Siempre imaginé que el averno cíngaro sería color canela, que los jinetes del apocalipsis romaní irían subidos sobre altos alazanes. Pero mi final iba a ser pagano. Sin cataclismo que interumpiera al agnóstico temeroso de fogones ocre y dorado.
Las vértebras de mi libreta plegarían para siempre la frase con la que apuñalaría al árbol de la ciencia. Y al árbol de la vida. La última disculpa que un fugitivo podría escribir.
Escribir era mi forma de hacer mi equipaje, de doblar mis pensamientos y colocarlos de tal forma que los pudiese llevar conmigo. Aquel cuaderno de hojas amarillentas y cuero verdinegro que Petrescu me había regalado por mi decimocuarto cumpleaños era ahora la maleta que debía prepararme antes de hospedarme definitivamente en el infierno color canela.
Tal vez no haya canela en el infierno color canela. Y como quería disfrutar de la ciudad y la libertad por última vez le pedí al camarero un tubo de tan apreciada especia para derretir en mi café y rociar sobre los pliegues de mi cuaderno. Y así con verde, amarillo y canela tenía la fotografía de la vida que dejaría atrás. La vida en el cuartel que me había dado mi decente adolescencia. Pues después de la muerte del coronel Petrescu nada me salvaría de ser capturado.
Aquella mañana ya había terminado de recorrer Cluj-Napoca y solamente me quedaba escoger el lugar en el que esperar. Era allí donde quería esperar, en el mejor café húngaro de la ciudad.
Este era el café, este era el café del que siempre hablaba el coronel Petrescu: sereno, lleno de trajes de lana que conversaban sin miedo, con rosas frescas en la entrada y cuadros de Mozart adornando las paredes.
Conocí al coronel Igor Petrescu uno de esos otoños pueriles y heridos a los que el viento arranca sus costras: hojas de envés fugaz y haz abombado que pretenden emigrar antes de la llegada del invierno.
Cabe destacar que yo era gitano y jardinero, huérfano sin importar y que todos los días el cuartel me necesitaba para la poesía de su entorno. Que jamás había rimado un jardín en asonante y que siempre me apartaba de los caminos transitados por los poetas de las botas y de sus pasos acompasados.
No tenía motivos para ser castigado y menos aún para que un militar de tan alto rango se dirigiese a mí: jade jadeante en su traje oficial y sombra de color vino en sus ojos, anaranjado en tez antigua, transformando a las arenas secas en suicidas que se precipitaban sobre los charcos.
Cuando se plantó ante mí, su presencia solamente me incitaba a jurar. A jurarle que si algo había turbio o deshecho era porque resultaba difícil vencer al otoño, y a cualquier estación: esa mezcla de tiempo y circunstancias que hacen del jardinero un ser prácticamente insignificante.
Igor Petrescu, al que solamente había visto a una distancia prudencial de una primavera, era esbelto y rudo, de manos y piernas largas como ramas. Un rostro mediterráneo y moreno que no solamente había alcanzado el poder, sino que lo había ridiculizado. Sus ojos eran negros, por lo menos hasta que agachabas la cabeza. Justo en ese momento podías vislumbrar los trazos castaños que te acompañaban en tu descenso. Tu visión quedaba de aquella manera perpendicular a sus labios. Labios que cerrados parecían la
imagen de un desierto con dos pirámides a lo lejos y que abiertos eran la entrada hacia una boca de muchos dientes separados, entre los que sin duda alguna Petrescu podía almacenar grano para todo el año.
Aquel día Petrescu me llevó a su barracón y aquel día fue el mismo día hasta que pasaron once meses. Once meses en los que él se encargó de mi educación y yo de la limpieza. Once meses en los que no volví a cuidar de un jardín.
-Empezaremos por las partes de la flor. Las muy jodidas tienen dos sexos -me dijo aquel día en el que me enseñaba ciencias naturales.
Aquella noche soñé que estaba de nuevo en el jardín, que tocaba los troncos y rozaba las hojas. Soñé que esta vez me pagaban por trabajar y que lanzaba monedas al aire para averiguar de qué lado caían mientras descansaba bajo la sombra de un abeto.
¿Por qué un abeto? ¿Había acaso antes abetos en el jardín? Y si antes no los había, ¿por qué solamente debía soñar con abetos?
Así la hice aparecer a ella a lo lejos. A ella, la única que me había amado y la única que lloró el día en que me llevaron al cuartel. Ella estaba allí: vestida de traje militar, mimetizada con los pelotones. Como si fuera una rosa de camuflaje.
Pero no debí haberla soñado tan bella después de un lustro; con su pelo rubio ensortijado y ojos verdes melosos a los que el otoño no desteñía.
Ella se acercaba a mí, creciendo a cada paso.
Antes de besarla moldeé su cuerpo. Senos necesitaba senos. Pues tendría ya ahora quince años. No la moldeaba a mi gusto, sino al del tiempo. Levadura, necesitaba levadura para hornearla con mi deseo.
El tronco del abeto se me clavaba bajo la espalda y sus caricias me tenían atrapado en la incomodidad. Era muy real. ¿Y si aquel era el mundo real?
De repente mi sangre sintió cómo dentro de mí brotaba un árbol. ¿Y si aquel era el mundo real? ¿Pueden nacer árboles del cuerpo del hombre enamorado?
Entonces sus manos que antes me acariciaban, ahora me querían arrancar aquel incómodo tallo.
La naturaleza se revolvió. Sentí un terremoto. Sentí hasta lluvia sobre mi espalda. Sentí un viento fuerte. Me desperté…Igor Petrescu siempre jadeaba.
Se me olvidaba que él solía ser el abeto tras mi espalda.
“Después de todo pensaba que si le clavaba un cuchillo solamente le saldría savia”.