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Monarquía (I)

Una de las instituciones más golpeadas por la dilatada crisis política en curso es, irónicamente, la más protegida: la Corona.

La Corona

La Corona fue la primera institución que advirtió con enorme claridad lo que se venía encima con la irrupción de Podemos en la ya lejana de fecha del 25 de mayo de 2014. Ni un mes después, el 19 de junio, el rey Juan Carlos abdicaba en favor de su hijo Felipe.

Es irrelevante si esa decisión la tomó el propio monarca o si le fue sugerida (en la manera en la que esas cosas se le sugieren a un monarca) por Felipe González, como se rumoreó en los mentideros madrileños por aquel entonces. Y es irrelevante porque la Monarquía es mucho más que la Corona. Una monarquía nunca ha sido cosa exclusiva de un monarca, como una república no es cosa de un presidente.

Frente a la Corona, entendida como institución privada con funciones públicas, la Monarquía es el sistema que engloba a la Corona, las Fuerzas Armadas bajo su mando, los poderes del Estado, los partidos dinásticos y todos los dispositivos de la sociedad civil que, desde la lealtad al rey, merodean, penetran y condicionan al Estado, sean medios de comunicación o empresarios influyentes. Esa es la composición material de la Monarquía. La Corona depende de esa construcción, que la protege y ampara.

La figura del Rey

El naufragio moral de Juan Carlos I, amén de su visible y creciente declive físico, corría en paralelo al hartazgo de la gente y ofrecía una imagen penosa, que empezaba a recordar peligrosamente la decrepitud física e institucional del tardofranquismo, de la que el propio Juan Carlos fue testigo.

La erosión de la figura personal de rey podía acabar arrastrando el objeto institucional que es la Corona y con él al resto del engranaje. La sucesión se imponía como una excelente operación renovadora. El relevo en la Corona implicaba cambios en la Monarquía. “Una Monarquía renovada para un tiempo nuevo”, fue la consigna del momento. Sin embargo, las cosas nunca son tan fáciles.

Uno de los elementos que dificulta la consolidación de una monarquía en un contexto democrático es que, al carecer por completo de refrendo democrático periódico ni estar sujeta a rendición de cuentas, su legitimación se apoya en el sinuoso y vaporoso terreno de la popularidad, la simpatía o, como se decía en los buenos viejos tiempos del juancarlismo, en la campechanía del monarca. La batalla decisiva es la de la opinión pública, la del afecto popular. Más allá de eso, solo queda la acción de cierre de las fuerzas materiales que componen y sostienen la monarquía.

La debilidad de la Monarquía

Pues bien, en un breve reinado de apenas un lustro, tanto la Monarquía como la Corona han dado muestras de considerable desorientación y debilidad.

La propia sucesión ya hizo bastante por recordarnos el vergonzoso acople jurídico-institucional de la Corona en el ordenamiento constitucional. Nuestra máxima representación pública es un no-poder del Estado situada al margen de la constitucionalidad, inaccesible a la acción de la soberanía pero que, pese a ello, ostenta el mando supremo de las Fuerzas Armadas y goza de total impunidad más allá de su ejercicio. La ceremonia de sucesión fue la plasmación gráfica de todo esto.

El esperpento de la sucesión, rigurosamente diseccionado por Javier Pérez-Royo, marcó el inicio de un reinado de capa caída, que no es capaz de alzar el vuelo. El mutismo acerca de la popularidad del rey, sus índices de aprobación o de confianza en la Corona así lo atestiguan. Tras casi cuatro décadas de constante propaganda juancarlista, el silencio que rodea el felipismo es atronador, inquietante, lleno de tensión.

Pese a lo que se dijo insistentemente en su momento, el juancarlismo, entendido como afecto popular hacia la persona del monarca, nunca mutó en monarquismo, entendido como apoyo popular a la institución monárquica. Frente a esta realidad, el relato de un felipismo ya arraigado no consigue imponerse.

Algo no está saliendo bien.

 

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