Ante una agresión sexual, primero proteger a la víctima y después juzgar a los atacantes
El sistema de justicia no tiene en cuenta el sufrimiento de la víctima a la hora de llevar a cabo su proceso, por lo que la obliga a revivir públicamente, el episodio de la agresión padecida.
Después del esperpento de juicio que hemos vivido en vivo y en directo con el juicio a los monstruos que violaron una joven de 18 años en Sabadell, solo cabe hacerse una pregunta: ¿qué demonios hace la justicia para sanar el maltrato y la violación de una víctima como la de este horrendo caso?
La verdad es que esto, bajo la opinión de quién escribe este artículo, no es una justicia reparadora de nada, al contrario, solo sirve para poner en escena a monstruos alejados de sus sentimientos y de la empatía. Y sino, que alguien me explique cómo se siguen produciendo casos -solo conocemos los que saltan a los medios de comunicación, claro- similares al ocurrido en 2016 durante las fiestas de San Fermín.
Hay muchos debates alrededor del papel de la justicia, como también del que desempeñan los medios de comunicación. Pero por un momento dejemos a un lado a jueces y periodistas para hablar de la responsabilidad pública y del cuidado a las víctimas.
El hecho de que surjan casos de agresión sexual en grupo -generalmente protagonizada por hombres- tiene infinidad de motivaciones, pero llama la atención la estructura, no tanto de cómo se cometen estos aberrantes delitos, sino el cómo la justicia imposta su proceso judicial.
Ya se ha hablado infinidad de veces sobre el calvario absolutamente injustificado que deben vivir las víctimas cada vez que deben significarse en público delante sus propios agresores. Es más que preocupante cómo el sistema judicial no entiende que para una víctima, significarse en público ante su agresor es lo mismo que trasladarse al daño más profundo que le han hecho, y al mismo tiempo, en muchos casos sentirá vergüenza porque no se siente digna de su vida; le han rasgado su dignidad.
Y, es más, hacer públicas en las redes o en los medios, imágenes o detalles de lo ocurrido en ese brutal momento, es carne de cañón para niños y adultos que viven en un mundo lleno de imágenes sexuales agresivas sin ninguna necesidad por parte de estos de empatizar con nada que no sea su placer de sentirse fuerte.
También llama mucho la atención cómo tratamos en nuestras sociedades a las víctimas de agresiones -no sólo sexuales-. El efecto causa-represión o justicia es el canal por el cual solventamos los delitos. Pero, hay más. Mucho más.
Hay que tener una mirada de compresión y empatía, también por parte del sistema judicial, por mucho que haya jueces y fiscales concienciados con el dolor que sufren las víctimas en este caso.
En muchas agresiones como a la que me refiero en este artículo, se valora más por parte de familiares y jueces el hecho de ajusticiar al agresor que han causado el daño que en acoger a la víctima, y protegerla de una esfera pública que hace años que ha pasado de ser una zona neutral, de protección, para pasar a ser un espacio en el que buenos y malos salen a pescar lo que sea.
Esa es la clave, acoger antes que juzgar. Proteger antes que ajusticiar. No es que la justicia no deba seguir sus procedimientos, -otro debate es si estos procedimientos legales perjudican más a la víctima que al agresor-, es que vivimos en un mundo de imágenes y de mensajes fáciles, y la esfera pública puede ser un elemento reparador para quién ha sufrido mucho daño, pero no así.
No con esta cultura tan nuestra de hacer justicia sin pensar en quién sufre. No con un sistema que pone en el mismo rango a quien claramente padece como a quien claramente ha perpetrado el dolor. Uno solo quiere escapara para no sufrir, y el otro sólo quiere escapar de una condena que le perjudique más su vida.
La víctima debe tener garantías de que salir a la luz pública no va a comportar más humillaciones ni violaciones de su intimidad, para ella sentirse juzgada y ultrajada es tanto como volver a repetir el terrible episodio vivido.
Esto tiene que acabar. No podemos mantener un sistema que no busca reparar sino clasificar y ejercer su poder. No podemos sostener un sistema cultural dirigido a señalar sin pudor obviando los daños personales de las personas, -muy habitual en mundos que deberían mantener un mínimo de cordura ética como lo es el de la política-.
Incluso hay que profundizar en por qué se cometen semejantes monstruosidades. Qué hace que algunos jóvenes lleguen a este nivel de agresividad y desconexión emocional para cometer estos actos llenos de impunidad.
No es fácil arreglar todo este descalabrado sistema que necesita ser transformado. Y, por cierto, a quien primero se debería transformar es a algunos jueces que día a día demuestran que viven en un mundo demasiado normatizado donde no logran ver, o no quieren, que se juzga no solo a personas, también los límites que determinarán su futuro.