María iba en el último vagón del tren que recorría la línea tres del metro de la ciudad. Era tarde. Salía del trabajo a las diez y tenía una hora de trayecto hasta su casa. A esas horas el transporte público no iba demasiado concurrido. Había gente que como ella volvía de trabajar, otros que venían de distintos lugares, y siempre se encontraba con algún “personaje” en estado ebrio al cual le gustaba tener controlado con la mirada, “por si acaso”.
Ella llegaba al final de la línea, así que cuando se bajaba lo hacía siempre acompañada de solamente una o dos personas. Vivía en el extrarradio y a esas horas no había mucha gente en la calle. Ese día llegó a su parada junto a una señora mayor y un chico joven. No parecían peligrosos y no les dio la más mínima importancia.
El tren llegó y las puertas se abrieron. La estación era una de las más profundas y subir por las escaleras mecánicas se convertía en un suplicio, así que prácticamente todo el mundo esperaba el ascensor. María, la señora y el chico esperaron unos minutos a que el pesado trasto se desplazara en vertical hasta el andén ya que tenía unos cuantos metros de recorrido.
María se puso la primera. Pudo notar como el chico se posaba detrás suyo a una distancia demasiado corta, estaba invadiendo su espacio vital y eso a ella la molestaba soberanamente. Podía sentir su aliento en el cuello y empezó a ponerse muy nerviosa.
Poco a poco el chico avanzaba muy ligeramente pero lo suficiente para que la ira de María fuera “in crescendo”. La mujer parecía no percatarse de nada. Al cabo de unos minutos el ascensor llegó, subieron los tres y pasó un minuto hasta llegar a la salida.
Primero salió María, luego la señora y por último el chico, quién se alejó apresuradamente adelantando a las dos por la izquierda. María se tranquilizó. La señora mayor torció a la derecha en el primer cruce y María se quedó sola en la oscuridad, tan solo alumbrada por las cuatro farolas de la calle. Iba a su aire, pensando en todo lo que tenía que hacer al llegar a casa y al día siguiente.
A los cinco minutos apareció en la puerta de su casa. Tenía prisa en llegar y nada más abrir la puerta entró en el ascensor corriendo. Había marcado el tercer piso. Al llegar a su piso sacó las llaves de su bolso y las introdujo en la cerradura. En cuestión de milésimas de segundo alguien le puso un pañuelo empapado en cloroformo en la nariz y se desmayó.
María despertó confundida. Habrían pasado horas, pensó. Se encontró sentada en su sofá con las manos atadas a la espalda, los pies también atados y la boca tapada. El secuestrador había utilizado ropa que había encontrado en el armario de la casa y había confeccionado una suerte de cuerda casera.
El reloj de pared del comedor marcaba la una de la madrugada. La mujer había perdido la noche del sábado y eso la ponía furiosa. A saber a qué hora podría irse a la cama en esas circunstancias. Era la única noche que tenía para ella ya que solamente libraba el domingo y lo dedicaba a evadirse y hacer aquellas cosas que entre semana tenía que hacer deprisa y corriendo con el cronómetro en la mano. Se preparaba una buena cena, engullía un buen postre lleno de calorías y luego se sentaba a ver una película o a leer una buena novela. No tenía prisa, no madrugaba al día siguiente. Era su noche especial. Pero ese imbécil lo había jorobado.
El chico apareció por el pasillo con un par de colgantes de plata que había cogido del joyero de la habitación. María cerró los ojos y se hizo la dormida. Antes de hacerlo se había fijado en que el muchacho ya había preparado su botín al lado de la puerta del salón.
María no tenía apenas cosas de valor en casa así que el chico había cogido el portátil, el aparato de televisión y el teléfono móvil, nada más. Se estaba entreteniendo mucho en inspeccionar minuciosamente cada cajón de la casa y solo había encontrado dos colgantes de plata. Era un novato, eso estaba claro.
Seguramente tendría a alguien esperándolo en la calle con un vehículo para poder llevarse la mercancía y a esas horas de la noche era muy difícil que alguien los viera. Aún así, no dejaba de ser una chapuza de dimensiones mayúsculas. Se creían una banda organizada de ésas que roban en caserones y mansiones de gente adinerada, pensaban que en ese barrio se iban a hacer de oro, los muy idiotas.
María entreabría los ojos sin que él se diera cuenta para controlar sus movimientos. Se fijó en su rostro y advirtió que el chico ni siquiera era del barrio, no lo tenía visto por allí. Ella era una persona muy observadora y tenía un archivo mental de las caras de los más peligrosos del lugar. El chico no estaba en el archivo.
Vio también que llevaba una camiseta y unos pantalones de marca cara, no pudo ver los zapatos pero adivinó que serían unas zapatillas deportivas también de marca pija. El chico era hijo de una familia bien que, quizás, había decidido emprender su “propia empresa” en rebelión contra su propia familia. Patético. “Un niño pijo robando en mi casa” pensó María, “qué ganas de llamar la atención”. “Menudo imbécil”.
El chico tenía unos veinte años, era muy joven. Físicamente era poquita cosa. Metro sesenta, delgado, cabello moreno y ojos castaños. Una cara normal, del montón, sin facciones muy marcadas. “Tiene cara de lerdo” pensó María y se le escapó una sonrisa que le costó dibujar debido al trozo de tela que tenía entre los labios. “Lo vas a pasar mal querido…”.
El muchacho parecía no tener prisa, no veía la gravedad del asunto. Paseaba piso arriba y piso abajo en busca de objetos de valor que, desafortunadamente, no llegaría a encontrar. La mujer conocía bien su ropero y sabía que el jersey con el que la había atado era de una tela muy mala. Iba a deshacerse de él muy fácilmente. Pero esperaría el momento idóneo, al fin y al cabo no tenía ninguna prisa. Los pies prácticamente los había soltado en un par de sacudidas sin más complicaciones. El chico ni siquiera tenía fuerza como para habérselo apretado con un mínimo de garantías. Imbécil.
El tiempo corría sin dilaciones, María esperaba y esperaba, disfrutaba de la espera. Él seguía mirando y rebuscando, creía tener a su víctima bajo control. Pensaba que saldría de esa casa sin que ella le hubiera visto la cara y así no lo reconocería delante de la policía.
Realmente creía que era el crimen perfecto. Ella se despertaría al cabo de unas cuantas horas, aterrorizada, atada, sin saber qué hacer, completamente desvalida y acongojada. Una mujer sola, alguien la encontraría e iría a poner una denuncia por robo, para poder cobrar del seguro, si es que lo tenía. Ella cobraba y él también, todo en orden. La vida es complicada, nunca es como te la esperas. La vida puede ser un soplo y no darte cuenta. Carpe diem.
Se hicieron las dos de la madrugada y parecía que el chico empezaba a aburrirse. Comenzaba a tener ganas de marcharse. Fue hacía el pasillo y en ese momento María aprovechó. Se quitó los vendajes y se dirigió a la cocina. Observó los cuchillos colgados de la pared encima del mármol. Era muy pronto, no podía ser. Necesitaba algo pesado. Tenía una licuadora antigua que pesaba un quintal, la cogió firmemente.
Esperó a que el chico regresara ya dispuesto a llamar por teléfono a su cómplice para que fuera a buscarle. Al pasar por delante de la cocina, María le asestó tal golpe en la cabeza que el muchacho cayó redondo en el suelo con un traumatismo cráneo encefálico espectacular. Ya era suyo. María tenía hambre, era muy tarde. Debía prepararse la cena.
El chico despertó al cabo de una hora. Estaba en una bañera vacía. Era una bañera grande, ancha y larga. No estaba atado, sin embargo por más que lo intentara no podía mover un músculo de su cuerpo. Podía ver, pero nublado, aunque no tenía los ojos abiertos. Se dio cuenta que tenía los ojos empapados en sangre. Le habían cortado los párpados. Literalmente no tenía los ojos abiertos, sencillamente no tenía párpados.
Quiso gritar, quiso levantarse, quiso salir corriendo. No pudo. Estaba paralizado. María le había inyectado un compuesto químico específico para que aunque estuviera consciente no pudiera mover ni un músculo. Eso le dificultaba el hecho de que pudiera ver lo que estaba ocurriendo. Le interesaba enormemente que pudiera verlo todo. Todo tiene solución en esta vida…
El chico hizo fuerza para cerrar los párpados, no pudo. No entendía nada. Nunca volvería a ver oscuridad, todo era luz e imágenes pasando por delante de sus rojizas córneas. A las personas les asusta la oscuridad, sin embargo el mero hecho de pensar en que tu ser no volverá a albergar en su visión un ápice de oscuridad, es un pensamiento tan aterrador que hace que un hombre pueda volverse loco… De sus ojos resbalaban ríos de sangre mezclados con lágrimas, el chico sentía un escozor tan profundo que le daban ganas de arrancarse él mismo los ojos con sus propias manos. Pero tampoco podía. No podía hacer nada. Había llamado a la puerta equivocada esa vez.
Pasaban los minutos y se hacían eternos. El chico no podía siquiera mover los glóbulos oculares de izquierda a derecha o a la inversa. Veía todo lo que tenía delante y nada más. Y eso era demasiado. Solo tenía veinte años. Quizás veintiuno, veintidós…
Su corazón latía rápido, sus órganos vitales no se habían detenido, seguían suministrándole su pequeño aliento de vida, no le abandonarían tan fácilmente aunque él lo quisiera así. Pasaron más de cuarenta minutos y el chico empezó a estabilizar su mente. Empezó a escuchar lo que ocurría en la habitación contigua. Se escuchaba el rumor incesante de un tecleado rápido en un ordenador, el portátil en el que María llevaba sumergida desde hacía horas.
Teclas y teclas hundiéndose hasta el final de su recorrido vital una y otra vez. Ni la mejor mecanógrafa de los años cincuenta hubiera alcanzado tal velocidad haciendo sus mejores marcas. El sonido acababa siendo ensordecedor, e incluso así el chico agradecía por momentos ese sonido estridente que conseguía que su imaginación volara en su mente y por un instante dejara de recibir conscientemente las señales que sus órganos oculares mandaban a su cerebro.