En algún momento de la Baja Edad Media, en las mazmorras del Palacio Mayor de la Tierra de la Mitad del Mundo, se encuentran el demente, el traidor y el ottro.
El demente argumenta y propone, el ottro posa para su retratista que lo ve a través de los barrotes, el traidor apenas escucha. Junto a la celda maloliente, unos enanos también malolientes participan a gritos del cónclave.
La reunión concluye con un edicto irrelevante. Al terminar, se retiran todos y dejan al prisionero solo en su celda. El prisionero es el traidor. El traidor es el rey.
En las democracias burguesas latinoamericanas ganar las elecciones no garantiza tener el poder, aunque esto último tiene algunos matices. Revisemos al menos tres de ellos: líderes genuinos que ejercen el poder procurando alterar para bien el statu quo; gobernantes acomodaticios y pusilánimes, que median entre el cogobierno con los poderes fácticos y la total entrega a estos, terminando de prisioneros del palacio. Son la representación política de la estulticia a la que elogió Erasmo desde Rotterdam.
La estulticia, amamantada por la ebriedad y la ignorancia, y acompañada siempre del amor propio, la adulación, el olvido, la pereza, la voluptuosidad, la demencia y la molicie -todo esto según palabras del filósofo neerlandés- es la carta de presentación de los gobernantes que convierten a sus naciones en lumpenestados al servicio de señores de otras tierras.
Sobre la estulticia en el poder también nos ilustra Aldous Huxley: “En el mundo político, podrían reducirse sensiblemente las probabilidades de que bajo sistemas electivos se designasen dirigentes imbéciles, si se impusiesen unas cuantas de esas pruebas de aptitud intelectual, física y moral que se les exigen a los que pretenden cualquier ocupación de otra clase […] Si se aplicasen a los políticos estas precauciones rudimentarias, podríamos filtrar nuestra vida pública, librándola de buena parte de esa estupidez satisfecha de sí misma, de esa autoritaria incompetencia senil, de esa deshonestidad manifiesta que actualmente la contaminan”.
Falta un matiz, que es aún peor que el de la estulticia: el de la traición. Se refiere a gobernantes que ganan las elecciones con un plan de gobierno y luego ejecutan uno totalmente opuesto. La traición no es a una persona, es a la sociedad, a los principios que se juró defender y a la palabra dada en los altares democráticos de la Patria.
En la Divina Comedia, los traidores a la Patria son condenados a la Antenora, que es un parte de un lago congelado en el infierno. Los traidores tienen inmóviles y enterradas en hielo sus extremidades inferiores, mientras que el torso está expuesto a niveles de frialdad extremos. Es como estar en una celda, inmovilizado, expuesto a las visitas de un demente y del ottro, viendo los juegos macabros de los enanos malolientes que de vez en cuando lo llaman “presidente”.
Volvamos a las democracias burguesas latinoamericanas: mientras sigan siendo burguesas, no cambiarán las infraestructuras sociales y, por tanto, mantendrán las superestructuras intactas y sus gobiernos serán respetados por las embajadas extranjeras, los poderes fácticos nacionales e internacionales y los grandes medios de comunicación al servicio de las burguesías, a los que Joseph Pulitzer llamaba “prensa cínica, mercenaria y demagógica”.
El problema surgirá -como ha surgido en Ecuador, Venezuela, Bolivia y otros países de Latinoamérica- cuando esa misma democracia se utilice para cambiar las infraestructuras y romper la hegemonía cultural vigente a la que Antonio Gramsci le dedicó tantas páginas de reflexión para alertarnos que es a través de la educación, la religión y los medios de comunicación como se subyuga a una sociedad, es así como los abusados votan por sus abusadores, es así como el buen rico gobierna o pone a un títere a que lo haga desde una celda.
En la soledad de la mazmorra, el traidor siente frío. Los enanos perversos montan fiesta en el palacio. El reino padece la epidemia de la corona, tal vez porque el oro no encuentra una sien que lo merezca, y el demente recuerda con sorna cuando lo llamaban delincuente.
Finalmente, el ottro ha visto ya terminado su retrato. Manda a llamar de inmediato a un excéntrico alemán de apellido Guttemberg: quiere ver su retrato impreso y colgado en todas las plazas del reino. Tal es su prioridad.
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