Triunfos futboleros privados, celebraciones patrióticas públicas
El pueblo es muy desconcertante. Ante una misma hazaña, la mayoría de las veces se muestra indiferente, y en contadas ocasiones se muestra escandalosamente eufórico.
El hecho es que, dependiendo de la actividad deportiva, unas victorias que acarrean títulos internacionales son festejadas hasta el paroxismo nacional, y otras, más meritorias por su escasa práctica, pasan desapercibidas para la inmensa mayoría, que incluso no le prestará atención en los boletines informativos de los medios de comunicación de masas.
Todos hemos asistido a la demostración de patriotismo cuando la selección española de fútbol ha ganado en los últimos tiempos campeonatos del mundo y de Europa. Las autoridades consienten la invasión del espacio público sin cortapisas, no en vano los celebrantes portan un salvoconducto rojigualdo que en ese momento es lo único exigido para importunar el tráfico o el descanso de la ciudadanía. Hace el mismo efecto que la indumentaria peregrina de aquellos jóvenes católicos que en 2011 se reunieron en Madrid, condición indispensable ese atuendo para ser beneficiario del inicuo destrozo de la lógica capitalista en cuestión de precios en transporte público (como un año antes también hicieron con los hinchas de los equipos que jugaron la final de la Champions). El contagio del desenfreno obnubila las mentes de quienes deben conservar la cabeza fría y se consienten situaciones que en otros momentos se tendrían por actos criminales con disolución por parte de las fuerzas gubernativas que monopolizan legalmente la violencia.
En los últimos meses, selecciones españolas de diversos deportes, femeninas y masculinas, han cosechado triunfos internacionales que no han merecido ni el más tímido desplegar de la más pequeña bandera de plástico. Todo el mundo ha seguido desarrollando su actividad ociosa sin inmutarse, no diría que indiferente ante el resultado, pero indispuesto a hacer el energúmeno por las calles patrias. Seguro que padres y hermanos de los triunfadores brindaron por la victoria, pero de ahí no pasaron las celebraciones populares, otra cosa sería el recibimiento por las autoridades representativas de la nación, que para eso ponen dinero a fondo perdido para fomentar el deporte.
Está muy bien que las autoridades reciban a los triunfadores esforzados de la ruta o de la cancha, pero también debería hacerlo con cualquier español que venza en un desafío internacional de cualquier índole. Se me preguntará, ¿acaso se sale en tropel a celebrar que un español ha ganado el mundial de magia, o el de peluquería? Claro que no, se representan a sí mismos, el ser español, como ser alemán o afgano, es en estos casos un accidente que no conlleva la representación del país.
En los deportes individuales, como en los colectivos, los deportistas representan a sus federaciones respectivas, que lógicamente han de tener su sede en algún país. Los campeonatos internacionales se referencian por países, pero cada federación nacional solo se representa a sí misma. Las asociaciones deportivas que se engloban en una misma federación deportiva nacional son empresas mercantiles privadas (excepción hecha de los dos clubes más poderosos de España, y otros dos beneficiados por la cobardía de Felipe González ante las posibles represalias de los mandamases del pan y circo), con lo que representan al país tanto como el taller de coches de la esquina. Los mecánicos del taller de la esquina podrían participar en campeonatos mundiales de destreza en el desempeño de sus funciones, y acudir enrollados en la bandera constitucional, pero no por ello representarían a la nación española. Incluso podrían tararear el himno oficial si vencieran, pero tampoco eso comportaría la representación de España.
Pero la inmensa mayoría de los españoles desconocen que las federaciones deportivas son organismos privados, creen que son organismos dependientes del ministerio del ramo. El único vínculo que mantienen con el Estado, a través del Consejo Superior de Deportes, es la Ley 10/1990, de 15 de octubre, que en su preámbulo habla de la mercantilización del espectáculo deportivo, de la utilidad pública y oficialidad de las federaciones deportivas, y, contradiciendo lo hasta aquí expuesto, de los deportistas que por sus especiales cualidades y dedicación representan a la nación española en las competiciones de carácter internacional, que posteriormente amplía en su articulado, de forma insincera según algunos juristas, la representatividad de España a todas las federaciones deportivas (recordemos que entidades privadas). Es decir, los legisladores reconocen que la práctica del deporte de alto nivel se ha convertido en una mera actividad mercantil, asignan la utilidad pública a las federaciones para que gocen de reducción de impuestos, para acabar declarando a los deportistas que tienen el privilegio de dedicarse exclusivamente a su actividad como representantes de la nación española.
Otro gallo cantaría si el legislador hubiera conocido que cualquier federación deportiva autonómica española está facultada, al menos en el papel, para solicitar su inclusión en torneos internacionales. Cabe imaginar que antes de redactar la Ley 10/1990 nuestros diputados se habrían leído, no digo estudiado, los estatutos de, pongamos por caso, la FIFA; es decir, que el legislador sí conocía con toda certeza que alguna federación autonómica podría dar ese paso, sin que necesariamente su respectivo gobierno autonómico se independizara del Reino de España. ¿Se imagina el lector una hipotética final mundial de de fútbol País Vasco-España?, ¿o de hockey sobre patines Cataluña-Madrid? Tal vez el temor a la sanción de los poderes estatales está pudiendo más que el deseo de algún gobierno autonómico.
Según estadísticas de PERFORM, Kantar Media Sport y TV Sports Market de 2013, el deporte más seguido por aficionados en España es el fútbol. Lo sitúa en un 64%, lo cual significa que al 36% de la población española le importa poco, por no decir nada, que la selección española gane cualquier competición internacional. Si vamos bajando en la lista de preferencias, entre los diez primeros más seguidos, el décimo tiene un porcentaje del once, es decir, al 89% restante de la población le da igual que un español gane en esa disciplina deportiva. Hace falta ser poco patriota para no desear la victoria de un representante de España en una competición deportiva. Pero no quiero dar ideas, no vaya a ser que incluyan en el código penal el delito de tibieza ante la victoria de una representación deportiva de España, con el agravante de la indiferencia.
He aquí el motivo de por qué unas veces se sale en tropel a las calles y otras pasan desapercibidos los triunfos. Los medios de manipulación de masas conocen el comportamiento del ciudadano medio, así que apostó por concentrarse en un espectáculo deportivo, ya que la dispersión conllevaría el riesgo de no conseguir el objetivo marcado del pan y circo, en estos tiempos poco pan y mucho circo. Un caso paradigmático sería el hockey sobre patines: tiene un palmarés asombroso de campeonatos mundiales y europeos, pero jamás se ha celebrado con expresiones callejeras de júbilo, y ni siquiera está entre los diez deportes más seguidos en España, según la estadística citada anteriormente; es para que todos los españoles estuviéramos pendientes de sus participaciones internacionales porque el triunfo de los representantes de España es altamente probable, pero la realidad es que nos enteramos de las victorias por casualidad. Está claro que los creadores de opinión ven que la cancha de este espectáculo es muy reducida, su desarrollo no registra imágenes impactantes como la del deporte rey, y su práctica es algo elitista. Nunca arrastraría a las masas, y por tanto no conseguirían su objetivo de adormecimiento de conciencias.
Pero los escasos triunfos de los trabajadores privilegiados de las sociedades privadas encuadradas en la Real Federación Española de Fútbol despiertan el orgullo patrio del 64% de la población española, que seguramente contagiará a otro porcentaje, que por pequeño que fuera, ya supondría una cantidad mayoritaria del pueblo español. La bandera monárquica, portada por hordas histéricas imbuidas de patriotismo, se lucirá por todos los rincones del suelo patrio; los cláxones de los coches dirigidos por conductores ebrios de alegría martillearán los tímpanos de los celebrantes; los cánticos variados, desde el popular “yo soy español…” al más interpretado en estas ocasiones, el pasodoble de origen belga “Viva España”, tenido en todo el orbe como el himno oficial de España, estropeará las gargantas enfervorecidas. La gente sale a celebrar la victoria en un espectáculo deportivo privado como si el país se jugara la honra. La pregunta que cabría hacerle a la inmensa mayoría de estos celebrantes es por qué no salen nunca a expresar públicamente su alegría de la misma manera en los triunfos del balonmano, cesta punta o patinaje artístico. Tal vez a más de uno le haría recapacitar y darse cuenta de lo absurdo de su celebración como patriota, cuando debería celebrarlo en la intimidad como aficionado a un espectáculo de índole privada.
Hablando de patriotismo deportivo, la pena para los fascistas españoles, de ganar la selección patria el Mundial de Rusia, es que la final se juegue en fecha tan cercana al 18 de julio, aunque harían lo imposible para alargar el jolgorio hasta ese día, con la aquiescencia de quienes deberían evitarlo. Pero esto es suposición. Lo real es que las fábricas chinas de banderas harán su agosto en julio con la bandera monárquica, cuando en realidad los aficionados deberían portar el banderín de la RFEF, que es quien se presenta libremente a esa competición privada y pagará las primas desorbitadas a sus jugadores profesionales.
Más patriota sería celebrar el triunfo español, que lleva años haciéndose esperar, en el casposo Festival de la Canción de Eurovisión, que al menos representa a un ente de titularidad estatal, aunque sea la manipuladora Radio Televisión Española.