Vuelven los noventa, por fin. Ya era hora. Tenía la sensación de que los ochenta llevaban veinte años de moda.
Vuelven los noventa. La década en la que la Generación X tenía veintitantos y los que iban detrás (o sea, entre los X y los Millenials, lo que algunos llaman Xennials) eran (éramos) teenagers.
El Muro acababa de caer y la Historia había llegado a su Fin. No eran tiempos interesantes, sino todo lo contrario: eran tiempos intrascendentes. Lo de siempre: una guerrita aquí, una hambruna allá. Algunos brotes de alguna enfermedad rara en algún lugar lejano. Hollywood todavía no cantaba al fin del mundo ni a supersoldados salvadores. La música era algo oscura y más bien tristona. Algunas de las películas del momento mostraban los efectos de la irrelevancia de ese tiempo histórico en una juventud que se tenía por huérfana anímica y espiritualmente: pelea sin sentido (El Club de la Lucha), evasión (Trainspotting), constante lloriqueo (Reality Bites).
El estigma de la Generación X era, según los Boomers, su poco fuste: no habían sido seriamente puestos a prueba y por tanto carecían de retos y motivación. Irónicamente, esa falta de objetivos, ese supuesto hedonismo fue el terreno perfecto para el despliegue de la Globalización Feliz, del triunfo incontestable del neoliberalismo.
Su victoria fue tan arrolladora que hasta se consentía al enemigo recién derrotado pasear sus banderas hechas jirones y concederle el trágico e inane atractivo que el vencedor, en su soberbia, concede al perdedor. “Pobres, con lo que han sido”.
La década se cerró, no obstante, con un film que directamente negaba lo existente: la calma es sólo aparente, detrás de este perfecto escenario de paz y prosperidad se esconde la dominación definitiva (Matrix). Nostalgia de enemigos reales ante la perfección del mundo virtual. Qué era lo virtual y lo real en Matrix y en nuestro mundo es todavía motivo de debate.
Ante semejante panorama, el único aliciente parecía que era esperar a que el cambio de milenio trajera los anhelados “tiempos interesantes”. “Ten cuidado con lo que deseas, puede convertirse en realidad”, dice el conocido proverbio, chino, para más inri.
Llevamos ya veinte años del siglo XXI. Hemos vivido el 11S, la subsiguiente Guerra Mundial contra el terrorismo (que todavía dura), el Crack de 2008, la subsiguiente Gran Recesión y ahora la Pandemia del Coronavirus y lo que le siga, que todavía no tenemos muy claro qué va a ser, pero sí sabemos que lo cambiará (una vez más) todo.
Hemos visto al “mejor presidente de los EEUU” (Obama) y al “peor presidente de los EEUU” (Trump). Hemos visto cómo China ha pasado de ser la confirmación del éxito del capitalismo a su mayor amenaza desde los tiempos de la URSS. ¡Qué tiempos aquellos (los noventa) en los que el crecimiento de China era jaleado con malévolo sarcasmo por los turboliberales! ¡En los que los productos chinos eran baratijas de Todo a 100 y no temibles artefactos de dominación! Ironías del destino, que diría Morfeo.
En el ámbito doméstico, hemos visto el auge y caída de Juan Carlos I, el auge y caída (y reválida) de Podemos, el auge y caída (y regreso) del PP/PSOE, la “secesión” de Euskadi (Plan Ibarretxe), la “secesión” de Catalunya (Procés) y mientras España se rompía cada 15 días, ETA se disolvía y hasta ganábamos un Mundial.
Llegados por fin a tiempos interesantes, las crisis se acumulan, los problemas se amontonan. Como el mundo está más interconectado y más alejado que nunca, las opiniones, las tendencias, los intereses, se agrupan y se solidifican con rapidez para oponerse ferozmente a otros.
Los Pinker dicen que nos estamos aproximando al punto más alto de la Historia en democracia, tolerancia, prosperidad y bienestar y que los que lo niegan son unos estetas enamorados del postureo depre.
Los Chomsky advierten que lo que estamos viviendo es una colosal quiebra del orden global con inminentes consecuencias ecológicas y humanas, y que los que lo niegan son tecnófilos deslumbrados por los últimos fogonazos del neoliberalismo. Unos y otros remiten a posturas muy de los noventa. El mejor de los mundos posibles pese a todo o, pese a todo, el peor de los mundos posibles.
Ojalá estuviéramos en los noventa, cuando podíamos discutir de esto desde la total intrascendencia, conscientes de que posicionarnos no tenía (aparentemente) ninguna consecuencia.
Dos Boomers acaban de disputarse la presidencia de EEUU bajo la promesa de revertir su evidente decadencia. Uno proponía el retorno a la grandeza; el otro, recuperar el consenso político y la cohesión social. Take back control, recupera el control. Llevamos así una década.
Siento que la respuesta está en un “más allá” terrenal, una alteridad de lo existente que no es ni la consumación de todo lo bueno que teníamos hasta ahora, insostenible a largo plazo y en el plano global, ni el resultado de una cataclísmica catarsis, de la que podría salir cualquier cosa y en la que solo obtendríamos por seguro el sufrimiento inmediato.
Pese a ser un lema profundamente generacional, no estamos siendo capaces de construir otro mundo posible, bien porque no sabemos, bien porque no podemos.
Tal vez nos creímos realmente el fin de la historia, tal vez no somos capaces de imaginar otro mundo posible. Tal vez solo quede la defensa de los mejores aspectos de éste. Entonces la pregunta es: ¿será suficiente?
Los hijos de este siglo, los llamados “Alfa” (hemos reiniciado la cuenta tras los Z) y los más recientes (llamados Pandemmials, o Hijos del Virus) van a tener mucho trabajo por delante.
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