Nación, coartada y cosmética
De golpe, el sentimiento nacional ha devenido una fe en sí mismo liberado de la tutela de los valores de la civilización,
de la razón y de la moral. Albert Schweitzer, Psychopathologie du Nationalisme.
“Aunque no hubiese nada que ver miraba el blanco azulado de la estepa. Cómo me gustaría estar en casa ahora”. Canta un coro de voces rusas mientras amanece en la gare de Marseille Saint Charles y el trabajador de una subcontrata ferroviaria me explica su plan: el invierno lo pasará por aquí con sus mil euros pelados al mes, en mayo se irá a Noruega a trabajar vendiendo salmón los meses de verano, donde gana para ahorrar aunque la cerveza cueste diez euros. Evoca esta cotidianidad las voces de la Internacional, ideal consecuencia de la razón movilizada y la consciencia universal, el género humano. Pero eso convence poco ahora.
Se hunde la población en las escaseces de los salarios de supervivencia, testimonio objetivo de que la Unión Soviética nos interesaba, en un sentido puramente material, a los trabajadores. Lo que ha cambiado en estos 30 años no es que haya menos asalariados, sino que hay muchos más precarios. Y sucede que cuando los ideales humanistas y universales han fracasado emerge incontestable como último ideal, como última propuesta de colectividad, el ideal nacional. Svetlana Alexievich recoge en sus libros el testigo de cómo la caída de la URSS tuvo como primera consecuencia la irrupción de los conflictos identitarios entre los que hasta entonces habían sido todos soviéticos por igual.
Poco se puede hacer desde la nación contra las dinámicas económicas, la evolución climática o el terrorismo. Se requieren gobiernos supranacionales, ámbitos legales homogéneos amplios, el ideal nacional es solo una coartada de dominación local y cosmética para presumidos. Sin embargo va desapareciendo la lógica que dio pie a consignas como guerra entre clases y paz entre pueblos, vamos desapareciéndonos nosotros como clase obrera organizada y la voluntad de hacer menos pobres a los pobres.
La moda de las banderas en los balcones entró en España por Cataluña y ahora cruzando Logroño o Sevilla, Madrid o Valencia, se ven las telas decorando ventanas y balcones. No, no creo que el PP se equivocase, se ha llevado el debate a las coordenadas que le son favorables: la nación sacralizada e incriticable, una idealización apasionada y sentimental, dogmática, a la manera convergente. El ideal nacional también tiene límites internos, la cantante Marta Sánchez se pone sensible con una letra al himno español, pero tributa en Miami porque posiblemente le importe bien poco que los niños españoles tengan buenos colegios y los abuelos buenas pensiones. Aunque es obvio, no hay que dejar de señalarlo para oponerse a la buscada agitación de las masas.
El nacionalismo, dijo Albert Schweitzer, es la hipertrofia del sentimiento de pertenencia a un territorio. Ideas delirantes de grandeza y persecución, afición al drama. Asistimos perplejos los militantes de perfil clásico al espectáculo terrible de constatar como la razón crítica naufraga ante la inteligencia manipuladora.
Y sin embargo donde crece el peligro se inventan las alternativas, entrando en tren a Alicante se puede leer “todo el mundo es mi lugar” se alza la dialéctica y emergen fuerzas creativas aplicadas en transformar la realidad que, como en la canción del cosaco, miran aunque no haya nada que ver.