El cine ambientado en la guerra civil es para España lo que el cine de nazis es para Hollywood. De alguna manera, la sencillez con la que uno detecta el mal en el bando nacional es similar a la necesaria para hacerlo con oficiales nazis. Y, sin embargo, hay algo más allá en esta época que evoca cierto fraticidio con tus vecinos de toda la vida que, por cuestiones de supervivencia, maldad o simplemente divertimento, comienzan a desear que al otro le vaya peor.
Existía un egocentrismo muy arraigado entre aquellos chivatos al servicio del franquismo, que no delataban necesariamente por adquirir poder o por venganza, sino por tener la certeza de haber escogido el bando acertado. Apostar por el caballo ganador. Mientras tanto, el delatado acepta que una trinchera es la mayor de las vergüenzas y, a la vez, el menor de los males acechantes.
La Trinchera Infinita, la nueva película de Aitor Arregi, Jon Garaño y José Mari Goenaga (directores de las brillantes Loreak y Handia), es un viaje realista hacia las zonas más profundas de esta matanza entre vecinos y el sentido de lucha republicano de entonces.
Por un lado, el orgullo de combatir al fascismo suponía un sostén muy valioso para aquellos ideologizados y convencidos de la II República. Por otro, el miedo de ser asesinado en cualquier momento y dejar solos a tus seres queridos llegaba a apartar ese orgullo para centrarse en desaparecer. Pero disiparse de la sociedad no sale gratis, y la vida siempre cobra sus deudas. De esta premisa nace y se desarrolla esta película.
En otras ocasiones, los actores serían los últimos en ser mentados, pero la labor de Antonio de La Torre y de Belén Cuesta es, simplemente, inconcebible, para quitarse el sombrero y hasta cerebro (si se tuviese). Representan a una pareja andaluza de los años treinta que, debido a la llegada del bando nacional a su pueblo, deben esconder al personaje de De La Torre a toda costa si no quiere ser asesinado. En el proceso, ambos pasan por todos los estadios (definidos en la película de manera original y bien elegida): miedo, clausura, traición, amor y costumbre.
A pesar de ser una premisa tan básica, y, a priori, poco aventurera, la película y sus dos horas y media pasan volando. La tensión por conocer si acabará siendo descubierto, a la par que ver pasar estas diferentes etapas de su vida encerrado, consiguen una atención total del espectador hacia lo que están viendo. Porque, como en muchos encierros voluntarios o no, el captor acaba viviendo en la mente del preso, formando parte de cada una de las decisiones que toma.
Esto lo contaba muy bien Stephen King con “Rita Hayworth y la redención de Shawshank”, novela corta que dio lugar a la maravillosa cinta “Cadena Perpetua”. Llega un momento en el que el preso deja de saber vivir en sociedad y solo alcanza a hacer bien una cosa: estar confinado.
Además, cualquier película que se atreva a mofarse y reírse del caudillo, merece un respeto desde el principio. La Trinchera Infinita es una película valiente, que no esconde su postura pero que añade diferentes tonalidades de grises a las convicciones de los personajes. Y, precisamente por eso, probablemente, se alzará por encima de “Mientras dure la guerra”, de Alejandro Amenábar, que trata la misma época pero de maneras contrapuestas. Incluso se atreve a incluir humor muy costumbrista (que personas de pueblo como el que esto escribe pueden entender a la perfección), que funciona a las mil maravillas.
Desde luego, es una firme candidata a llevarse la Concha de Oro. La Trinchera Infinita ha superado a Amenábar por goleada, y es más compleja e interesante que cualquiera que se haya podido visualizar en la Sección Oficial hasta el momento en el festival. También se ha ganado un hueco para recibir una cuantas estatuillas de los Premios Goya.
Un tremendo acierto tanto en guion como en puesta en escena. Eso sí, si algún director de cine lee esto, les traslado mi preocupación sobre el movimiento de cámara tan rápido en determinadas secuencias que provocan mareo. Si pueden, pregunten a producción para ver si les pueden comprar un trípode.