Pasó otra semana así. Los dos primeros días el teléfono no dejaba de sonar. Llamaban de mi trabajo. No lo cogía. Lo puse en silencio. Terminé por apagar el móvil. No soportaba ver la luz brillar encima de la mesita de la salita parpadeando una y otra vez, y una y otra vez, y una y otra vez. ¡Se acabó! Lo apagué. Pero entonces se encendía la luz que me pedía carga. Aunque estuviera apagado seguía pidiendo pan. Se pasó unas doce horas así. Hasta que me harté definitivamente y cogí el teléfono y corrí hasta la cocina y lo lancé por la ventana furiosamente. Saqué la cabeza por ella y observé como caía por el vacío hasta estamparse contra el suelo y descomponerse en miles de pedazos. Ver eso me reconfortó, sonreí. Me quedé mirando a la nada unos minutos sonriendo como quien acaba de ver su sueño realizado. Ya no me molestarían más. Volví mi mirada hacía la salita de estar. Ese cabrón seguía allí. De eso no cabía duda. Volví al sofá y me quedé dormido.Un mes, llevaba ya un mes desde el principio de todo, y ahí seguía, aguantando.
Desde el sofá de mi casa, con mis botellas de alcohol. Esa cara seguía allí. No se iba. No se marchaba. No hacía ningún movimiento más que seguir los míos allá donde fuere. Era una pesadilla. Como os comenté antes, también por las noches me acechaba. En el mismo instante en el que los párpados se me cerraban y dejaba de verla, volvía y se quedaba conmigo toda la noche. Daba igual de qué manera. En cuanto entraba en el sueño este era más desagradable que la vigilia y veía esa cara con la condena de no poder despertarme, sin la tregua de ir hasta la cocina o hasta el baño a despejarme unos instantes, era infinito. No se acababa. Durante el sueño era peor que durante el día. Se quedaba horas y horas y horas…
Llegó un día en el que ya no me pude dormir. No soportaba la idea de algo que me controlara mientras yo no podía. Quería tener el control. Absoluto. Ese maldito hijo de puta no iba a jugar conmigo en mis sueños, no señor. No iba a acabar conmigo tan fácilmente, no señor. Tazas y tazas de café asomaban por la encimera de la cocina. Café a todas horas, no podía permitirme el lujo de quedarme dormido. Ese grandísimo hijo de la gran puta no se quería ir pero yo iba a aguantar hasta el final.
Un día llamaron al timbre pero no abrí. Me metieron por debajo de la puerta un papel. Al ir a ver qué era vi que era un burofax. De mi empresa. Me habían despedido. Qué desgraciados. Si hubieran sabido lo que me pasaba no hubieran cometido tan grave error. Qué idiotas. Me imagino a mi jefe firmando la carta de despido. Después de un mes sin presentarme quizás había sido benevolente y todo. Que se joda. Se ha quedado sin su mejor trabajador. ¿Y ahora quien va a enseñar a su becario? JA JA JA JA JA. Me entró la risa. Que les den por el culo. JA, mi jefe el primero, hijo de puta. ¿No te va bien con tu mujer? Ja, jódete hijo de puta.
Sí, eres un mamón. Paso por delante de la cara. Sí, mi jefe es un cabrón. ¿Te hace gracia? Mírala como se ríe. ¿Te hace gracia? ¿Te ríes? Mira lo que te digo…
Fui al mueble bar a buscar alcohol. Sorpresa, se había terminado. No podía ser. ¿De eso te ríes eh? ¿De eso? No te preocupes, ahora mismo lo soluciono.
Cogí el teléfono fijo y marqué el número de la pizzeria más cercana.
Mi estómago llevaba una semana sin probar bocado y aquello le iba a ir bien. Llamé y encargué cuatro pizzas familiares carbonara y les dije que me trajeran todas las botellas de alcohol fuerte que tuvieran.
—Pero, señor…
Nada, tengo dinero, traedme todo lo que os quede, os lo pago. Si hace falta os lo pago con tarjeta.
El chico del teléfono me hizo esperar un buen rato. La puta cara me seguía mirando sonriente. Me la quedé mirando. A ver quién podía más. Al cabo de unos minutos el chico del teléfono me respondió que enseguida iban hacía allí. Le perdí la mirada a la mierda esa. Le dije en voz alta que ya no quería saber nada de ella, que me daba igual que me clavase la mirada. Iba a pasar de ella olímpicamente.
Al cabo de diez minutos (sí, diez minutos un viernes por la noche) llamaron al timbre. Era el pizzero. Subió con cuatro pizzas familiares y dos botellas de whisky. ¿Cómo? Os he dicho que quería TODAS las botellas que tuvierais. ¿Eso es todo?
El chico era joven y no sabía qué contestarme cuando le pedí que esperara un segundo mientras me dirigía a mi habitación, y al salir de ella le puse 500 euros en la mano y le dije:
—Vuelve a subir con la cantidad de alcohol que puedas conseguirme por ese dinero. Evidentemente, quédate la propina que veas conveniente por el servicio.
El chico no tardó ni otros diez minutos en volver a subir. Debajo de casa había una tienda abierta y no le costó conseguirlo. Calculo que se guardó unos 80 euros para sí. Qué cabrón. Era joven pero no era tonto.
Tenía cuatro pizzas y diez botellas de alcohol solo para mí.
Me senté en el sofá con una de las pizzas en mi regazo y una botella en mi mano. Giré la cabeza hacía la derecha y vi una fotografía de Laura.
Empecé a comer y a beber. Y empecé a pensar en Laura. La quería mucho. La amaba con todo mi ser. ¿Porqué me tuvo que dejar? La echo tanto de menos… Era tan especial… Su cabello era perfecto. Moreno, liso y largo, y sus ojos azules eran… eran… Cuando te perdías en ellos era como perderse en el océano. Y esa sonrisa tan perfecta…
De mi mejilla empezaron a resbalar lágrimas de dolor que no podía esconder. Laura me había dejado un vacío en el alma que nunca iba a ser reemplazado. Habían sido seis años de felicidad, seis años.
Y ahora tenía a ese monstruo en mi casa. Mi vida había dado un giro de 180 grados desde que Laura se marchó ya hacía un año.
La verdad es que hacía meses que estaba experimentando cosas extrañas en mi casa y en mi vida en general. A las pocas semanas de dejarme ella, pasé por un trance un tanto peculiar. Andaba por la calle y la gente que se cruzaba conmigo se giraba y se me quedaba mirando fijamente. Me pasó muchas veces. Y esgrimían una sonrisa malévola al tiempo que me clavaban la mirada. Esa maldita sonrisa.
La pizza estaba deliciosa. La botella de whisky ya iba por la mitad. Me quedé mirando al ser unos segundos. Puede que unos minutos. Me levanté y llevé las pizzas que habían sobrado a la cocina. Las guardé en la nevera. Pensé que no era mala idea beber un poco más de café. No tenía pensamiento de quedarme dormido en mucho tiempo.
“Lauraaaa, Lauraaa…”. Me quedé parado con la taza de café en la mano. La taza empezó a tambalearse. La mano me temblaba. El brazo me temblaba. Todo el cuerpo tiritaba como si una brisa helada hubiera entrado por la ventana y en cuestión de segundos hubiera invadido mi cuerpo.
“Lauraaaaa” otra vez. Una voz tenebrosa proveniente de la sala de estar me había helado la sangre de una manera grotesca. Era una voz grave pero suave al mismo tiempo. Era una voz que no era humana.
El corazón me empezó a latir muy deprisa. Empecé a sudar, un sudor frío que nunca antes había experimentado, ni siquiera en una de esas noches que te despierta una pesadilla horrorosa. Nunca antes.
Fui corriendo a la sala de estar y vi esa cara otra vez. Esta vez estaba riéndose, ya no sonreía. Reía a pleno pulmón, reía y yo podía escuchar sus carcajadas riéndose de mí. No pude más. Cogí una chaqueta del colgador de la entrada y salí de casa corriendo sin pensarlo.
Bajé las escaleras y salí a la calle. Respiré hondo como si me faltara el oxígeno. Empecé a andar. Demasiado alcohol. Demasiado estrés. Era de noche y no había casi nadie en la calle. Iba andando calle abajo sin poder pensar con claridad. Ya no sabía ni qué pensar. Me crucé con una chica joven que al instante de pasar por mí lado se giró y susurró: “Laura”. Mi cabeza no podía más. Miré a mi derecha, unos chicos en un banco estaban haciendo botellón. Se giraron todos a mirarme y susurraron : “Laura”. Me estaba volviendo loco, Dios mío. Seguí andando hacía adelante sin mirar hacía los lados, con la cabeza baja mirando al suelo. Los susurros seguían cada vez más numerosos y más altos. De repente, “Laura”, volvió a susurrar esa maldita voz infernal.
No podía más, tenía que regresar a casa. Salí corriendo hasta llegar a mi portal. Sudaba, temblaba, me entraron unas ganas de vomitar horrorosas y eso hice nada más entrar en casa y llegar al lavabo.
Me sequé el sudor con la toalla. Estuve unos minutos encerrado en el baño, no me atrevía a poner un pie fuera. En mi cabeza solo veía a Laura una y otra vez. ¿Porqué me estaba torturando de esa manera? ¿Porqué? Yo la quería. Era perfecta. La mujer perfecta.
Fui al lavamanos y me eché agua en la cara. Me estuve mirando en el espejo unos minutos. Había adelgazado. Se marcaban los huesos de los pómulos y la mandíbula. El blanco de mis ojos habían tornado en un tono amarillento debido al alcohol consumido y las pupilas se veían dilatadas.
La voz había enmudecido. Estuve un par de horas sentado en la taza ya que no me atrevía a salir. Allí dentro estaba bien. La voz había callado y ya no me molestaba. No podía ver la cara. Empezaba a calmarme.
Me dolía la cabeza, el estómago, todo mi cuerpo era una noria de emociones y sensaciones. Sentía dolores, náuseas y mareo. Estaba sentado y cada vez que intentaba ponerme en pie me tambaleaba y no podía, tenía que volver a la taza. Estuve otra media hora sentado agazapado con la cabeza entre los brazos. La cabeza empezó a dar vueltas. Me empecé a encontrar realmente mal.
Me levanté y fui hasta el lavamanos nuevamente apoyándome con los brazos y abrí el grifo. Bebí agua para ver si mejoraba un poco mi estado. Me mojé la cabeza con agua helada. Parecía que funcionaba. Levanté la vista hacía el espejo. Dí un salto hacía atrás de la impresión. El rostro me miraba desde el espejo. Había conseguido entrar. Me miraba y reía. Se carcajeaba y podía escucharlo. Reía y reía sin cesar. Las náuseas volvieron.
—Tú la mataste.
Los ojos se me abrieron y empecé a temblar otra vez.
—La mataste.
Me estaba hablando. Mirándome a la cara.
—La mataste. Y lo sabes.
Me froté los ojos. Me metí en la ducha y abrí el chorro de agua. La puse a diez grados y me mojé entero, con ropa y todo. Seguía escuchándolo: “la mataste, la mataste”.
Salí de la ducha temblando. Miré en el espejo. La cara ya no estaba. Ahora podía ver el rostro de Laura.
—Me Mataste.
Mis piernas desfallecieron y me quedé en el suelo de rodillas llorando.
Me levanté y abrí el armario que estaba a la derecha del espejo. Abrí un paquete que tenía nuevo de cuchillas de afeitar y cogí una. Volví a mirar el espejo. Laura.
—Me mataste.
Deslicé la cuchilla por mi brazo izquierdo. De mis venas empezó a brotar sangre roja que resbaló por todo mi cuerpo. Volví a mirar el espejo: “Me mataste”.
Realicé la misma operación con el otro brazo. La sangre no dejaba de brotar. No podía ver mi cara, sólo la de Laura. Había regresado para llevarme. Hija de puta. Te lo merecías por zorra.
—Me mataste.
Una y otra vez. Tendido en el suelo, me empecé a reír. Todo se empezó a nublar. Todo empezó a desvanecerse. Lo último que pude escuchar fue a la voz infernal y lo último que vi fue su cara delante mío, diciéndome:
—Ahora pagarás por lo que hiciste.