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La izquierda necesaria, la verdad y la revolución

A día de hoy, febrero de 2019, el pueblo español en general y, en particular, todos y cada uno de sus representantes políticos verdaderamente demócratas, deberían estar dando las gracias a la vergonzosa involución a la que las decisiones tomadas por parte del PSOE y del PP durante los últimos 10 años han condenado a nuestro país.

Pues gracias a la infame supresión de varios de nuestros conquistados derechos y libertades civiles (ley mordaza), a la impúdica destrucción de nuestro luchado estado del bienestar (recortes), y al atroz sufrimiento laboral y económico (reforma laboral) infligidos por ellos a la sociedad española, los diversos poderes que articulan nuestro estado han repartido, en una insospechadamente generosísima dádiva, verdad social, institucional y política por toda nuestra geografía. Y España, así obsequiada, ha abierto los ojos.

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Tras más de 80 años (desde 1939) de servidumbre bajo el yugo de un régimen criminal y genocida, erigido sobre la sangre y el dolor de la mayoría popular; después de más de 80 años de extorsión y chantaje económicos y, fruto de ello, de penuria y de castigo a esa mayoría popular a manos de una clase dominante de carácter terrateniente, nacionalmonárquica y capitalista.

En definitiva: tras más de 80 años de ininterrumpida dictadura franquista, gracias a la desfachatez y a la soberbia con la que ha campeado en nuestra tierra dicha clase durante las últimas cuatro décadas, se ha revelado en toda su impudicia la verdadera naturaleza rapaz y ultrareaccionaria del poder que domina nuestro país.

Un poder no democrático que radica en el estado profundo fascista y monárquico, el cual disfrazado de democracia imperfecta, ahora sabemos que nos tiraniza a todos. Un poder prepotente y caduco contra el cual Nosotros, el Pueblo español, debemos alzarnos y al cual debemos enmendar únicamente mediante el derrocamiento de la entera corte y de la vieja autarquía borbónica, ya que solo así podremos llegar, muy pronto, a ser auténticamente demócratas y soberanos, auténticamente libres.

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Una vez planteada sin afeites la situación política a la que nos enfrentamos como legítima mayoría poseedora de la soberanía nacional, y al mismo tiempo, una vez señalado el objetivo último que debe guiarnos en nuestras acciones, solo nos queda por señalar el método para su consecución.

Y este camino supone un recorrido que solo puede consistir en la toma del poder y, mediante su posesión, en la redefinición y reedificación de nuestro país en conformidad con las necesidades y con las ambiciones de la mayoría. Este camino es la Revolución. Un proceso revolucionario el cual (desdramaticemos) no es otra cosa que el viraje político realizado por parte de una sociedad cualquiera, fundamentado en la toma del poder y su aseguramiento por parte de unas clases o grupo sociales, hasta el instante de dicho cambio de rumbo dominados, explotados y oprimidos.

En suma, unas clases o grupos sociales subalternos y, por consiguiente, no responsables de las decisiones y de los actos que habían estado modelando aquella realidad a la que nos referimos. Una mayoría social, simplemente, no histórica hasta el instante de la toma del poder, hasta el instante de su entrada en la historia en tanto protagonista de su propio devenir o ser.

Porque hacer la revolución no es ninguna acción heroica fuera de nuestro alcance. Hacer la revolución no es otra cosa que saber la verdad y, aunque duela y nos hiera, amarla, aprender de ella y, comprometiéndonos con la realidad que esa verdad nos revela, lanzarnos a la batalla por la libertad para nuestra clase (hasta ahora, olvidada) y para nuestro país.

Y ese fuego, el de la hoguera revolucionaria, está hoy ya encendido. Nuestra hasta ayer “ejemplar, consolidada y que nos dimos entre todos” democracia minúscula (y, obviamente, la España también minúscula a la que aquella alumbraba) se ha revelado, con el transcurrir del tiempo desde 1978, como una simple y mentirosa prórroga de la dictadura franquista.

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Una inesperada segunda parte del infierno totalitario en el que crecieron nuestros padres, en la cual la totalidad de sus poderes o resortes (y sus respectivas cúpulas) interpretan una ficción teatral, hecha de confusión y de palabras vacías, en la que nada ocurre. Aparentemente, parece resultar exactamente al contrario: todo se habla y se dice; todo se publica y se televisa; todo pasa y sucede. Más, si logras acercarte lo suficiente, puedes ver como todo eso es falso, como todo eso es nada, como España es el sueño de una sombra.

Lejos, por detrás del ruido (y, de hecho, perfectamente oculto por éste y por el escenario montado precisamente para ocultarlo), el poder económico en manos de los amiguetes de la corte antes fascista y ahora monárquica, continúa robando -tal y como lleva haciendo durante más de 300 años- a la población y al tesoro público nacionales.

En virtud de la riqueza acumulada mediante este latrocinio y la red de intereses que el capital sustraído genera y concentra, esta delincuencial élite borbónica paga o soborna a los actores protagonistas, (las enteras casta política, burocrática e institucional de todos y cada uno de los diferentes niveles de gestión -local, autonómica o nacional-), de aquella previamente señalada ficción teatral.

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Un cartel, una ristra de meros empleados que se empeñan, mandato tras mandato, en que nada cambie y todo continúe en manos de quien paga. Para acabar, todos y cada uno de los miles de delitos que se cometen bajo el nombre de gestión pública y los cuales, debido al enorme tamaño de su volumen y de su número, terminan por devenir públicos, restan absolutamente impunes fruto de la complicidad (también prebendada o pagada) de los únicos mecanismos que, como en toda dictadura, garantizan el poder absoluto a los auténticos señores: la fuerza o violencia directa -cuerpos de seguridad del estado, servicio de inteligencia, policía política y ejército- y la fuerza o violencia indirecta -poder judicial y magistrados-.

He aquí la tragedia de esta nuestra España coronada nacida de la transición. Una España parlamentaria, pero no democrática; una España de represión y silencio; una España, en plena era tecnológica, en blanco y negro, más conveniente y profesionalmente puesta en colores, mentida, falseada e incluso negada, en virtud de la acción del último poder fáctico a incluir en nuestra descripción: el poder mediático madrileño o institucionalizado.

El ayudante vital en la actual era tecnológica, precisamente, debido a su capacidad de manipulación o falseamiento informativo. Un totalmente interesado y bien remunerado capataz infame que ha conseguido hacernos creer, al dictado del estado profundo borbónico y fascista, que Franco estaba muerto, que el robo y su impunidad eran inexistentes en la gestión de lo público, y que España era una democracia liberal, un estado de derecho y con plena separación de poderes.

Una vez asentado todo lo anterior y en tanto que componentes de una situación concreta la cual nos ha mostrado una coyuntura estructural como la fotografiada, cualquier partido y programa políticos, sean del color o del carácter que sean -conservador o reformista, nacionalista, socialdemócrata, liberal o ultraderechista-, deben ser considerados, necesariamente, también cómplices o en connivencia con la corrupta forma de ejercicio del poder existente.

Así pues, todas las posibilidades de elección que agotan la oferta o el espectro políticos nacionales -así como su propio principio, la elección representativa y sus legislados mecanismos en general-, deben ser desechados por cualquier votante sinceramente demócrata y consciente. Un ciudadano que se ve por tanto empujado, por la fuerza de los hechos, a volverse un abstencionista militante, un elector visceral o ciego, un votante en último término fácilmente manipulable (tal y como se desea).

Así constituida y confirmada la realidad política de nuestro país, solo un programa revolucionario o, lo que es lo mismo, solo un partido político por ideología -y, por tanto, por principios y naturaleza-, servirá para terminar con el actual sistema:

  • Derrocamiento de la monarquía Borbónica.
  • Supresión de su particular régimen de dominio criminal (basado en el amiguismo, el nepotismo y el soborno).
  • Destrucción del estado autárquico, fascista y nacionalcatólico profundo (el “estado dentro del estado” del que hablaba, hace ya décadas, el ministro de justicia socialista Belloch).
  • Conquista del poder para la clase reprimida, engañada y olvidada de la nación (es decir, dispuesto a la toma del poder para el proletariado español).

Solo un partido así puede ser identificado como la izquierda transformadora, progresista y, en último término, necesaria que hoy, desesperadamente, necesita España.

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Por consiguiente, solo pensando y actuando desde la atalaya del extremo, siendo descaradamente de izquierdas, mediante una decidida vuelta a los orígenes, es decir, en virtud de la recuperación de los principios marxistas-leninistas más universales, y solo mediante su utilización decidida y valiente, como herramienta para una radical y completa reelaboración de los idearios la necesaria izquierda va a poder sobrevivir a su crisis actual. Se requieren discursos, tácticas, estrategias y repertorio de maniobras de una izquierda por la que nuestra sociedad está en estos momentos clamando.

En la actualidad (algo en absoluto sorprendente en una dictadura ultraderechista y monárquica), está en marcha una operación de estado (del estado profundo fascista borbónico que mueve los hilos) la cual persigue:

  • La fragmentación minuciosa de las izquierdas nacionales.
  • Su intestino enfrentamiento.
  • Su residualización electoral.
  • Fomentar su total y efectiva destrucción por desapego, desconfianza y, en consecuencia, por un abandono efectuado, en última instancia, de sus propias bases.

En conclusión, la izquierda española necesaria, debe deshacerse de todos y cada uno de sus vigentes socialdemócratas e impotentemente reformistas pilares ideológicos, organizativos, metodológicos, prácticos, discursivos, propagandísticos e incluso personales (nombres).

Unos pilares que comprenden, a modo de ejemplo, el asamblearismo estéril o lúdico; la concepción del partido político a modo de “instrumento”, “herramienta” o “dispositivo técnico” para la victoria electoral; la segmentación rigurosa y el tratamiento empresarial de su “mercado”, “competencia”, “producto”, “catálogo”, “objetivos” y “cuenta de resultados”; y, finalmente, la obsesión por la imagen o las apariencias, el uso abusivo y estúpido de la demoscopia y del nepotismo a la hora de confeccionar sus proyectos.

La izquierda necesaria debe renunciar y destruir todo aquello que considera su propia esencia, su propia forma y su propio sentido porque, simplemente y sin rodeos, la izquierda necesaria que debe gobernar y que debe liberar España, no es ningún juego, ninguna herramienta, ninguna empresa, ningún anuncio publicitario ni, por supuesto, ninguna agencia de colocación.

La izquierda necesaria, el partido revolucionario o del proletariado solamente puede ser la voz y las manos de la clase a la que representa, de la clase a la que debe responder y de la clase por la cual, hasta más allá del límite de sus propias fuerzas, debe luchar hasta la victoria, hasta la conquista del poder.

Una clase que no es otra que la que aglutina a la mayoría social de este país.

Una clase que no posee otro futuro, otro destino que el de vencer y gobernar.

Una clase que hoy, consciente ya de que está en guerra con todos aquellos grupos sociales que la oprimen o que colaboran en su explotación, guiada por la verdad y por su partido, debe hacer la revolución.