Morir en el trabajo, el drama oculto de los accidentes laborales
En el año 2018 hubo un total de 652 accidentes de trabajo mortales, y se registraron más de 1.300.000 accidentes laborales: uno cada 152 horas. Estas cifras que, por sí solas, deberían ser motivo de un profundo análisis por parte de la sociedad y de las administraciones públicas, que debería formar parte esencial de la agenda política de los gobiernos, parece que son invisibles para la sociedad.
Están fuera del debate político, y solo quedan evidenciados cuando ya es demasiado tarde, cuando se debe lamentar la muerte de algún trabajador o trabajadora. Porque claro, los que mueren son trabajadores y trabajadoras. No son políticos, no son banqueros, no son importantes.
Hace unas semanas fue un trabajador de Glovo. Hace unos meses, un trabajador en la SEAT. Hace unos días, un menor que trabajaba en el campo. Hace unas horas, alguien cercano a una amiga…
Pero sigue pareciendo que se trata de un problema invisible, una consecuencia misma del trabajo y, por tanto, algo que no tiene remedio: si trabajas puedes tener un accidente más o menos grave, incluso mortal.
Estos lamentables sucesos demuestran que no podemos bajar la guardia, que debemos seguir avanzando en los derechos en el ámbito laboral, para asegurar que nadie más pierda la vida donde se supone que debe ganarse, dignamente, la vida.
Y es que parece que nuestro sistema socioeconómico ha borrado la idea del accidente de trabajo de su conciencia, y por eso invisibiliza la necesidad de seguridad y salud laboral en el trabajo. Ese sistema socioeconómico, que ahora se basa en el capitalismo más feroz y deshumanizado, se ha transformado en un espacio de negocio, que se rige por las reglas de nuestro modelo de producción que apuesta por el beneficio, con el cortoplacismo como elemento esencial.
Y todo esto nos lleva a la insensibilización ante el accidente de una persona trabajadora, una insensibilización que es el reflejo de un sistema que otorga al beneficio el mayor valor y que deja a los trabajadores y trabajadoras como simples fuerzas productivas, en el que la salud laboral es, meramente, un elemento accesorio.
Debemos concienciar a nuestra sociedad que morir en el trabajo no es un hecho fortuito. Es producto, en la mayoría de los casos, de la escasa implantación de la seguridad y la salud en los centros de trabajo, algo que se recoge como un derecho constitucional (artículo 40.2) que encarga a los poderes públicos velar por la seguridad en el trabajo.
Pero, como parece que pasa desde siempre, la Constitución española solo es aplicable cuando interesa a unos pocos (como el derecho a la vivienda o al trabajo digno). El constante crecimiento de los accidentes laborales, incluyendo los mortales, desde el comienzo de la crisis, es un reflejo de la deficiente política de riesgos laborales que se aplica en nuestro país.
También se está extendiendo el discurso, claramente interesado, que señala que el incremento de los accidentes de trabajo, una vez que hemos “salido” de la crisis, es una consecuencia inevitable de la recuperación de la actividad económica y del empleo.
Pero la realidad es diferente: detrás de los accidentes están la precariedad, el deterioro de la negociación colectiva, la dificultad de los trabajadores y trabajadoras de ejercer de forma efectiva sus derechos, y la debilidad del sistema preventivo español, que adolece de muchas carencias aún.
Parece que no somos conscientes de que la mayor probabilidad de sufrir un accidente de trabajo en jornada la tienen los más jóvenes, una probabilidad que desciende a medida que aumenta la edad, probablemente debido a la falta de experiencia laboral y a condiciones de trabajo más precarias.
También se ha evidenciado que los mayores incrementos de accidentes se dan en los trabajadores con menos de 2 meses de antigüedad en las empresas. Y, en el caso de las trabajadoras, los problemas se incrementan a partir de los 35 años, probablemente a causa de los sobreesfuerzos y los trastornos musculoesqueléticos.
Las fórmulas de la solución
La solución a estos problemas no es una ilusión. No se trata de magia o alquimia. Se trata de aplicar correctamente una serie de fórmulas, de remedios, que son bien conocidos, que han sido aplicados en otros países. Pero que aquí siguen siendo una quimera.
Es necesario desarrollar una política de protección de la salud de los trabajadores y trabajadoras, mediante la prevención de los riesgos derivados de su trabajo. Algunas de esas medidas ya estaban aplicándose, con mayor o menor éxito, pero la crisis ha introducido factores nuevos sobre los que los poderes públicos han decidido, hasta ahora, no actuar: la precarización de las condiciones de trabajo (incrementos de cargas y ritmos de trabajo, fatiga, estrés, ansiedad, deterioro de la conciliación de la vida familiar, etc.), sus efectos sobre la organización del trabajo, el miedo a la pérdida del puesto de trabajo (factores individuales que a todos nos afectan), la introducción de nuevas formas de trabajo “colaborativo”, que enmascaran toda una serie de relaciones laborales precarias (falsos autónomos), etc.
Todo esto está produciendo un retorno a métodos de producción del pasado, basados en la externalización de los servicios que llevan a una precarización de las condiciones de trabajo, que favorecen, sin duda, los accidentes de trabajo y los graves daños a la salud.
Por ejemplo, en la medida en que Glovo no reconoce su relación laboral con los repartidores y repartidoras, se produce una total falta de inversión (y, por supuesto, de interés), en la prevención de riesgos laborales y la protección de la seguridad y salud de las personas trabajadoras.
La salud laboral no es un elemento de las condiciones de trabajo con la que el empresario pueda o no disponer a su gusto. Son normas establecidas que deben mantenerse, pese a quien pese. Porque la salud y la seguridad en los centros de trabajo son derechos irrenunciables para las personas trabajadores.
Otro de los retos sociales que debemos afrontar es la visibilización de los accidentes, de los muertos en el trabajo. Porque es fundamental que estos aspectos formen parte de las agendas políticas, que la protección de la salud laboral se implemente en toda su extensión en los centros de trabajo, según lo que establece la normativa nacional e internacional. La gravedad del problema que suponen los accidentes laborales no puede quedar oculta: debe considerarse como una emergencia social.
Las administraciones públicas deben ejercer un mayor control sobre la aplicación de las herramientas de prevención de riesgos laborales en todas las empresas, exigiendo que se lleven a cabo medidas de prevención de calidad. Esto es aún más necesario en el actual contexto laboral, bajo el argumento de la crisis, que ha generado el empeoramiento de las condiciones.
Ese empeoramiento ha derivado del impacto de las sucesivas reformas laborales, que han precarizado las relaciones laborales; la falta de inversión en prevención de riesgos por parte de las empresas, que siguen considerando este ámbito algo meramente secundario; la falta de recursos públicos en el control e investigación, etc.
También es necesario que las administraciones públicas investiguen las causas y consecuencias de todos los accidentes de trabajo, para depurar las responsabilidades sobre los hechos. Las investigaciones deben realizarse de forma rápida y eficiente, para evitar la impunidad empresarial.
Y, por encima de todo, la salud y la seguridad laboral de los trabajadores y trabajadoras no pueden considerarse como una víctima más de la crisis económica. Debe dejar de servir como coartada para el recorte de las condiciones de trabajo en las empresas. El aumento de accidentes es evidencia del fracaso de la prevención y del fracaso de la reforma laboral. Las nuevas formas de trabajo que impulsa la nueva economía de plataformas no pueden ser un agujero negro por el que se cuela la desregulación en el trabajo (horarios, contratos, condiciones de seguridad, etc.).
Las empresas deben implicarse mucho más en la prevención y la salud de los trabajadores y trabajadoras, pero debe ser con su participación y la de sus representantes laborales. Es necesario que las administraciones se doten de suficientes recursos, revisando sus objetivos, a la vista de los constantes datos negativos de siniestralidad. Son necesarias políticas activas y la correspondiente participación de los agentes sociales.