La familia Koch sobrevivía en una pequeña casita de madera en lo alto de los alpes bávaros alemanes. Tenían un pequeño grupo de ganado formado por vacas y ovejas. Los hijos se habían marchado hacía unos años a la capital a estudiar y trabajar. Los padres, el señor y la señora Koch, se habían quedado solos con sus animales y con las hermosas vistas que desde su casa tenían de toda la montaña.
Desde hacía un tiempo conseguían ingresos a través del alquiler de las habitaciones de los chicos. Alquileres vacacionales los llamaban. Los señores Koch se ocupaban de todo, los huéspedes disfrutaban de unas condiciones incluso mejores que las que tendrían en cualquier hotel u hostal. Vivir en una cabaña de madera en plena montaña y despertarse con un buen desayuno preparado en la mesa… No se podía pedir más.
La cabaña era pequeña pero tenía dos plantas. Abajo, el salón comedor de unos quince metros cuadrados. Junto al salón una cocina de unos nueve. En la parte de arriba tres habitaciones y un baño completo pequeño, de unos tres metros cuadrados. A unos metros de la casa tenían el establo con los animales. De ellos sacaban leche, quesos y carne. También lana y cuero. Un pequeño huerto completaba el lugar de los Koch. No acostumbraban a bajar al pueblo muy a menudo. Eran personas muy amables con sus huéspedes, pero bastante ariscos con el resto de la gente.
El último huésped llegaba ese mismo día desde Múnich. Era un eclesiástico que había decidido pasar las santas navidades en un lugar lejos del bullicio de la ciudad. Daba misa en una pequeña iglesia católica al norte de Múnich. Se llamaba Neumann. Llegó el día 18 de diciembre al pueblo y el mismo señor Koch se ocupó de ir a buscarlo en su vieja camioneta para llevarlo a casa.
Llegaron pronto, sobre las diez de la mañana. La señora Koch les tenía preparado un desayuno a base de leche y queso de cabra, con algo de pan que el señor Koch había conseguido en el pueblo, y un poco de tocino que prepararon frito con abundante aceite. En casa de los Koch no había cerdo, y de vez en cuando traían del pueblo para paladearlo con sumo gusto. Se proveían de cerdo para un tiempo y lo salaban, o lo dejaban secar para tener para semanas o incluso meses.
El señor Neumann se instaló en su pequeña habitación. Tenía una cama y una mesita de noche con un par de cajones. Un pequeño armario al lado de la puerta le servía para guardar la poca ropa que había traído. La habitación tenía una pequeña ventana desde la cual disfrutaba de unas vistas de ensueño.
El señor Neumann se levantaba pronto, sobre las cinco de la mañana. Salía a dar un paseo por los prados verdes y sobre las siete regresaba para desayunar. Los Koch ya le tenían la comida preparada. Era un hombre muy agradable. No le gustaba hablar, pasaba en silencio la mayor parte del tiempo. Cuando no estaba en la cabaña disfrutando de la compañía de la pareja salía a pasear por el monte, en silencio, o cogía su biblia y se perdía en ella durante horas. Realmente se había cogido unas pequeñas vacaciones para desconectar de todo lo que habitualmente le rodeaba.
Solía dar la misa además de hacer bautizos y comuniones a niños de varias edades. Le gustaban mucho los niños. Eran su pasión. Esas mentes inocentes, privadas de todo pecado… Eran su perdición. Mentes limpias, espíritus ingenuos, cuerpos vírgenes… Le parecían las criaturas más mágicas sobre la faz de la tierra. Después de su devoción por Dios, los niños eran lo más preciado por él. Un hombre de fe, un hombre de ley.
Paseaba arriba y abajo con su biblia en la mano. A veces dejaba la biblia y cogía su rosario. Y también pasaba largas horas con él en la mano. Rezando. La pareja Koch habían mandado a sus dos hijos a un colegio religioso y sabían muy bien lo que se cocía en ellos. Ese fervor religioso, esa pasión por Dios. Esa disciplina que tanto necesitaban los jóvenes, o eso se decía…
Ellos eran católicos aunque no iban a misa. En algo había que creer, así lo veían ellos. El hecho de tener un cura hospedándose en su casa era algo nuevo, era el primero aunque después de tan agradable experiencia seguramente no sería el último.
Pasaron los días y se acercaba la Nochebuena. El señor Neumann se había interesado por conocer el menú del día 25. Pero los anfitriones querían que fuera una sorpresa. Así que no le desvelaron el secreto. Por más que insistiera ellos no abrían la boca.
-“No sea impaciente señor Neumann”—le repetía la señora Koch una y otra vez con una sonrisa en los labios. “Estoy segura de que le gustará la comida que le tenemos preparada”. Hasta ahora había comido muy bien. Todo lo que le preparaban era riquísimo para el señor Neumann. Era un hombre de buen comer, sus kilos de más lo delataban.
La señora Koch hacía unos guisos con carne de cabra absolutamente maravillosos. Y los quesos eran los mejores que había probado en su vida. Así como todo lo que traían del pueblo. No escatimaban en recursos. Cuando terminaba un plato, los señores Koch le ofrecían repetir, y antes que el cura pudiera contestar ya le habían plantado otro plato lleno delante de sus narices, a lo cual no podía negarse. Estaba todo tan bueno… Realmente parecía que querían cebarlo más todavía.
Llegó el día 24 por la noche. Para cenar, uno de esos guisos con cabra hicieron las delicias del huésped. Acompañado siempre de un buen queso y pan. Seguían guardando como oro en paño la sorpresa de la comida del día siguiente. Era el cumpleaños de nuestro señor y todo esfuerzo era poco. El señor Neumann aguardaba con ansia que llegara la gran sorpresa del día de Navidad. No podía imaginar qué tipo de manjar podía superar todo aquello de lo que llevaba días disfrutando. Era como estar en el paraíso.
Y el tan anhelado día llegó. Los señores Koch ordenaron al cura que se fuera a dar un paseo para así darles tiempo a preparar la comida y que fuera una verdadera sorpresa. Así lo hizo. Después de tomar un desayuno incluso más generoso de lo habitual salió al campo como solía hacer y no volvió hasta unas cuantas horas más tarde. Tuvo tiempo de meditar, rezar con el rosario y leer unos pasajes de la biblia. El lugar era espectacular. Vastas praderas alrededor, mirara donde mirara todo era de un color verde vivo, había hierbas y montañas, pájaros y animales variopintos por doquier. Un cielo de un azul claro precioso cubría su cabeza y no se veía ni una sola nube.
Habían pasado unas horas y ya no podía aguantar más. El hambre y la curiosidad pudieron con el clérigo. Así que regresó un poco antes del tiempo acordado. Entró en la casa y no había nadie. Pensó que el matrimonio estaría en la cocina. Al entrar en ella se sorprendió, pues la cocina estaba limpia, no había señal alguna de que alguien hubiera estado cocinando toda la mañana. Se extrañó. Quizás había habido algún inconveniente a última hora y habían tenido que cambiar el menú.
Tal vez habían tenido que salir para el pueblo con prisa. El señor Neumann miró por la ventana y vio la camioneta aparcada en su sitio. No, eso no podía ser. Subió al piso de arriba y tampoco había nadie. “Bueno”, pensó, “esperaré en mi habitación a que regresen”. Al cabo de unos minutos apareció por la puerta de la habitación el señor Koch, animando al señor Neumann a que bajara.
Iban a realizar la matanza del cerdo. La comida iba a ser espectacular. El matrimonio Koch se había hecho con una pieza única. A los Koch les apasionaba cocinar. Disfrutaban de cada pequeño detalle. Ellos se lo tomaban como si de un ritual se tratara. De hecho, una matanza es casi como un ritual. La pieza era grande, pesaba muchos kilos. No era la primera vez que lo hacían, habían matado muchos cerdos con anterioridad. Es un proceso lento si se quería hacer bien.
La primera parte es el engorde, por supuesto. El animal tiene que tener una dieta selecta para poder llegar a la cantidad de kilos que se precisarán. Con un cerdo que no se haya cebado bien no se puede hacer una matanza. El animal debe salir alguna vez al día de la porquera para darse un paseo por la finca. No es bueno tenerlo encerrado veinticuatro horas al día. Cuando por fin llega el día es necesario coger fuerzas con un buen desayuno.
En el patio delantero al lado del establo tenían preparada una mesa donde culminarían el procedimiento. Los señores Koch ataron al animal con una cuerda para que les fuera más fácil el poder manejarlo. Le atravesaron la mandíbula inferior con un gancho de hierro y lo arrastraron hasta el lugar. La señora Koch había dejado en el suelo un gran cubo de madera con una cuchara que les serviría para recoger la sangre del animal para más adelante poder hacer diferentes tipos de embutidos. La cuchara era vital para remover la sangre y así evitar que cuajara.
Al tener el animal en el sitio adecuado, el señor Koch procedió a coger el arma afilada con la mano derecha mientras con la izquierda aguantaba la cabeza del animal para que no se moviera. Cogió aire y acompañando el movimiento del brazo con un grito desgarrador clavó el punzón en el cuello del cerdo que empezó a chillar y a chillar como un condenado mientras pataleaba sin cesar intentando escapar de un final ya inevitable. La señora Koch acercó el cubo hasta el río de sangre que caía a borbotones del cuello de la pieza. Iba dando vueltas con la cuchara. Sangre y más sangre.
El animal chillaba como un loco e intentaba deshacerse de las cuerdas que lo oprimían. En un último aliento, y sin que el matrimonio lo viera venir, el cerdo se soltó las cuerdas y salió corriendo unos metros, chillando, agonizando de dolor. Los Koch fueron detrás. Al animal le terminaron fallando las piernas y se desplomó en el suelo justo al lado de la camioneta familiar. Los Koch se acercaron y vieron que ya no respiraba. Había dejado de chillar. Había muerto.
El señor Koch fue a buscar un soplete de gas con el que hacer el socarrado. Tenía que eliminar los pelos de la piel del cerdo para posteriormente raspar los restos de pelos chamuscados y dejar la superficie lisa. Una vez hecho esto, procedieron a abrir el animal y sacarle sus vísceras. La señora Koch las reservó para su posterior limpieza. Ya lo haría por la tarde, no corría prisa. Ahora lo importante era preparar una buena comida navideña con la carne fresca que tenían delante.
Despiezaron el animal con un par de cuchillos enormes y bien afilados. La piel era dura, la carne también, pero con sus cuchillos trazaban unos cortes perfectos y rápidos, cortaban la carne como si de mantequilla se tratara. Parecían dos artistas pintando un cuadro. Tenían las manos ensangrentadas, las ropas sucias. El cochino les había dejado la entrada de la casa hecha un desastre. No importaba, ahora tenían hambre.
Tras el despiece entraron dentro de la casa. La señora Koch preparó el horno para meter dentro un buen trozo del animal. Con ese espécimen tendrían comida para mucho tiempo. Era maravilloso. Con los huesos la señora Koch a buen seguro haría un delicioso caldo. Luego los moliría y esparciría en la comida del ganado. Tienen muchos nutrientes.
Metieron la bandeja en el horno con su trozo de carne y su guarnición y se sentaron unos instantes, baldados después de haber hecho un esfuerzo tan grande. Se miraron orgullosos y se sonrieron. El horno estaba a 180 grados y desprendía un calor que contrastaba con la temperatura del resto de la casa. Pasados unos minutos, el señor Koch se levantó de su silla y se dirigió a su mujer:
— “Hace frío, amor. Iré a por las cosas del señor Neumann y las echaré en la chimenea”.
— “Mira cariño, mira como arde dentro del horno. ¿Crees que estará ardiendo en el infierno?”, respondió la mujer.
El señor Koch se agachó levemente mientras ponía la mano derecha en el hombro de su mujer y con una gran sonrisa le contestó:
— “Seguro que sí querida, junto a otros cerdos pederastas como él”.