Durante los tres primeros lustros del presente siglo XXI, la izquierda latinoamericana supuso un ejemplo para el campo progresista mundial, que veía en presidentes como Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, Manuel Zelaya, Pepe Mujica, Lula, Néstor y Cristina Fernández de Kirchner, la expresión real de unas aspiraciones políticas que en sus sociedades están aún más allá del horizonte de la utopía.
A causa de golpes de estado, tanto del estilo clásico militar (Haití 2006 y Honduras 2009) como con el moderno lawfare (Paraguay 2012, Brasil 2016 y Ecuador 2017) promovidos por las oligarquías nacionales de esos países, con el apoyo más o menos velado de los gobiernos turnistas de Estados Unidos, se impuso por parte de los laboratorios mediáticos norteamericanos, la idea del “cambio de ciclo“, por la cual, la Ola Bolivariana despertada por la victoria de Hugo Chávez en Venezuela en las elecciones de 1998, había terminado.
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Pese a que la argumentación que sustentaba esa idea-fuerza bautizada como “cambio de ciclo” ocultaba que la caída de esos gobiernos respondían a la vulneración del orden constitucional y no a un hartazgo por la supuesta miseria provocada por éstos, no consiguió en ningún momento la fuerza social prevista por los impulsores de los golpes, para derribar a Venezuela, principal sostén económico de los ejecutivos de izquierda que resistieron a la primera oleada de ataques antidemocráticos.
Bolivia y Nicaragua los soportaron, y a su vez, con mayor fuerza diplomática, tras dejar atrás los intentos golpistas, junto con Cuba y Uruguay, apoyaron al gobierno de Venezuela dirigido por Nicolás Maduro, que gracias a iniciativas como la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), la Gran Misión Vivienda Venezuela (GMVV) y los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), consiguió superar los sucesivos intentos golpistas (terrorismo mediante la aplicación de las llamadas “guarimbas” en 2014 y 2017; especulación de los precios en base al dólar desde 2014; desabastecimiento mediante contrabando en 2017, boicot a la infraestructura eléctrica durante 2019; aplicación de sanciones económicas internacionales por parte de EEUU desde 2017; y robo de activos millonarios), hasta el ascenso de la izquierda al poder en México de la mano de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que apartó a México y su poderosa diplomacia de los planes golpistas de EEUU.
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Ese nuevo contexto permitió a la izquierda recuperar cierto protagonismo en la geopolítica latinoamericana, suficiente para impulsar un diálogo en Venezuela que ha conseguido cristalizar, provocando dos consecuencias, dejar sin justificación a EEUU y gobiernos aliados a la hora de aplicar las sanciones e impulsar una invasión militar, y hacer irrelevante en el escenario político de Venezuela a quién sostenga esas posiciones, como Juan Guaidó.
La victoria de Evo Morales, más importante por el relato progresista que confronta con el de la derecha en la disputa por la hegemonía cultural que por la fuerza diplomática de Bolivia en sí, y la de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina suponen la rotura de ese anunciado -quizás demasiado pronto- “cambio de ciclo“.
Con dos de las tres principales potencias económicas y diplomáticas latinoamericanas gobernadas por la izquierda (México y Argentina), EEUU pierde dos socios fundamentales a la hora de seguir imponiendo gobiernos por la fuerza según sus intereses, y el campo progresista cuenta con nuevos referentes políticos que podrían ser capaces de impulsar nuevos liderazgos políticos en otros países del continente (Gustavo Petro en Colombia y Verónika Mendoza en Perú), de la misma manera que sucedió con la Venezuela de principios de siglo.