Abrí los ojos y la luz me cegó. Inconscientemente me llevé las manos a la cara. La luz era demasiado brillante, demasiado poderosa. Abrí los ojos y no pude hacer más que taparme la visión. La luz me quemaba. Me quedaría ciego en cualquier momento si mantenía los ojos abiertos pero no podía volver a cerrarlos. Nunca más los cerraría.
Me había costado años abrirlos. La mayoría de gente no llega a abrirlos en toda su vida. Nacen, crecen y mueren sin haber visto la luz. Pasan sus vidas felizmente, se centran en sus propias vivencias, en sus familias, en sus proyectos, en sus quehaceres diarios. La ignorancia no les permite abrir los ojos y ver la luz.
Pero, ¿es una ignorancia desconocida por ellos? ¿O conocen bien su propia ignorancia y prefieren vivir así sus vidas? Ceden ante la ignorancia para evitar lo que el conocimiento les proporcionaría: sabiduría. Y la sabiduría es una traidora despiadada. Yo la vi y me cegó. Yo abrí los ojos y la luz me quemó. Aparté un poco mis manos para observar mejor. Vi la luz. Era hermosa. Era magnífica. Poco a poco seguí apartando mis manos de mi cara y paulatinamente se presentó ante mí un mundo nuevo, una vida nueva.
Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la luz. A mi alrededor arena. Me vi plantado encima de un enorme desierto de arena. En él, centenares de miles de personas con los ojos cerrados vagaban sin rumbo arriba y abajo. Sonreían felices. Empecé a escuchar unos llantos que provenían de mi izquierda, un anciano sentado en la arena con la cabeza y los hombros bajos lloraba de sufrimiento. Los sonidos que emitía eran aullidos de un dolor inclasificable. La gente que pasaba por delante ni siquiera giraba la cabeza. Seguían su camino con una amplia sonrisa en la boca.
Todavía deslumbrado y un poco desorientado me acerqué a él. Me agaché y le miré a los ojos, los tenía rojos de tanto llorar.
—”¿Qué es lo que le ocurre señor?“—dije.
El hombre detuvo su llanto. Levantó la cabeza y me miró con una expresión de terror en su cara.
—”Abrí los ojos como tú hace décadas. Lo hice demasiado pronto. Demasiado pronto… Muchos no han logrado sobrevivir a la luz. Los cuerpos de los que alguna vez vieron y abrumados decidieron quitarse la vida están por todas partes en este desierto maldito. Por todas partes“.
El hombre se repetía en su discurso, un discurso propio de un enfermo mental. Me asustó, pero por alguna extraña razón seguí escuchándole.
—”Ellos nunca abrirán los ojos. ¿Y sabes por qué? Porque en el fondo les da miedo. No pueden ver, pero perciben que algo está mal. Lo pueden intuir. Hacen ver que así son más felices pero no es cierto. Viven con el miedo en el cuerpo. Viven con el miedo de despertar y no saber cómo gestionarlo. De hecho, ninguno ha podido. La luz es demasiado fuerte, demasiado cegadora. Y lo que tú ves ahora no es nada. Espera a llevar con los ojos abiertos un año, dos, cinco, cincuenta. Nadie puede soportarlo. Yo vivo con los ojos abiertos rodeado de ojos que no ven ni quieren ver. Vivo con la angustia de saber, de conocer la verdad. Eso no me ha hecho más feliz. Me ha hecho un desgraciado. Hay demasiadas cosas ahí fuera, demasiadas cosas…“.
El hombre hizo una pausa. Sacó un pañuelo de su bolsillo derecho del pantalón y se limpió la mezcla de lágrimas y mocos que le recorría toda la cara. Al cabo de unos segundos prosiguió:
—“Toda esta gente cree que sabe la verdad. Unos más que otros, pero lo creen. Creen que les mantienen informados de todo. Creen que saben lo que está ocurriendo delante de sus propias narices y sin embargo les han contado todo menos la verdad. No distinguen entre blanco y negro, muchas veces incluso creen que blanco es negro y al revés. ¿Ves aquella pila de allá?“.
El anciano señaló una enorme pila de libros que yacía a lo lejos.
—”Nadie los quiere. A nadie le interesan. Olvidados y a veces incluso repudiados, allí perecerán las páginas de la sabiduría eterna, irán deshaciéndose con los años hasta que desaparezcan. Y ¿sabes qué? Que nosotros estaremos obligados a verlo porque ya no podemos cerrar los ojos. Ellos vivirán y morirán felices, cada uno dentro de sus posibilidades. Verán los programas que más entretenidos los tengan, votarán a aquellos miserables que mejor les caigan. Seguirán con el mismo sistema que nos llevará al fin a la auto-destrucción. Y no sufrirán, porque no lo verán. Si alguno de ellos intuye algo, se esforzará más en distraerse y perderse en la ignorancia para siempre. Muchos no saben ni sabrán, otros no quieren saber. Yo he visto más allá del desierto, lo he visto con mis propios ojos. Y por mucho que quiera ir a ese lugar no puedo. No puedo ir solo. Tenemos que ir todos juntos, salir de este maldito desierto. Pero ellos no nos dejarán… No nos dejarán… Ellos no quieren ir porque ni siquiera conocen su existencia. Nunca la conocerán“.
Detrás nuestro se había formado un grupo de gente que, expectante, escuchaban las palabras de un predicador. Un poco más atrás, un grupo de niños gritaban y reían mientras correteaban por la arena. El resto de la gente iba y venía. El anciano se agazapó y poniendo su cabeza entre sus piernas encogidas rompió a llorar de nuevo.
Pasaron los días y la luz me seguía cegando. Me hacía daño. No quería acabar como aquél hombre anciano, desvariando aterrorizado después de tanto tiempo con los ojos abiertos. Me arrancaría los glóbulos oculares con mis propias manos si pudiera, si tan sólo supiera que todo volvería a ser como antes. Pero sabía que no era así. Cuando ves la luz jamás regresas a la oscuridad. Nunca regresas. Nunca…
Abrí los ojos y la luz me cegó.