La Iglesia católica no sólo apoyó a Franco antes, durante y después de la Guerra Civil, sino que colaboró activamente en la represión posterior sobre cualquier persona que fuese considerada “afín a los rojos”. Además, en muchos casos fueron los propios sacerdotes los que se unieron de forma entusiasta a las columnas de los sublevados, y participaron activamente en las matanzas.
Sin embargo, a pesar de la implicación de la Iglesia con el régimen, una parte del clero se posicionó en contra de los sublevados. Especialmente en Euskadi muchos curas se posicionaron en contra del fascismo, apoyando a republicanos y socialistas. Estos clérigos también fueron objeto de la represión, que se inició con la Guerra Civil, pero que continuó durante los cuarenta años de la dictadura franquista. A pesar de su condición especial, fueron sometidos a detenciones, torturas y asesinatos.
Incluso hoy en día es imposible saber cuántos sacerdotes se exiliaron, fueron encarcelados, asesinados y represaliados por el franquismo. Estos curas republicanos, nacionalistas, izquierdistas, jamás subirán a los altares. Jamás recibirán la justicia, la reparación, que merecen.
Los “curas rojos” que apoyaron a la República y que, tras el final de la guerra, denunciaron la represión del régimen, pagaron muy caro sus actos: fueron doblemente represaliados, por el régimen y por “su” Iglesia. Pasaron por las cárceles, el exilio, la muerte; pero también por el ostracismo, las sanciones canónigas y las excomuniones.
Su delito, en algunos casos, fue demostrar que era posible ser católico y republicano, católico y nacionalista. Pero también cometían un delito porque desmentían las palabras del cardenal Isidro Gomá, que había considerado la Guerra Civil como una cruzada para salvar a la Iglesia de las “hordas rojas”. Por eso, durante la guerra numerosos de estos sacerdotes fueron asesinados, muchas veces sin juicio.
El que gran parte del clero vasco no apoyase la sublevación fue un duro golpe para Franco y para los que equiparaban la sublevación con una Cruzada. De ahí la saña con que fueron perseguidos muchos de ellos.
(…) esta lealtad de los católicos vascos a la democracia ponía en un aprieto a los propagandistas que insistían en que los moros y los nazis estaban luchando para salvar a la religión cristiana del comunismo. Claude Bowers, embajador de Estados Unidos en España.
Con la ocupación de Guipúzkoa por las tropas del general Mola se produjeron los primeros asesinatos de curas por parte de las tropas franquistas: entre el 8 y el 27 de octubre de 1936 fueron ejecutados dieciséis guipuzcoanos; en abril de 1937 ya eran 47. El pecado de muchos de ellos fue su inclinación nacionalista.
Los sublevados asesinaron a sacerdotes republicanos, nacionalistas vascos o catalanes por no apoyar una sublevación contra un régimen legalmente establecido. Los sacerdotes vascos asesinados en los primeros momentos de la guerra fueron dieciséis.
Por ejemplo, el padre Eladio Celaya, un sacerdote de 72 años, preocupado por su parroquia, protestó por el trato que recibían los represaliados y los asesinatos a manos de los fascistas. Fue asesinado en agosto de 1936. Como Celestino Onaindía, detenido en octubre de 1936 y fusilado, sin juicio, en Ondarreta, sólo por ser un sacerdote vasco. Victoriano Gondra Muruaga, capellán del Batallón de la Sal, que apresado por un cura carlista a punta de pistola, pasó por diferentes campos de concentración.
José Sagarna Uriarte, fusilado por los franquistas, acusado de denunciar las relaciones extramatrimoniales del cacique de Berriatúa. José Ariztimuño, “Aitzol”, Alejandro de Mendikute y José Adarraga, fusilados en Hernani. Martín de Lekuona y Gervasio de Albizu, vicarios en la parroquia de Rentería. José Iturri Castillo, párroco de Marín, Aniceto de Eguren, José de Markiegi, Leonardo de Guridi y José Sagarna, José de Arin (arcipreste de Mondragón). El vicario de Marquina y el cura auxiliar de Elgóibar. Los padres Lupo, Otano y Román, del convento de los carmelitas de Amorebieta. Todos ellos fusilados en octubre de 1936. Entre otros muchos.
En julio de 1936, el obispo de Gasteiz Mateo Mujika, pese a no ser republicano, denunció la ilegitimidad de la sublevación y el empleo de la fuerza. Por todo eso, fue desterrado a Francia. En total, seis obispos (Mateo Mujika, Vidal i Barraquer, Segura, Torres, Irastorza y Guitar) adoptaron una postura diferente al resto de la jerarquía. Por ese motivo, padecieron persecución y exilio.
En diciembre de 1936, el presidente del gobierno vasco, José Antonio Aguirre, denunció la pasividad de la Iglesia ante el fusilamiento de los curas vascos.
La guerra que se desenvuelve en la República española (…) no es una guerra religiosa como ha querido hacerse ver; es una guerra de tipo económico, y de tipo económico arcaico y de un contenido social. (…) No es una guerra religiosa, ni es la doctrina religiosa la que pueda invocarse, porque la doctrina cristiana es doctrina de amor. José Antonio Aguirre, diciembre de 1936.
En enero de 1937, el cardenal Gomá respondió por carta a Aguirre, reconociendo el hecho y su gravedad, pero señalando que la situación justificaba que la Iglesia participase en la ocultación de los crímenes. Aunque al inicio del conflicto el papa Pío IX elevó una protesta a Franco por el fusilamiento de curas vascos, en junio de 1937 el Vaticano reconoció el régimen de Franco. En 1939 fue elegido Pío XII, y desde ese momento el apoyo a la Cruzada sería total.
Esto demuestra que las más altas instancias eclesiásticas, incluyendo el pontífice, estaban al corriente de lo que había sucedido en el País Vasco.
Estas actuaciones del bando franquista no constituyeron incidentes aislados, sino iniciativas con un determinado sentido: reprimir a los que defendían la legitimidad republicana.
En total, el franquismo condenó a muerte, oficialmente, a dieciséis sacerdotes en el País Vasco, más todos aquellos que fueron asesinados sin juicio previo; 278 fueron encarcelados, y 1.300 fueron expulsados de sus diócesis. El sistema represivo creó un aparato judicial que cumplía la formalidad de los procesos, lo que sirvió para “legalizar” el terror, depurar y amedrentar a los que no colaboraban con la “Nueva España“.
El delito de muchos de estos “curas rojos” fue valorar más los derechos humanos y la justicia social que el papel que la Iglesia católica tuvo en ese período. En definitiva, exigían libertad y se pusieron del lado de los reprimidos.
Tras el final de la guerra, la Iglesia estuvo también presente en el aparato represivo, en las cárceles, a través de su papel como capellanes de prisiones, sirviendo como vehículo para la propaganda de la dictadura.
La memoria de la represión
En 1936, esos sacerdotes se denominaban “curas sociales”. Posteriormente se les conocería como “curas obreros” o, más despectivamente, “curas rojos”. Todos ellos consideraban compatible la religión católica con la justicia y la democracia, con el trabajo digno y el salario justo de los más desfavorecidos. Fue por eso que fueron atacados por Franco y su régimen. Fue por eso que fueron condenados al olvido por la jerarquía católica, que apoyó, desde el primer momento, a los sublevados, que denominó a los rebeldes “santos cruzados”.
[La Iglesia católica] es la única institución que, ya en pleno siglo XXI, mantiene viva la memoria de los vencedores de la Guerra Civil y sigue humillando con ellos a los familiares de las decenas de miles de asesinados por los franquistas. Julián Casanova.
En 2009 los obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria celebraron una eucaristía en memoria de los religiosos ejecutados entre 1936 y 1937. En la homilía, el obispo Asurmendi pidió perdón en nombre de la Iglesia vasca. También reconoció que los detalles sobre las circunstancias de sus muertes son aún desconocidos.
La Iglesia sigue siendo incapaz de superar sus posiciones de hace 70 años, y está dispuesta a que ese pasado siga vivo. De ahí muchas de sus posiciones en contra de la Ley de Memoria Histórica, o su tibia postura en el tema del Valle de los Caídos. Se trata de una incapacidad para superar sus rencores del pasado. Esto no contribuye a superar la división entre las dos Españas de aquella época.
Es necesario hacer justicia y recordar a aquellos que murieron, que fueron represaliados, que sufrieron el exilio. Pero también es necesario arrancarle la debida consideración hacia los vencidos, cierto respeto a aquellos que cayeron en el olvido. Si se beatifica, como se hizo con 522 “mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España”, ¿por qué no se recuerda también a aquellos que murieron a manos del fascismo? ¿Cómo los considera la Iglesia? La jerarquía eclesiástica no ha reconocido su colaboración con el régimen y la dictadura franquista. Y ha seguido silenciando a las víctimas de un bando, mientras beatifica a las del otro.
Las beatificaciones masivas de religiosos y sacerdotes fusilados durante la Guerra Civil en la zona republicana constituye, objetivamente, una nueva humillación a los fusilados por los franquistas que durante más de 70 años han sido silenciados. Jaume Botey.
La Ley de Amnistía de 1977 sirve aún de coartada al poder judicial español en su constante defensa de la impunidad del franquismo. Los herederos del régimen la han convertido en una “ley de punto final” para los crímenes de la dictadura. Por eso, el aparato judicial, policial y político pasó sin obstáculos de la dictadura a la democracia. Y hoy en día se oponen a cualquier demanda de responsabilidades en el que esos estamentos quedarían directamente implicados.