Juicio contra Cataluña
El pasado martes 12 de febrero empezó en el Tribunal Supremo el juicio contra los políticos independentistas presos. Unos políticos que, en el caso de Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, llevan más de un año y cuatro meses en prisión preventiva. Unos días menos llevan otras dos personas, el vicepresidente Oriol Junqueras y el conseller Joaquim Forn, que fueron encarcelados a principios de noviembre de 2017. Pero no se trata de un juicio contra doce políticos catalanes, se trata de un juicio contra Cataluña.
Decía el general Espartero que, por el bien de España, había que bombardear Barcelona cada cincuenta años. Afortunadamente, parece que esta moda ya ha pasado – aunque algunos militantes y dirigentes de VOX quisieran proseguir con la tradición –, pero da la sensación de que sí se debe enjuiciar al gobierno de Cataluña cada cincuenta u ochenta años. Esta semana, las imágenes de los presos políticos ante los jueces del Tribunal Supremo recordaban las del gobierno de Lluís Companys cuando era juzgado por el Tribunal de Garantías Constitucionales, también en Madrid, en 1935.
Aunque parezca una locura, el Tribunal Supremo no está juzgando a unas personas por la comisión de un delito: no estamos hablando de un caso de corrupción o de usurpación, mucho menos de sedición o golpe de estado. Se está juzgando a un gobierno por realizar ni más ni menos que lo que prometió en campaña electoral, y por lo que ganó unas elecciones democráticas en Cataluña.
En esas elecciones, celebradas el 27 de septiembre de 2015, si sumamos a los votantes de Junts pel Sí yla CUP, los dos partidos con representación parlamentaria que se presentaron a las elecciones del Parlament de Catalunya con la celebración del referéndum en su programa electoral, contamos con un total de 1.966.508 votos, sobre un total de 5.510.853 personas censadas. Si la justicia española quisiera perseguir a alguien por la comisión de un delito, debería juzgar a esos casi dos millones de catalanes. Pero la cosa no se queda aquí.
En el famoso referéndum, celebrado el 1 de octubre de 2017, sobre 5.313.564 censadas, la participación ascendió a 2.286.217 personas sin contar los votos secuestrados por las fuerzas de seguridad del estado-, con el resultado de 2.044.038 personas favorables a la independencia de Cataluña. Quizás el sistema judicial español debería enjuiciar a estos más de dos millones por sedición.
Y si nos fijamos en las elecciones del 21 de diciembre siguiente, celebradas con el 155 aplicado en la comunidad autónoma y que Ciudadanos se jactó de ganar con 1.109.732 votos, la suma de Junts per Catalunya, Esquerra Republicana y las CUP ascendía a 2.079.340 personas. ¿Qué quieren decir estos números? Que el independentismo cada vez tiene mayor apoyo social entre la población de Cataluña y que la solución a esta situación no puede resolverse por la vía penal.
En una democracia, cuando existe una divergencia de opiniones, la única solución es negociar. La judicialización de la vida política no puede ser nunca una alternativa, y menos aún la primera opción. Cuando ETA mataba en el País Vasco, los gobiernos españoles aseguraban que, sin violencia, se podía hablar de todo. Actualmente, personajes tan relevantes en la política española como Pablo Casado han llegado a tachar a los políticos catalanes de terroristas. Irene Lozano, actualmente secretaria de Estado de la España Global -antes Marca España– comparó hace unos días el referéndum de 2017 con una violación.
El problema es que, en estos momentos, Cataluña y los catalanes se han convertido en el gran banco de votos de los partidos de derechas. ¿Quieres ganar las elecciones en Andalucía? Ataca a los catalanes, que son unos insolidarios. ¿Quieres ganar las elecciones en Extremadura? Ataca a los catalanes, que secuestraron por la fuerza a miles de extremeños.
El otro gran mal que han cometido los catalanes, según se interpreta de los discursos de algunos miembros de la progresía y la izquierda de este país, ha sido despertar el fascismo. Señoras y señores, como mencionaba en un artículo anterior, el fascismo siempre ha estado entre nosotros. La única diferencia es que ahora no tiene miedo de quitarse la careta y de mostrarse tal como es. Y eso no es culpa de los catalanes, sino de los grandes medios de comunicación, que lo han blanqueado tantos años y que ahora le dan publicidad.
La sentencia de este juicio ya está escrita. Miembros del Partido Popular han reconocido manejar a los jueces entre bambalinas. El problema para España -y principalmente para su imagen exterior- es que, después, este juicio lo revisará el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Entonces veremos quién ha perpetrado, en realidad, un golpe de estado.
Mientras, no estaría de menos que, mientras dure el juicio, la izquierda española mostrara un poco de afecto y comprensión hacia unos políticos que, a fin de cuentas, están siendo juzgados por cumplir con la voluntad popular. No es una cuestión de independencia sí o no, sino de democracia.
Parafraseando a Martin Niemöller, pastor protestante alemán -aunque mucha gente asocia la cita con Bertolt Brecht-, primero fueron a por los independentistas, pero como yo no era independentista, no protesté; después fueron a por los podemitas, pero como yo no votaba a Podemos, no me preocupé; luego atacaron a los socialistas, pero como yo no era socialista, no me moví; finalmente vinieron a por mí, pero ya no quedaba nadie por protestar.