Que la realidad del cambio climático está aquí y es urgente es una realidad. “No hace falta echar muchos números, solo es necesario mirar un histórico climático del tiempo que hacía hace treinta años, y veremos que la climatología local ha cambiado mucho“, esta frase me la dijo hace solo dos días Joan, viticultor del pueblo vecino, Martorelles.
Hasta ahí nada que objetar, ¡solo faltaría! ¡Hay que moverse y moverse mucho! Ahora bien, el mundo, sus pueblos, los intereses políticos y económicos no siempre coinciden, todo es más difícil a gran escala. Y con la lucha contra el cambio climático más allá de la urgencia de salvar el mundo en que hemos crecido, ya estamos empezando a ver absolutas contradicciones entre lo necesario (aplicar cambios para paliar el cambio climático) y lo imprescindible (la subsistencia de las economías familiares).
No es para nada una casualidad el estallido de conflictos sociales como el de las Armillas amarillas, la movilizaciones masivas en Chile o en Ecuador. Son un claro ejemplo de cómo el mundo no gira siempre entorno a las necesidades de Occidente sino que también cuentan la urgencia por la supervivencia de los más necesitados.
Tanto en Francia, como Chile como Ecuador, el común denominador es la oposición a eliminar la ayuda pública en la compra de gasóleo o el billete del metro. Qué gran contradicción; queremos eliminar las energías fósiles y se pide que se siga subvencionando la gasolina para poder seguir trabajando en condiciones.
Evidentemente, cada conflicto entre estado y sociedad civil conlleva infinidad de casuísticas pero la raíz en estos conflictos, y más que irán surgiendo en estos próximos tiempos, será siempre el mismo: si esto tiene que cambiar, nosotros no tenemos los recursos para asumir estos cambios.
Y como siempre, volvemos a hablar de la desigualdad existente para entender que la emergencia climática tiene un amplio consenso en su análisis científico, un choque de intereses entre estados, y una gran desigualdad en la forma de asumir las sociedades el cambio climático.
Para empezar, los refugiados climáticos ya son una realidad y con ellos llegó la expresión más cruda de este cambio de paradigma a escala global. Pero es que solo la plena aplicación de los compromisos adquiridos por los países miembros de la Convención Marco del Cambio Climático, requeriría una inversión global de 13,5 billones de dólares en los próximos 15 años, a razón de una media de 840.000 millones de dólares al año.
Cifra, esta última, que sería algo más del 1 por 100 del PIB global. ¿Y esto quién lo va a pagar? Los países occidentales, en su mayoría, se hacen los locos y piden ampliar el pago de esta “factura” a más países -¿mirando hacia India o China, quizás?- mientras hay algunos países que se salen del carril por motivos puramente de política interna (Australia, Brasil, EEUU).
Y volviendo de nuevo a la pregunta, ¿y todo esto quién lo va a pagar? Es evidente la improvisación política en la planificación de esta situación, aunque también existe un interés amagado detrás de las bambalinas, entre muchos estados, de no querer asumir “pagar el pato” por la animadversión que puede crear en la opinión pública de sus países el tener que pagar las desgracias cometidas por los antiguos países colonialistas, imperialistas e hipercapitalistas.
Parece pues que “el pato“, de una manera u otra lo vamos a pagar entre todos. Y ahí hay un posible conflicto latente y constante que concierne principalmente las economías familiares. Por poner un ejemplo, el consistorio local de la ciudad de Barcelona, siguiendo su política de reducción de la emisión de gases contaminantes en la ciudad, ha iniciado la prohibición de circular a los vehículos más viejos (con muchas excepciones aunque no podrán circular los vehículos matriculados a partir del año 2000).
Eso significa que muchas familias deberán comprarse un vehículo, o bien, optar por el transporte público (que también ha subido su coste). Las familias en Barcelona, como en la mayoría del entorno metropolitano, pagan tan solo de alquiler una media de más de un 40% del sueldo de una unidad familiar, eso sin tener en cuenta la brecha salarial entre hombre y mujer que alcanza una media del 14,5%, una parte muy importante también -hay estudios que cifran en un 87% de la deuda familiar- del gasto familiar se va a pagar préstamos.
La capacidad de ahorro familiar como se ha visto es casi ínfima para una parte muy importante de ciudadanos. Todo el mundo “se apaña como puede” pero la necesidad (limitar la emisión de gases) se come de lleno lo imprescindible (no aumentar la deuda familiar y ampliar así la desigualdad social).
El debate de fondo está en donde residirá la capacidad de producción de energías renovables
En el Estado español Endesa, Iberdrola, Gas Natural y Fenosa se llevan la “palma de la mano” en producción de energías renovables. Las leyes del Gobierno Rajoy sobre la producción doméstica de energías solares hizo daño, y aunque se ha ido reparando ese daño, la cultura de la producción energética a pequeña escala sigue requiriendo una cierta valoración social para poder avanzar.
Ciertamente, los municipios tendrán un papel fundamental en el cambio energético, también las políticas estatales de este nuevo gobierno serán fundamentales para cimentar cambios productivos reales. Ahora bien, estos cambios productivos no están siendo ni abordados con seriedad ni se asume políticamente la realidad del cambio energético, que amaga verdaderamente un cambio productivo. Ahí está la clave.
En el Estado español no se ha llevado un proceso de transformación del modelo económico, y ni mucho menos se ha creído desde las instituciones que este cambio podía contar con la participación de la sociedad organizada. Existen infinidad de proyectos en España como en el resto del mundo que demuestran la solvencia de hacer participar a la gente en estos cambios.
Pero en este proceso, el modelo económico debe cambiar y eso conlleva asumir costes políticos y económicos que ni se perciben ni se quieren explicitar porque es “la caja de pandora” de un estado que tiene la oportunidad de cambiar pero también de reconocer sus profundas desigualdades para tirar adelante.
Por más planes de futuro que se complementen, la razón en este país seguirá la de no tensar más las desigualdades sociales, si lo que no se quiere es que de nuevo los ricos y sus grandes empresas se “fuguen” de sus responsabilidades, y las clases medias asuman un papel que parece bastante dudoso que podamos asumir.