Estoy aquí, sentada en la celda de mi prisión, con un montón de papeles de diferentes juzgados en los que la ley no nos protege, ni a mí, ni a mis hijos, no me da la “razón”, nos castigan y me tratan como si de una delincuente se tratara.
¿Por qué no puedo dejar de sentirme presa? ¿Por qué no puedo sentirme feliz? Se supone que es así como tendría que sentirme llegado a este punto de mi vida, cuando una persona lucha por la justicia en la que cree, pero no ha sido así.
No lo entiendo.
El mundo por el que he luchado se desmorona e intenta arrastrarme. La justicia, esa que debería protegerme y cuidar de mis derechos me ha dado la espalda, me castiga con severidad en una sentencia injusta, y yo me pierdo en la tristeza porque no consigo entenderlo ni parar de preguntarme: ¿los jueces tienen corazón? ¿Acaso humanidad?
Empiezo a recordar y a pensar como he vivido los últimos años de mi vida, sintiendo dolor, miedo, frustración, culpa y arrepentimiento.
Él empezó siendo un hombre encantador conmigo. Me hacía sentir como si mi “cuento de hadas” se hubiese cumplido, siempre cariñoso y atento, detallista, amable, pendiente de todo y más… Sin embargo un día, algo se transformó en él, siempre estaba fuera de sí y cada vez se enfadaba más. Fue entonces cuando todo cambió. Si me callaba era porque en realidad le estaba dando la razón, y él estaba allí, “como un cabrón” aguantando aquella situación solo porque me quería. Si yo me defendía era aún peor; el caso es que siempre acababa siendo “una puta” y él “un cabrón consentidor”.
Siempre quise ver algo bueno en aquel padre de mis dos niños, tenía que haber una explicación porque nadie cambia tanto de la noche a la mañana. Pero no, no paró nunca de martirizarnos, ni a mí ni a nuestros hijos.
El recuerdo más amargo es el de la primera bofetada, no me dolió en la cara, sino en el alma. ¡Y cuánto duele el alma!
Con el paso del tiempo todo se volvió oscuro, tétrico, putrefacto… Había dejado de ser y había pasado a ser… no sé muy bien el qué, ¿quizás una piltrafa?
De ser una mujer alegre, activa, capaz de organizarme y cumplir con mis responsabilidades, pasé a ser incapaz de hacerme cargo de nada, excepto una cosa, la única importante y el sentido de mi vida, la obligación de proteger a mis hijos. Llegados a este punto, estos últimos años los he pasado sacando fuerzas de donde no las había, hasta que por fin conseguí denunciarlo venciendo al miedo que me tenía paralizada. Fue uno de los peores días de mi vida y en contraste, también el mejor; ¡menuda contradicción!
Lo peor fue denunciar al que por mucho tiempo pensé que era “mi príncipe”, al padre de mis dos niños, ¿qué les iba a decir a partir de ese momento?, sin embargo, por otra parte yo había dicho basta a nuestro verdugo, y ya no le permitiría hacer más daño, ni a mí ni a mis niños.
Qué raras somos las personas. ¿Cómo se pueden tener sentimientos tan contradictorios al mismo tiempo? Ha habido muchos momentos en los que creía que estaba cayendo sin remedio en la locura.
Ahora, estoy segura de que a quién amaba no era el hombre con quién convivía, que ese príncipe creado por la ilusión nunca había existido, que solo interpretaba un papel fingido para capturar su presa; él siempre fue nuestro verdugo. Pero que difícil es aceptarlo.
Todo ha llegado a su fin, pero no para mí, no me he librado de él ni de quienes lo apoyan, sus cómplices, el juez, su abogado… Ahora sé cuál es el precio que debo pagar, ha quedado claro que la justicia ha decidido que él sea la víctima y me obliga además a indemnizarlo económicamente por algo que hice en legítima defensa…
Me pierdo en la humillación que siento a mis espaldas.
Es cierto que estoy pagando un precio demasiado alto, pero el precio de la libertad, nunca fue lo suficientemente alto como para renunciar a él y al daño que nos hacía.
Ya he aceptado que algún día tendré que morir, solo ruego que sea lo más tarde posible, cuando pueda ver que mis hijos logran recuperarse de las heridas que todo esto les está provocando y para que les pueda enseñar que inexplicablemente muchas veces hay injusticias; enseñarles que siempre se debe luchar para erradicarlas, que más vale un segundo de libertad que cien años de cautiverio, de golpes y gritos. Que amar no significa sacrificar la propia vida, que los sueños están para soñarlos, perseguirlos, hacerlos realidad y compartirlos, pero nunca para abandonarlos con objeto de “hacer feliz” a otra persona, y que lo único que podemos ofrecer a los demás es quienes somos…
Pero ahora surge la pregunta tan temida: ¿Quién soy?
Aquella madre ya no existe, es un pasado irrecuperable, ya que fue aquella Juana, a pesar de todos sus sueños quien me llevó al lado de mi verdugo. La esposa súbdita de aquellos años no quiero que vuelva a existir, sí, le dije ¡basta! al príncipe azul y padre de mis hijos, pero cómo duele ver lo que fui. Ahora debo ser una madre luchadora, aunque mi libertad esté entre las cuerdas, la madre de los últimos años de lucha es la que quiero que exista y prevalezca, la que desde su agonía ha sacado de la nada fuerza de flaqueza para poder emerger, la que debe proteger a sus niños, más allá de esta obsesión, … no hay nada más.
Y ¿quién soy ahora ? Todavía no lo sé, tendré que construir una nueva Juana, tendré que resurgir de mis cenizas y crear poco a poco un nuevo futuro para mí y también para mis hijos, lo más grande que tengo en esta vida.
Tengo que luchar para recuperarlos, para poder borrar todo lo que nos ha hecho el pasado y construir un nuevo futuro. Tengo que seguir luchando, no estamos solos, aunque la justicia nos haya dado la espalda y nos esté castigando.
Tiene que nacer una nueva familia, para que nada ni nadie pueda secuestrar nuestros sueños, nuestra libertad, nuestra alegría, ni nuestras ganas de vivir.
Y no, no se va a engullir la in-justicia el futuro de mi familia, es una tremenda canallada. No, no lo voy a permitir.
Da miedo mirar hacia adelante y ver el vacío. Queda tanto por hacer y se nos concede tan poco tiempo para vivir, y aún así, no me rendiré jamás.
Si, cinco años de prisión es el castigo por proteger a mi sangre, cinco años que nos embargan de nuestras vidas, un castigo que nos roba los abrazos que no podremos darnos cada mañana al despertar con una sonrisa.
Cinco años que serán infinitos en nuestros corazones porque no se podrán llenar de nuevos recuerdos… y los que existen vivirán eternamente de la melancolía, durante esos cinco años en los que la indecencia de esta justicia nos ha castigado a mí y a mis hijos.
Si, la esperanza radica en todo lo que hay alrededor, todo aquello que me ayudará a construir ese futuro; radica en la lucha y sé que no lucharé sola, entonces esa es mi esperanza.
Tengo unas ganas inmensas de luchar, pero vamos a ir despacito, para dar los pasos firmes, algún día estaremos compartiéndolo todo, porque yo y mis niños, juntos, lo conseguiremos.
Y hacia lo que nos queda por luchar me dirigiré en silencio…
Sin miedo.