La situación política del independentismo catalán (I)
Desde que, gracias a la obra del filósofo y economista Karl Marx (1818-1883), los estudios humanísticos conquistaron un status científico, todos hemos aprendido que los diferentes partidos políticos de cualquier país demócrata no son más que organizaciones de naturaleza política, mediante las que cada uno de los grupos sociales que componen el país tratan de imponer sus intereses – tanto económicos como de cualquier otro tipo – a su sociedad.
Esta imposición, en último término, acaba decantándose hacia el lado de aquellas formaciones políticas y, por tanto, de aquellas clases sociales, que disponen de los medios más efectivos – o de la posibilidad de uso de los mismos – para la obtención de sus particulares fines (normalmente aquellas clases que constituyen la élite nacional que ostenta el poder económico). Una élite que utiliza su práctico monopolio sobre la riqueza para instaurar su hegemonía, su dominio indiscutible, a nivel político.
Una vez asumido lo anterior, es fácil descubrir que el principio dinámico de la vida en sociedad del ser humano coincide con la lucha, articulada como disputa política o partidista, entre los dos únicos y mayoritarios grupos de ciudadanos que integran cada una de nuestras sociedades: aquellos que tienen vs. aquellos que no tienen. Una disputa politizada que, tal y como se puede observar, es incapaz de acabar con los motivos y, por tanto, con la propia existencia y desarrollo de la mencionada lucha social. Pese a ello, existen un parlamentarismo que sí es capaz de evitar la posibilidad de que esta guerra amenace o, incluso, pueda llegar a destruir la propia existencia de la comunidad.
A partir de aquí, es fácil apreciar con claridad las raíces profundas y los auténticos porqués de la forma que posee y del dinamismo que mueve la vida política española (y, obviamente y en tanto aún forme parte de España, del caos político en el que vive instalada Cataluña, como mínimo, desde hace ya un lustro).
Galvanizado por la lucha de masas en que se ha convertido el antaño políticamente correcto “procés” (una mutación que ha conllevado la pérdida total de control y de su propia posibilidad sobre dicho “procés” – un proceso político que era totalmente “estándar” al estar siendo protagonizado, hasta el momento de aquella evolución, por parte de formaciones e instituciones políticas catalanas y españolas-), el latente y sordo enfrentamiento entre los partidos Junts per Catalunya y Esquerra Republicana de Catalunya que, en paralelo, venía librándose en el seno de la sociedad catalana, pierde el último de sus afeites y se muestra completamente al desnudo, confirmando cada una de las conclusiones científicas anteriormente expuestas.
Junts per Catalunya, heredera de la antigua Convergència Democràtica de Catalunya y, por su larga unión electoral, de la federación Convergència i Unió, constituye la representación política de las clases capitalistas catalanas, es decir, de la élite dominante de la sociedad catalana. En otras palabras, es el brazo institucional de la alta burguesía catalana. Por su parte, Esquerra Republicana de Catalunya representa a los pequeños propietarios existentes en toda sociedad, a sus denominadas “clases medias”. En este caso, estaríamos hablando en consecuencia del brazo institucional de la pequeña burguesía catalana. Una pequeña burguesía la cual, en consonancia con la naturaleza económica de aquellas las clases medias del mundo entero, vive con la ilusión de gozar de su parte de la riqueza, así como de su aparente cómoda posición social, considerando que ésta no se verá afectada en ningún caso por cualquier crisis económica, catástrofe social o natural, mal gobierno estatal, o cualesquiera otros factores externos.
Este autoengaño es el que, históricamente, ha poseído y posee la forma ideológica o política del nacionalismo (ahora, en Cataluña, independentismo). Pues – razona el pequeño burgués o propietario – si mi país (España o Cataluña) es dueño absoluto y gestor único de la riqueza que es capaz de generar, aquellas amenazas que podrían arrojarme de vuelta a la pobreza de la cual provengo, jamás conseguirán dicho objetivo, pues el dinero disponible será de tal cantidad que, lógicamente, lo impedirá.
No obstante, fruto de la sentencia del Tribunal Constitucional (abril de 2010) sobre el nuevo -y ya votado por parte del pueblo catalán- estatut de Cataluña (un pronunciamiento el cual destruyó de facto el consenso que respetaba y al cual se sometía la ciudadanía de Cataluña respecto al status político que la Constitución Española le había otorgado en tanto componente del estado español), la burguesía catalana – tradicionalmente pactista y, en consecuencia, auténtico puntal para los gobiernos en minoría y para el propio arraigo de la democracia como forma de gobierno en España – vira (2012) hacia el independentismo.
Ese viraje – un golpe de timón de naturaleza y alcance históricos – comportó la irrupción, en el espacio político tradicionalmente dominado y dirigido por la pequeña burguesía y su partido, de las clases sociales hegemónicas y de sus intereses impuestos como dominantes de la sociedad catalana. Un desplazamiento de clases inesperado y, en cierto sentido, agresivo, el cual provoca, en aquél anteriormente mencionado espacio electoral, un disruptivo mestizaje ideológico, económico, político y cultural que finalmente estalla en conflicto.
Este enfrentamiento de algún modo solapado hasta la fecha, en virtud de la situación de debilidad a la que la represión política desencadenada por el gobierno del estado tras los hechos de octubre de 2017 ha condenado a la burguesía catalana , ha experimentado un recrudecimiento que ha convertido aquella lucha entre la alta burguesía catalana (y su organización política, Junts per Catalunya) y la pequeña burguesía catalana (y su organización política, Esquerra Republicana de Catalunya) en una verdadera y despiadada guerra intestina. Una lucha cruenta entre estos dos fundamentales actores, aparentemente, por el poder sobre el espacio independentista, pero en la que, en realidad, está dirimiéndose la cuestión del poder sobre la realidad social catalana. Una, por tanto, confrontación entre clases por el poder social la cual, tradicionalmente, ha venido siendo determinada en ciencia histórica como situación o coyuntura política de naturaleza revolucionaria.
Ahora bien, y para desgracia del unionismo españolista (el cual está tratando, por cierto, de romper la unidad entre las filas independentistas -una unidad por yuxtaposición coyuntural, sí, pero enormemente sólida-), este enfrentamiento que, en teoría, está carcomiendo al bloque independentista, posee un matiz que desmiente aquel supuesto ser revolucionario. Un matiz clave el cual, sin posibilidad de enmienda, reduce dicha publicada (por parte de los medios del nacionalismo español) y vendida como “guerra civil” (según cualquier manual, la última forma que adopta la revolución) a una mera riña de gatos: los dos enemigos catalanes están integrados por gente que tiene, es decir, por clases poseedoras. Un carácter o esencia poseedora, una naturaleza social burguesa compartida la cual, en último término, mantiene indisolublemente unidos sus intereses económicos o materiales y, por tanto, los intereses derivados de aquellos (es decir, todos los demás), así como la preeminencia de aquella clase que más tiene y, por tanto, de su partido político.
Por consiguiente, el cainita y deseado (por parte del bloque del régimen del 78 o constitucionalista) duelo a garrotazos entre las dos clases sociales propietarias catalanas que debería estar desarrollándose y el cual, en estos momentos, tendría que estar a punto de provocar el desmoronamiento (y, en consecuencia, el aplastamiento) del independentismo, no se está produciendo. Muy al contrario, la iniciativa de la coyuntura política nacional se halla, actualmente, en manos de las organizaciones políticas de las clases poseedoras catalanas. Unas clases “que tienen” las cuales cuentan en estos momentos con la suficiente fuerza social, con el suficiente poder como para, a modo de ejemplo:
- Abocar España a la celebración de 2 Elecciones Legislativas consecutivas en menos de medio año, embarrando la situación institucional y, en virtud de esto, la coyuntura política, legal y financiera del país.
- Forzar una moción de censura que, junto con el mandato del presidente Mariano Rajoy, ha acabado con la hegemonía política que trataba de instalar el Partido Popular (y, por tanto, la derecha o clases poseedoras dominantes españolas) en nuestro país.
- Tumbar unos presupuestos generales.
- Y, por medio de la no aprobación de los anteriores, forzar unas nuevas Elecciones Generales, confirmando, a ojos de la Comisión Europea y de la comunidad internacional -a pesar del silencio de la prensa española-, que España es un avispero inestable (proceso de italianización) y, por tanto, poco confiable o invertible.
En suma, para sumergir España en una inestabilidad política galopante la cual, al estar siendo gestionada por una serie de diputados y de gobiernos incompetentes, corruptos, sin ningún tipo de personalidad y sin ningún tipo de liderazgo político, en un futuro no muy lejano, puede descargar su furia contra las clases trabajadoras de España.