España ha pasado por diferentes grandes recesiones económicas que han provocado el paro masivo, la precarización del empleo, los ataques a los sindicatos, y la pérdida de derechos. Pero esos procesos de crisis también han afectado a aspectos relacionados con la cultura de clase obrera: se cuestiona su existencia como clase, se desprestigia su esencia, se descalifica la pertenencia a la misma, se hace desaparecer de la esencia del debate.
Pero ha tenido que venir una crisis como la pandemia del coronavirus para recordar que a la sociedad no la salvan los políticos neoliberales ni los empresarios (aunque hagan donaciones después de defraudar impuestos), sino los hombres y mujeres que trabajan, que viven de su salario. Esos mismos que, cuando hacen huelga en defensa de sus derechos, son despreciados (incitados por los medios de comunicación adecuados) porque impiden coger el transporte público o retrasa la visita al médico.
La desaparición de la clase obrera ha derivado de muchos factores: los intereses de la clase dominante y los medios de comunicación que controlan; un partido político de “izquierda” que, a pesar de llevar en su nombre las palabras “socialista” y “obrero” cada vez está más distanciado de ambos conceptos, etc. Estos factores siempre han estado dispuestos a difuminar las desigualdades sociales, enmascarándolas, y legitimando las formas de opresión y explotación. Se hizo creer que la clase obrera había desaparecido, que ahora era clase media; se ha invisibilizado y “criminalizado” el concepto de clase obrera.
El capitalismo se ha fundamentado en la competencia entre los propios trabajadores, a menos que estén organizados como clase. Y ha tenido siempre la conciencia de que estar en la misma escala social no lleva a la solidaridad, especialmente cuando se les impone una competencia mutua que es aprovechada por el capitalismo.
La clase obrera ha cambiado
Es cierto. Y esencial entenderlo. No es lo mismo la clase obrera de los años de la reconversión de 1976-1986, que la de la recesión de 1991-1994, o que la de la gran crisis del 2007. O la que surgirá de la gran crisis que seguirá a la pandemia.
La composición de la clase obrera ha experimentado una importante transformación. Ya no podemos suponer que el crecimiento económico de la sociedad generaría una mayoría social alrededor de la clase obrera industrial. Pero ha sido el paro masivo la experiencia más traumática que ha sufrido la clase obrera: pocas familias no han experimentado en sus carnes esa lacra. Y ha sido este trauma el que ha llevado a una situación de excesiva permisividad con algunas de las consecuencias de ese proceso: precariedad laboral, atomización de la clase obrera y condiciones laborales infames.
Todo el proceso ha generado una economía basada en bajos salarios, microempresas, escaso desarrollo económico, dependencia de las grandes multinacionales extranjeras, falta de poder de decisión sobre la propia producción, y el sobredesarrollo de un sector de “servicios” basado, única y exclusivamente, en esa precariedad (el turismo y la construcción son un buen ejemplo), junto a la privatización de determinados servicios colectivos que no genera empleo suficiente y de calidad, como estamos viendo en el caso de la sanidad.
Al mismo tiempo se ha desarrollado una economía basada en la especulación financiera, que se ha centrado en “buitrear” lo público para beneficiarse en lo privado y en fomentar “burbujas” que, cuando desaparecen, también les beneficia, gracias al beneplácito de determinados políticos corruptos. Las políticas de los gobiernos se han hecho a medida de las empresas, al que les paga, al que les cede un puesto en el consejo de administración. Y no se muerde la mano que te alimenta, ¿verdad?
Se ha llegado a tal grado de perversión en este sistema económico, que existe una relación directa entre los despidos de trabajadores con las cotizaciones en bolsa (Cándido Marquesán).
La desregulación del mercado de trabajo
Los cambios en la situación de la clase obrera se han visto también fomentados por las modificaciones en las políticas de regulación del mercado de trabajo, sobre todo a partir de las reformas laborales de los sucesivos gobiernos de crisis (se habla mucho de la última del PP, pero se nos olvida la penúltima de PSOE, que abrió la veda a la desregulación). Las reformas en materia de contratación, protección al empleo, negociación colectiva, han servido para favorecer el empleo temporal y reducir la protección del individuo.
Esto ha ido acompañado de una intensa campaña propagandística, destinada a imponer y, sobre todo, justificar, esos cambios, que han tenido unos catastróficos efectos culturales y de identidad de clase.
La desregulación del mercado de trabajo no se ha limitado únicamente a la reducción de derechos, sino también la limitación de los derechos sindicales y de representación de los trabajadores. Si hasta ahora la negociación colectiva había permitido que los convenios sectoriales diesen una cierta protección a todos los trabajadores, la desregularización de la negociación colectiva ha permitido que el capitalismo recorte, aún más, los derechos de los trabajadores.
Mientras, los medios de comunicación hacen aceptar la situación, inculcando el mantra de “no te quejes que, al menos, tienes trabajo” o “hay muchos que están peor que tú”.
La respuesta de la clase obrera
¿Cuál ha sido la respuesta de la clase obrera? A pesar de todos los recortes de derechos, la precarización laboral, etc., ha respondido con un nivel de movilización importante: varias huelgas generales (tal vez a destiempo, pero representativas), las distintas mareas que han defendido a la sociedad de los recortes de los gobiernos (verde, blanca, jubilados, etc.).
Entre 2014 y 2018 (período que algunos expertos denominan de “recuperación”) el número de huelgas registradas ha sido, aproximadamente, de dos huelgas diarias; el número de trabajadores implicados pasó de unos 200.000 en 2014 a casi 3 millones en 2018.
Esto hace pensar que, posiblemente, subsiste un sustrato de conciencia de clase, aunque a menudo se tiende a pasarla por alto, sobre todo, por el desprestigio que se ha cebado con esa conciencia y con esa clase.
La población asalariada forma un grupo heterogéneo de personas, con algunas cosas en común, pero que difiere en aspectos sustanciales (nivel de ingresos, estabilidad laboral, etc.). Además, en una situación en que la espada de Damocles del paro masivo sigue sobre nuestras cabezas, con un poderoso discurso (interesado, evidentemente) sobre la competitividad, la globalización y otros aspectos que devalúan aún más la conciencia de pertenencia a un grupo social con un perfil propio, la pertenencia a la clase obrera tiene cada vez menos capacidad de movilización real.
Esto ha llevado a una profunda división de la clase obrera, y es algo que se debe asumir. Y está llevando a una coalición de trabajadores perdedores y capitalistas ansiosos por acabar, definitivamente, con el estado de protección social y derechos laborales. Se observa en el porcentaje de voto obrero de partidos de derecha.
La recomposición social necesaria para reconstruir la clase obrera pasa por una serie de elementos esenciales: profundización democrática (en términos de participación y toma de decisiones); control sobre la puesta en marcha de las decisiones adoptadas; igualitarismo social; igualitarismo de género; sostenibilidad ecológica; satisfacción de las necesidades sociales básicas, etc. Pero no va a ser fácil reconstruir el concepto de clase obrera en torno a estas cuestiones.