Carmen Thyssen, una señora que, considero, merece todos nuestros respetos al igual que nuestro agradecimiento. Que sin necesidad de ostentar banderitas ofensivas en la correa de sus relojes y también sin ningún tipo de alharacas, lo más discretamente que ha podido, ha hecho más por la cultura de este país que el resto de la nobleza con pedigrí junta.
Algo que recuerdo haberle oído comentar, o tal vez leído, sobre cierta amargura o frustración por su parte, sin resentimiento, por detectar cierto rechazo a ser considerada por nuestra aristocracia como “uno de los suyos”.
Y ante el hecho de que, al parecer, incluso nuestra casa real, con ocasión de alguno de los fastos que esporádicamente antaño se celebraban (ahora hace mucho que no se dan, con la que está cayendo), no se dignó cursarle una invitación.
Una mujer de nuestro tiempo, en la que pese a poseer una indudable belleza y un innegable atractivo, cabe suponer además una gran inteligencia y un fino instinto para permitirle conseguir llegar donde ha llegado.
Y lo que ya no es tan frecuente, el unir a esas cualidades una cierta coherencia y una generosidad natural que ha permitido atesorar, esperemos que definitivamente, en nuestro país quizás la mejor colección privada del mundo, la que constituye el conjunto de la creada por ella misma y la de su fallecido marido. Gracias señora.
Ya sin más preámbulos pasamos a ver la primera parte de esta fantástica colección, justamente la que dedica al paisaje romántico y costumbrismo este hermoso museo, ubicado en un céntrico palacio y en el que se ha tenido la sensibilidad de buscar además una mayoría de obras relacionadas de un modo u otro con Andalucía.
Hay que reflexionar y colegir que el maldito romanticismo, origen de todas las desaforadas filias que indefectiblemente conducen a los nacionalismos mas exacerbados (el siguiente paso es inevitablemente el fascismo, si tu pueblo, tu raza, tu nación es mejor que los otros, eso desemboca en lo que desemboca).
El romanticismo, decía, nos brindó por otra parte una belleza en los paisajes desde el siglo XVIII y sobre todo en el XIX, en los que su consabida naturaleza hiperbólica se ve dulcificada por los elementos más ambles que, en general, el pintor pueda aportar, como vemos por ejemplo en Manuel Barrón.
Y qué decir del grandísimo Genaro Pérez de Villaamil, para nosotros el más brillante de todos, aportando esas ruinas monumentales tan románticas.
Y hay que apuntar, que precisamente gracias a esta gente se sensibilizó a los poderes de la época en orden a intentar salvar del deterioro total muchos de estos restos que actualmente constituyen una parte muy importante de nuestro patrimonio.
Y no duden de que de no mediar esta curiosidad, este renovado interés por el pintoresquismo que aportó el romanticismo, sin duda se hubiesen perdido inexorablemente.
“Corrida de toros en un pueblo”
En la feria de Sevilla de Manuel Cabral Aguado Bejarano (así eran ya las casetas de la famosa feria de abril en 1855).
Cogida en una capea de pueblo de Eugenio Lucas Fernández
Un baile de gitanos en los jardines del Álcazar, delante del pabellón de Carlos V de Alfred Dehodencq
Andaluces en la venta, de José Rico Cejudo
Cortejo español, de José García Ramos
El chico de la gallina, de Manuel Benedito
Recién casados, de Ricardo López Cabrera