“No va a ser tan malo en el poder”, “Él habla para provocar”, “No estoy de acuerdo con lo que dice, pero me aburre la corrección política”. Estas frases y otras tantas han sido, junto a las fake news y el encarcelamiento de Lula da Silva, las que han erigido una figura autoritaria como la de Bolsonaro en Brasil. Valiéndose del podio de la democracia representativa, el nuevo candidato autodefinido como antidemócrata, antiecologista y detractor de los derechos humanos se hacía con la presidencia del país latino venciendo a Haddad en la segunda vuelta de las elecciones.
Jair Bolsonaro había triunfado con propuestas descabelladas como pavimentar todo el Amazonas, esterilizar a las mujeres pobres o encerrar a los homosexuales. Su agresiva campaña, su desvergüenza y su falta de miedo le valieron el apoyo de una mayoría de brasileños desesperados por la situación inestable del país y ávidos de espectáculo que encontraron en un líder populista e inescrupuloso a un mesías de la crueldad necesaria y el orden.
Orden sin progreso. Esa será la bandera que ondeará en Brasil los próximos años. Pero más allá de las políticas sociales que afectan a las personas, resulta incluso más temible a largo plazo el daño que puede sufrir el asmático más grande del mundo: el Amazonas, la Amazonia, la Selva Amazónica. Esa que lleva años sufriendo la ineficacia política encarnada últimamente en Michel Temer, una tecnócrata Dilma Rousseff –su política ecológica siempre fue desastrosa- y el propio Lula da Silva.
Aún así resulta comprensible. Es demasiada selva para tan pocos hombres. Demasiado oxígeno, demasiado peligro; demasiada belleza, maleza, fauna, troncos; demasiados meandros que entretienen a las corrientes de ese maravilloso río antes de que cumplan con su cometido de alimentar a los mares australes; demasiados amantes tiene el propio río Amazonas siendo algunas promiscuas fuentes y otros sinuosos ríos. Es normal que se contagie de algunas enfermedades.
Los indígenas y lugareños amazónicos, silenciosos y amenos, conocen todas las travesuras y aventuras sucedidas en las parcelas de selva en donde viven, pero ni todas las tribus humanas que pueblan tan colosal lugar pueden completar el gigantesco puzle amazónico. Ni atacar a todo aquel que roba sus piezas. Ellas solo se nutren de sentimientos sin explorar más allá. Simplemente conectan con lo que viven sin invadir ni provocar en exceso a la madre naturaleza.
Para eso están los drones, para sacarnos a todos de la ignorancia con simples fotografías y mapas. Para que no nos sintamos tan culpables de no escuchar a esos seres que calificamos de incivilizados mientras un cristiano ejemplar como Bolsonaro planea otra pequeña deforestación. Siempre he pensado que cuando Amancio Ortega inaugure su primera tienda en un centro comercial amazónico debería llamarla Zarará. Como ese arará azul –el pájaro de la película Río– que está a punto de extinguirse…al igual que la democracia del país que sobrevuela.
“Pero gracias a Bolsonaro habrá disciplina”.
“Sí, ya era hora de que Brasil no se rigiese por la ley de la selva”.