heroes’ (1978) y Lodger (1979). En esta ocasión no será así y nos sumergiremos en una etapa de su vida en la que une ambos períodos triunfales.
El artista británico siempre ha sido muy ambicioso en sus metas. Aún así, pocas veces ha tenido un escenario de cara para aprovechar de buenas a primeras la situación. Más bien ha sabido arriesgar y sobreponerse a batacazos varios, virando hacia el lado más artístico de la música y a lo que en cada momento le interesaba.
Solo así se entiende que en uno de sus mejores momentos, aunque ya agotado de tanto ajetreo, se desprendiese de sus músicos de acompañamiento. Las Spiders From Mars se llamaban. Los enterró durante la gira del icónico disco Aladdin Sane.
Tras este llegó un innecesario álbum de versiones, aunque resultó revitalizador para sí mismo. Es aquí cuando apenas un año más tarde aparece con Diamond Dogs (1974). No fue tan bien recibido como algunas entregas posteriores, pero deja entrever que Bowie cambiaría poco a poco su vertiente glam para abrazar el soul. Sí, mira fijamente hacia el rock de los Stones, pero el germen de Young Americans se veía venir por aquel entonces. ¿Recuerdan las composiciones “1984” o “Rock n’ Roll With Me?” Pues por ahí van los tiros.
Giro hacia el soul
Young Americans es el gran capricho de Bowie. Un regalo para sí mismo pero con un doble objetivo: hacer un homenaje a la música soul y funk, e intentar conquistar el mercado estadounidense. La idea de este trabajo ya le rondaba en la cabeza durante la gira del anterior álbum, de hecho, al finalizar la primera mitad de aquella, decidió hacer las primeras sesiones en Filadelfia (Estados Unidos), lo que le llevó también a darle un giro estilístico y musical a la segunda mitad del tour de Diamond Dogs.
Todo iba cogiendo forma a la vez que el británico se adentraba cada vez más en el ritmo de la vida que un músico en los Estados Unidos solía llevar por aquel entonces. Eso incluye ciertas adicciones que fueron empeorando el estado físico y mental de David, aunque a la hora de entrar en el estudio, para generar ideas y grabar, sus compañeros afirmaron que en esos momentos lo tenía todo bajo control.
Young Americans debería haber sido un álbum más homogéneo, pero ello se rompió cuando Bowie conoció a Lennon. Incomprensiblemente, decidió hacer una versión del “Across the Universe” de los Beatles, pero hubo una compensación capital. El artista trabajó codo con codo con su guitarrista Carlos Alomar y con el propio Lennon y, fruto de ello, apareció “Fame“, más en consonancia con el sonido y la temática del disco. Se eligió como segundo single y supuso ser el primer número uno de David en los Estados Unidos.
La etapa más fría de Bowie
El éxito de “Fame” y del propio álbum, aunque en contexto con toda la obra se queda unos escalones por debajo de lo mejor del artista, no acomodó al británico. Aún llevando unos años sumido en la vida decadente y demasiado frenética de los States, aprovechó para adoptar un papel en la gran pantalla para la película The Man Who Fell To Earth de Nicolas Roeg. A continuación preparó lo que sería su nuevo alter ego: El Gran Duque Blanco.
El estado psíquico de Bowie, mermado por sus adicciones, lleva al artista a interesarse por la numerología y el ocultismo. Con la estética de la película mencionada y un artista casi cadavérico, pero manteniendo la elegancia intacta, aparece en escena Station to Station (1976), un trabajo en el que hay rock, soul, funk, experimentación derivada del krautrock de los Neu!, Kraftwerk o Can, y una temática tan interesante como críptica y ambigua.
Su contacto con la realidad era leve, salvo cuando entraba en el estudio. Allí el músico ponía todos los sentidos. Sin embargo, su alter ego lo exprimía hasta las últimas consecuencias. Ese doble filo, perjudicial para su persona y extremadamente creativo desde el punto de vista musical, hizo que el disco ofreciese tantas virtudes como para estar hoy en día considerado como una de sus obras maestras dentro de su extenso catálogo.
La máquina sonora
Station to Station comienza con la canción homónima. Son algo más de diez minutos de experimentación, capas de sonidos, efectos y referencias al ya citado ocultismo, la numerología, la cábala judía, a la filosofía y al siempre misterioso Aleister Crowley. También se deslizan pistas sobre el futuro del artista a un posible regreso a Europa, y que verdaderamente sucedería en el futuro. “Golden Years” fue el primer sencillo y es un corte soul y funk algo repetitivo pero que funciona por su fluidez y melodía. Bowie la había escrito en un primer momento para Elvis, pero éste la rechazó.
Mientras tanto, “Word On A Wing” es una balada en la que Bowie desnuda su alma, abraza la espiritualidad y busca escapar del torbellino en el que se encuentra. Digamos que las tres primeras composiciones reflejan la situación personal que el artista sufría por aquel entonces. Lo que viene después es un rock ágil como “TVC15“, más experimentación vibrante en “Stay“, y un final que reserva para hacer su propia versión de “Wild is the Wind“, escrita por Ned Washington y Dimitri Tiomkin, que también acarició Nina Simone con respeto.
Reconstrucción vital
A pesar de las adversidades, David Bowie supo crear con Station to Station un nexo interesantísimo entre el soul, el funk y el rock ya mostrados tímidamente en Diamond Dogs, explotados hasta las últimas consecuencias en Young Americans; y la posterior etapa experimental empapada de impresionismo alemán conocida popularmente como la “trilogía berlinesa“. En esta última, además de triunfar con merecimiento, logra volver a poner los pies en la tierra, dejar de lado sus adicciones y cambiar su forma de vida.
Para eso, el citado Station to Station fue capital y, sobre todo, sanador, aunque Bowie reconoció que el personaje de El Gran Duque Blanco lo vació hasta la extenuación. De hecho, no recordaba cómo habían sido exactamente las grabaciones en dos de los estudios de Los Ángeles. Una curiosidad más, el título del álbum hace referencia a las doce estaciones del Viacrucis, aunque después se aceptaron dos más. Esto puede ser un indicativo del mundo en que David había tejido por aquel entonces.
Conclusión
Esta obra de 1976 es tal vez la más infravalorada de entre las más grandes de David Bowie. Quizá precisamente por el hecho de prestar atención a dos etapas bien definidas y antes comentadas. Ahora bien, por concepto, riesgo, exposición y sonido, Station to Station está a la altura de cualquiera de sus obras más conocidas, y eso con tan sólo 38 minutos de duración. Y no es algo descabellado pensarlo, puesto que muchos críticos afirmaron en su momento que el conjunto de características del mismo ofrecían al artista más interesante, elegante e intelectual de todos los alter ego creados por Bowie. Aún con todas sus consecuencias.
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