Hay unas máximas que sustentan el suelo argumentario del capitalismo hoy en fase neoliberal. Impuestas por la clase social que posee los medios de producción mediante su poder mediático, como no podría ser de otra manera en una sociedad que está dividida en clases.
Una ella es la que establece que la gente progresista (socialdemócratas, socialistas, comunistas…) deben ser, como poco, austeros (vivir en barriadas, tener un coche de tercera mano y creer que con esfuerzo se puede llegar a ser Amancio Ortega, como si las profundas desigualdades sociales no reprodujeran los roles de la sociedad).
Con ello se consigue señalar como traidores a los referentes de izquierda si tienen un móvil de una marca conocida, si van, aunque sea una vez en su vida e incluso invitados, a un establecimiento de ocio caro, si se compran una buena casa. Es decir, si hacen uso de un servicio que ofrezca el capitalismo porque no existe una alternativa disponible.
El hecho es que existe un clasismo que supone un orgullo de clase. Es decir, si un “pobre” dispone de lo mismo que un rico, ya no es “exclusivo” y pierde su valor en la sociedad. De ahí que se hayan esforzado tanto en crear una repulsa social en cuanto alguien de la clase “baja” no adquiere un bien que no le corresponda.
Pero además el significado es político, ya que se consigue anular, incluso entre sus propias bases, los liderazgos que pueden organizar a la sociedad para provocar una ruptura que sirva para redistribuir la riqueza.
Como la izquierda denuncia a los ricos y hace propuestas para que lo sigan siendo, pero menos, la lógica mal entendida señala que las cosas de los ricos no les gustan, y por lo tanto no pueden tenerlas o se convertirán en lo que siempre han rechazado.
Primeramente se debería señalar que el voto de pobreza lo hacen los cristianos, no la izquierda, que allí donde ha gobernado ha elevado de manera intensa el poder adquisitivo de la población, como en Bolivia, Ecuador y Venezuela (que lo está perdiendo a causa de las sanciones aplicadas contra su industria petrolera), algo reconocido por instituciones como el Banco Mundial y el FMI, nada sospechosas de apoyar a esos gobiernos.
En segundo lugar, sobre la riqueza, los progresistas hacen dos críticas. La primera afecta a tan poca población que cabría en un porcentaje menor del 3%, y es que no es éticamente permisible que una sola persona posea tanta riqueza como la de otros tantas decenas de millones, o incluso de muchos Estados.
Provoca dependencia. Muchos enfermos de cáncer dependen del humor de Amancio Ortega, muchos enfermos por la actual pandemia del cacique local de turno que quiera abrir su local para atender a los enfermos del COVID-19; sin tener en cuenta que si ambos adinerados pagasen sus impuestos y/o no contratasen mano de obra infantil y/o esclava, sería las instituciones públicas las que se harían cargo, lo que consistiría en más atención otorgada en base a parámetros de igualdad.
Provoca pobreza. La riqueza a tal nivel se consigue con explotación y dinero negro. ¿Cómo lograría Amancio Ortega esos precios tan competentes en Zara y sostener su emporio mundial sin manos de obra esclava? Esos ricos de altísimo nivel necesitan la pobreza que generan con su concentración de la riqueza para poder seguir obteniendo beneficios.
Perpetúa la desigualdad. Al impedir redistribuir la riqueza, los que trabajan los medios de producción no pueden acudir a la universidad o estudiar alguna otra especialidad para formarse porque no tienen recursos económicos, o deben ocuparse de sus familiares dependientes que quedaron abandonados por el Estado tras modificar el artículo 135 para pagar la deuda que los millonarios había creado especulando con el dinero de las arcas públicas aportados por los trabajadores. En España, se señala cada vez que pasa un año fiscal que los trabajadores aportan más al Estado que los grandes millonarios, teniendo unos ingresos muchísimo más bajos.
El discurso de la izquierda no interpela a los que tienen unos sueldos que, ante el salario mínimo, parecen altos; pero que, ante los salarios de los que son realmente ricos, no alcanzan ni para una propina en sus selectos clubs de campo, o donde sea que se reúnan ahora.
Ir a comer a un restaurante “caro” de vez en cuando, tener unas Vans, sacar del bolsillo el último Huawei con el que la dueña aguantará más de tres años, y pagar Xbox GamePass, por poner unos ejemplos, no significa que se sea rico, ni mucho menos objeto de las reivindicaciones de la izquierda en favor de redistribuir la riqueza.
Eso es la realidad objetiva que los medios de comunicación de los verdaderos ricos han transformado en verdad. Con el fin de conseguir que los trabajadores que están un poco por encima de otros económicamente, se consideren parte de la clase “alta” -idealizada en películas y series-, y así defiendan los intereses de los ricos, sin serlo. Perpetuando el actual statu quo.