Esos ojos, esos malditos ojos mirándome todo el día y toda la noche, 24 horas sin reposo, sin descanso… Llevo una semana con ellos en mi casa, en mi sala de estar. Es insoportable.
Un día como cualquier otro me levanté de la cama y seguí mi rutina habitual. Fui al baño, luego a la cocina a desayunar un par de tostadas con mantequilla y mermelada y un buen café con leche. La tostadora era muy vieja, tenía tres años y eso ya era muy antiguo, la obsolescencia programada es lo que tiene. El temporizador ya no funciona y tienes que estar controlando el tiempo a la vieja usanza para no sacar unas tostadas más negras que el ébano. Una vez desayunado me dirigí a mi habitación a vestirme y por el camino atravesé mi salita de estar. De repente me fijé en que en el rincón izquierdo había una cara, un rostro que parecía salir del mismísimo infierno que me miraba con unos ojos verdes resplandecientes, un rostro con una piel de un tono grisáceo y unas ojeras profundas. Y me movía a un lado y al otro y me seguía con la mirada. Llevaba puesta una sonrisa diabólica con unos dientes afilados que le asomaban por unos labios finos y rojos como la sangre…
Pero, ¿qué demonios hacía ahí esa cara? Ese rostro infernal en mi casa. No le quise dar más importancia y seguí hacía mi habitación a ponerme el traje dispuesto a ir a la oficina. Y eso hice.
Sobre las seis de la tarde volví. Ya se me había olvidado la desagradable anécdota de la mañana. Llegué al rellano de mi apartamento, saqué las llaves y las introduje en la cerradura girando suavemente. Entré y dejé la americana en el perchero, acto seguido me dirigí hacía el baño. Con las luces apagadas vi algo extraño en el salón. No podía ser, otra vez no. Encendí la luz para verlo en todo su esplendor y allí estaba. Ese rostro recibiéndome con esa sonrisa como dándome la bienvenida a casa, aunque vivía solo, era como tener un perro o a alguien que te recibe cuando llegas a casa después del trabajo. Y allí estaba, en el rincón como saliendo de la pared, ¿qué te parece?
Me dije a mi mismo en voz alta que ya había tenido suficiente estrés por hoy, que el trabajo me estaba volviendo loco y que lo mejor era pegarse una buena ducha después de un día como aquel. Y así lo hice, una buena ducha fría para espantar las malas vibraciones. Estuve como media hora debajo de ese chorro relajante de agua helada. Mi cabeza era un cúmulo de pensamientos sobre los informes que tenía que presentar esa misma semana, el cabreo que llevaba mi jefe por sus malos rollos con su mujer, el nerviosismo que me comía por tener que estar enseñando al nuevo becario dentro de mi jornada laboral… Pero esa agua desde luego lograba su cometido, me relajaba. Me dejaba en paz total, en un estado zen del cual no pensaba salir en muchas horas.
Salí de la ducha y me sequé. Me puse el albornoz y las zapatillas y salí. Volví a pasar por delante del salón. Seguía ahí. No me lo podía creer. Puse la calefacción y fui a la habitación a cambiarme. Al regresar, ella seguía ahí. Fui hacía el mueble bar y me serví una copa de whisky del bueno, del caro, y me senté en el sofá sin encender la radio ni el televisor, simplemente me senté y me quedé mirando esa cara que no apartaba la vista de mi ser.
Debieron pasar horas porque el despertador sonó a las siete de la mañana y me despertó bruscamente en mi sofá muy aturdido y desorientado sin saber muy bien donde estaba. Me recosté sobre la espalda y volví a fijar la vista en esa esquina, esa maldita esquina… Seguía ahí. No se quería ir, no dejaba de mirarme… Fui corriendo hacía el recibidor, me vestí deprisa con la ropa del día anterior y salí pitando hacía el trabajo.
El día pasó con normalidad. Se me acumulaban las tareas en el trabajo debido por supuesto al chico nuevo al que tenía que enseñar todo sin olvidarme de mis propias obligaciones, era muy estresante. El jefe seguía dando vueltas por la oficina gritando y repartiendo broncas a todo el que se cruzaba en su camino. Era desagradable pero al menos borraba de mi mente durante unas horas la imagen del inquilino que se me había acomodado en casa.
Por la tarde regresé a casa con todas las preocupaciones del trabajo en la cabeza y ya ni siquiera me acordaba de lo que me esperaba al llegar. Supongo que esperaba no encontrar nada y deseaba inconscientemente que todo hubiera sido fruto de mi cerebro estresado y cansado.
Entré en mi apartamento y seguí mi rutina habitual. Desnudarme y meterme en la ducha directamente. Pasé rápidamente por la sala de estar hacía el baño. Una vez duchado me sequé y fui hacía el sofá a sentarme y relajarme. Coji el mando a distancia y encendí el aparato de televisión. Me quedé embobado con un documental de naturaleza sobre el océano. Estuve una media hora viendo el televisor sin apartar la vista pero algo no iba bien. Me empecé a sentir observado. No quería apartar la mirada del rectángulo de 55 pulgadas que me ofrecía imágenes bellísimas y relajantes de peces, ballenas y delfines. Pero el tiempo pasaba y la incomodidad se acrecentaba. Alguien tenía la mirada clavada en mí y sonreía sin cesar, ni siquiera pestañeaba. No pude evitarlo, giré la cabeza hacía ese maldito rincón y lo vi, otra vez, no se había ido…
Me levanté y saqué la botella de whisky. Cojí una copa y empecé a echar y tragar una detrás de otra, el pulso se me había acelerado un 300 por cien. Sentía el corazón latir dentro de mí con unas contracciones fuertes y pavorosas. Mi temperatura corporal subió hasta el punto de empezar a sudar. Apagué la calefacción. Sentía que me ahogaba de tanto calor y encendí el aire acondicionado, lo puse a 18 grados. El sofoco era enorme. Empecé a dar vueltas por la sala de estar con mi copa en la mano y con la cabeza baja murmurando que eso no me podía estar pasando a mí que eso no era posible que no que no que no…
Me volví a sentar en el sofá. Ese ser del inframundo seguía allí mirándome con sus enormes ojos verdes que si te fijabas bien eran verdes pero se notaban rojizos como unos ojos que no han descansado en muchos días, esa apariencia de cansancio que tienes al no haber dormido en noches o al haber trasnochado y bebido mucho alcohol, esa era la visión que yo tenía de esos ojos que me miraban.
El documental había terminado y ahora daban un programa de preguntas y respuestas. Eran más de las ocho de la tarde. Nunca había podido tragar ese tipo de programas pero dadas las circunstancias me quedé enfrascado mirándolo mientras intentaba responder a todas las preguntas correctamente. No quería saber nada del terrorífico rostro que asomaba por la esquina, solamente quería deshacerme de esa imagen que tenía a tres metros de mí, mirándome, acosándome, casi podía sentir su aliento soplándome en la piel, su olor, se me erizaba el vello de todo el cuerpo solamente de pensarlo. El alcohol acabó haciendo su efecto y me volví a quedar dormido en el sofá hasta que el despertador me levantó con un zumbido que casi me hace sufrir un infarto.
Volví al trabajo. Seguí la misma rutina. Pasaron dos semanas. El espectáculo al volver a casa era el mismo día tras día. Mis compañeros empezaron a preocuparse por mi aspecto deteriorado. No dormía. Las pocas horas que lo hacía no descansaba. Empezó a acosarme en sueños. Me dormía y seguía viéndolo, solo veía ese rostro durante horas, todo el día, toda la noche. Me despertaba por la madrugada y no quería volver a dormirme, me iba a la cocina a prepararme un café para no dormir. Entonces me daba cuenta de que él seguía allí y me tomaba alcohol para dormir y cuando me dormía y volvía a despertar y me daba cuenta de que el rostro seguía allí volvía a hacerme café hasta que llegó el día que apagué el despertador y dejé de ir a trabajar.
Me quedé en el sofá unas largas horas hasta el punto que me llamó mi jefe varias veces y no me enteré. Me desperté sobre las dos del mediodía y vi las llamadas. Llamé y dije que estaba enfermo y que no podía salir de casa por mi propio pie. Mi jefe empezó a gritarme por el auricular porque no eran horas de avisar etc…, etc…, etc… Le colgué.
Tenía hambre. Fui hacía la cocina y abrí la nevera. Quedaban dos huevos caducados, media bolsa de queso rallado azulado y medio bote de mermelada de melocotón que llevaba ahí meses y meses y ahí seguía. En el armario media bolsa de macarrones y media de arroz. Tenía tanta hambre que me lo hice todo. Un par de huevos fritos, unos macarrones regados con queso rancio y un poco de arroz hervido. Me quedé lleno. Me hice un café solo y empecé a pensar en lo que iba a hacer a continuación. Podía quedarme en la cocina donde ese ser no podía llegar, no me molestaría allí. Estuve un rato sentado en el taburete de la mesa de la cocina dándole vueltas. No estaba tranquilo.
Sabía que esa cosa seguía allí y era preferible tenerlo controlado por lo que pudiera hacer. Volví a la sala de estar. Regresé a mi sofá. Eran poco más de las cuatro de la tarde. El whisky se había terminado. Quedaba una botella de vodka. Odiaba el vodka. A mi mujer le encantaba. Ah, ¿no os lo he contado? Estoy casado, bien, estaba. Ella me dejó. Se fue y no volvió. Hace un año. Esa es otra razón por la que creo que mi mente me está jugando malas pasadas. Pero en fin. Sólo me quedaba ese asqueroso vodka ruso y tenía que bebérmelo fuera como fuera. Tenía que calmar mi apetito.
La tradición dice que el vodka hay que tomarlo con limón y sal. ¿O era el tequila? Ya me daba igual. A parte del queso rancio había también en un rincón de la nevera un limón rancio, de esos que parece que el mismo diablo les ha absorbido el alma porque están anoréxicos, sin jugo alguno. Lo cogí, me lo llevé al sofá con el salero y me dispuse a darle un poco de sabor a mi desvarío.
La ceremonia, una pizca de sal en la mano y una buena chupada de limón cortado por la mitad antes de coger la botella de vodka y darle un buen trago. Me sentía el rey del mundo. Encendí mi aparato de música y empecé a hacer de DJ poniendo las canciones que me apasionaban. Yo con mi vodka, sal y limón y mi aparato de música bailando como si me hubiera teletransportado a una discoteca de los años setenta sin parar, bailando como si me fuera la vida en ello.
Mi mujer era preciosa. Era rubia con unos ojos turquesa que hacían que cuando la veías te diera un vuelco el corazón. Era inteligente, tenía un humor genial, era educada, elegante, era todo lo que podías esperar en esta vida. Estaba loco por ella.
¿Por donde íbamos? Ah si, el baile. El maldito vodka que le encantaba. Algún defecto tenía que tener.
Ahí seguía yo con mi música y mi baile. Y en cuanto me despistaba y echaba una ojeada al rincón allí seguía. Esa sonrisa, joder, esa puta sonrisa…