A lo largo de nuestra historia, las revoluciones y motines se han ido acumulando con bastante regularidad. Las continuas explotaciones por parte de las clases opresoras han hecho prender la mecha en muchas ocasiones. Muchas más de las que recoge la historia, pues solo los acontecimientos con proyección llegan hasta nuestros días. Por el camino se han perdido innumerables conatos y pequeñas revueltas. Eso, por no mencionar que desconocemos nuestra historia como para poder reconocer la auténtica densidad de dichos sucesos.
>>La Revolución del Pan y la del Queso de 1861<<
Pero, en todos estos episodios, hay una cuestión común: al levantarse el pueblo, en mayoría, encuentra de frente una fuerza, a menudo superior. Las clases pudientes, que se las arreglan hábilmente para prosperar más allá de lo necesario a base del sudor y la sangre de las personas que podrían proteger y ayudar, pero escogen pisotear. Y una de las primeras cosas que hace esta casta privilegiada es asegurarse la fuerza militar, un armamento con el que acallar y someter.
En nuestros días hay pequeños actos de protesta. Sí, pequeños: una manifestación aquí, parar un desalojo, algo de mobiliario urbano destruido, un referéndum no permitido por los poderes establecidos… Esto poco hace, por sí solo, para cambiar el régimen establecido. Al igual que los diminutos pasos que se dan en el ámbito democrático no cambian esta situación, ni estamos más cerca de abolir las clases sociales, o siquiera igualarlas.
>>La revolución de Cádiz, 1868 («La Gloriosa»)<<
Los medios de contención al respecto han cambiado con el tiempo. Ya no encontramos con la misma asiduidad casos como el de Javier Verdejo, Manuel José García Caparrós, Arturo Ruíz, etc. En parte, porque ya no tenemos la misma contundencia ni frecuencia en nuestros actos. Nos han domesticado. Ni siquiera nos sentimos clase trabajadora.
El cuarto poder ha entrado en escena, y ha demostrado ser aún más fiable que cualquiera de los anteriores, o incluso que el poder militar. La burguesía sigue manteniendo un férreo control sobre los medios de producción. Los precios que agobian a la clase obrera suben cada año, y los salarios no. La mayoría de las cosas está al alcance de cada vez menos gente.
Puede que ahora no sea frecuente matar a tiros en mitad de la calle, o los fusilamientos. El poder ha aprendido que la represión violenta causa una respuesta violenta. Ahora nos matan poco a poco, negándonos una sanidad asequible y de calidad. Acortan nuestra vida con los efluvios tóxicos de sus grandes empresas, con la connivencia de los partidos políticos. El exceso de trabajo, el estrés, las malas condiciones laborales y habitacionales también acortan la vida. La nuestra. Y, si todo lo demás falla, nadie te asegura que la banca no te apriete tanto que saltes por el balcón al venir a desahuciarte.
La represión violenta ha bajado, ahora se usan otros medios. Pero aún así, elementos del poder ejecutivo siguen excediéndose, y sigue habiendo víctimas. Pero seguimos en un sueño pesado. Que a nadie le quepa duda de que el aumento de la mortalidad, la reducción de la esperanza de vida y las condiciones cada vez más inhumanas harán volver las tornas. El pueblo se levantará.
>>Javier Verdejo, el silencio que grita<<
Y, ante una nueva andanada de la clase obrera, la burguesía volverá a utilizar la fuerza de manera contundente. Y volverá a haber muertes violentas. Porque ellos nunca aceptarán dejar ni una mínima parte de lo que tienen (y nos pertenece) sin luchar. Y harán que otros, también clase obrera, luchen en su lugar. Siempre ha sido así y no hay motivo para cambiar algo tan conveniente.
Este es uno de los principales factores que hacen que ya no haya las revoluciones de antaño: occidente ha aprendido el truco de domesticar sin pegar demasiado. O, por lo menos, que no nos enteremos de la mayoría. O incluso que parezca que es el pueblo quien ejerce la violencia. No existen levantamientos para exigir lo que es nuestro, nadie se quita la bota que los asfixia, por miedo. Por comodidad. Porque se sabe que morirá gente, y tú puedes ser una de las personas que pierda la vida.
Mientras tanto, seguimos perdiéndola, gota a gota. Y, a menudo, aún hay que hacer un esfuerzo por llamarlo vida. Porque cada sacrificio que no te deja dormir por la noche es un céntimo, un euro, o diez, más en el bolsillo de alguien que los tiene a rebosar. Alguien que te seguirá quitando hasta el aliento, que te negará la sanidad sin quitártela. Que te contamina el aire, el agua y la comida. Que te hace trabajar cada vez más y en peores condiciones. Hasta que mueras sin haber hecho nada. Condenando a la siguiente generación a algo aún peor.
Por eso, habrá un día en que la gente se alzará, porque habrá entendido que, si no lo hacen, ya estarán muertas. Y habrán perdido el miedo.
Y tú, ¿tienes miedo a morir por la revolución, por el pueblo, por la vida?
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