La señora Carmen se levantó temprano ese domingo. Tenía un duro día por delante. Debía poner al menos dos lavadoras con la ropa de sus nietos, y tener el desayuno preparado para su hijo. Todo ello antes de las diez de la mañana. Luego empezaría a preparar la comida y pasaría el aspirador por la casa, que ya hacía un par de semanas que esperaba en el armario de la limpieza a que lo sacaran a dar un paseo.
Los niños se despertaron de un sobresalto con el ruido de esa vieja máquina, por lo que salieron de su habitación compartida vociferando en calzoncillos con las greñas despeinadas, pues los niños ya tenían 19 y 20 años.
La señora Carmen apagó el viejo aparato para chillarles a sus nietos que fueran a desayunar, que este ya estaba preparado en la cocina. Pero ellos dieron media vuelta a su cueva dando un portazo no sin antes dejar claro que no tenían hambre y que iban a ponerse a jugar a la consola, en la que seguramente pasarían toda la mañana entera.
La señora Carmen regresó al comedor una vez terminada su tarea para reencontrarse con su hijo de 50 años quien sostenía una taza de café mientras el aparato de televisión le succionaba la mente.
–Si es que no me extraña que no encuentre trabajo. Viene toda esta chusma de fuera y nos lo quitan todo. ¡Pero luego el racista eres tú!
La señora Carmen lo miraba mientras doblaba la ropa de la lavadora de ayer. Los niños manchaban mucha ropa sin ni siquiera salir de casa. “Están en la edad, qué se le va a hacer” pensaba ella. Su hijo seguía quejándose ahora con una ensaimada en la mano. Gesticulaba al mismo tiempo que hablaba y la señora Carmen clavaba la vista en esa ensaimada yendo de aquí para allá sin reposo.
–¡Haz el favor Manuel! ¡Que acabo de pasar el aspirador y ya me estás poniendo el suelo perdido! ¡Hay que ver que me tenéis amargada! ¡Hay que ver!
La señora Carmen mantenía a los tres con su mísera pensión de viuda, ya que ella nunca había tenido un trabajo remunerado en sus 72 años de edad. Su hijo llevaba cuatro años en el paro y sus nietos no tenían intención ninguna de ponerse a hacer nada que no fuera jugar y salir con los amigos.
La señora Carmen no había conocido otra vida más que aquella de calcetines remendados y calzoncillos sucios. Su marido ( que en paz descanse) había sido el que había traído el pan a casa durante toda su vida. Fue portero en el mismo edificio desde el año 57 hasta el 99, año en el que le jubilaron con una paga más que suficiente para él y su esposa Carmen. Lamentablemente al cabo de cinco años falleció dejando a la señora Carmen viuda con la mitad de la pensión que habían tenido hasta entonces.
Al poco de fallecer su marido, su hijo mediano se separó de su mujer y tuvo que acogerlo en su casa, pues su triste sueldo de vigilante no le daba para alquilar una vivienda. Los niños tardaron unos años más en ir con ellos. Fue en el momento en que su madre metió en casa a otro hombre y claro, los niños prefirieron ir con su padre.
La señora Carmen se hacía cruces de la situación, pues una mujer como Dios manda debe servir a su marido toda la vida. “Ahora son todas unas golfas” le solía decir a su hijo, “en mí época los matrimonios aguantaban hasta el final, no como ahora”.
Sus otros dos hijos seguían casados y mantenían sus respectivos trabajos “gracias a Dios”. Pero este hijo, “pobre Manuel, qué mala suerte has tenido en la vida, hay que ver…”.
La señora Carmen pasaba el día maldiciendo los políticos de un lado y de otro. La hora de la comida era su momento favorito para hacerlo ya que a sus lamentaciones se le sumaban las de su hijo y sus dos nietos. Masticaban con la boca abierta y hablaban entre mordisco y mordisco levantando el tenedor al cielo como el orador que da un discurso a sus discípulos. “Este país va hacía el precipicio…”, decía el padre, “en el barrio solo se ven chavales de fuera…” añadían los “niños”, “dónde vamos a ir a parar, hay que ver…” se lamentaba la señora Carmen dejando ir un suspiro de desesperación al terminar la frase.
Pero ese domingo algo era diferente. Ese domingo era domingo de elecciones y el tema de conversación era más importante que otras veces.
Después de desayunar el hijo de la señora Carmen salía a buscar el pan y de paso se acercaba al bar de la esquina a pasar la mañana hasta la hora de comer. En esta ocasión, la parada en el colegio electoral era obligada.
–Ésta vez sí que voy a ir a votar. Pero no a los partidos de siempre, no. ¡Son unos chorizos todos! Voy a votar a este partido nuevo que dice que va a echar a toda la chusma del país y va a acabar con los perros éstos que quieren un referéndum para ellos solos. ¡Si nosotros no podemos votar ellos tampoco!
La señora Carmen se sentía orgullosa de su niño que en 50 años no había pisado un colegio electoral hasta ese momento. Ésta vez era importante ir, hasta el punto que los nietos también se sumaron y acompañaron al padre a votar al partido que iba a cambiar las cosas de verdad. El único partido que defendía el país. El único libre de ladrones. El único en el que tenían las cosas claras.
La señora Carmen no fue con ellos, pues todavía tenía mucho trabajo por delante. Además, votar no era una tarea de mujeres, las cosas de política concernían solamente a los hombres. Ellos sabían lo que se tenía que hacer. Sonreía mientras sus arrugadas y ásperas manos se mojaban con el agua de fregar los platos. La mesa lucía desordenada y llena de los platos y vasos del desayuno. En el suelo, un reguero de azúcar de las ensaimadas teñía la alfombra. “Hay que ver” pensó la señora Carmen mientras se secaba las manos dispuesta a ir a buscar la escoba.