Lenín Moreno, ¿es viable todavía?
Para nadie pasó desapercibido que la semana anterior a las elecciones y las dos semanas posteriores a las mismas, el peso de Rafael Correa se hizo sentir, sobre todo en los cimientos del Gobierno que sufrieron un resquebrajamiento aún mayor ante la opinión pública. La credibilidad y aceptación de Lenín Moreno desciende en picada, su alfil en la presidencia de la Asamblea Nacional cae en desgracia y será investigada anulando de esta forma su eventual reelección en el cargo, y él mismo deberá enfrentar una investigación de Fiscalía por el caso Ina Papers. Sin duda, el escenario que ahora vemos es absolutamente diferente al de hace apenas un mes.
Poco antes de las elecciones, muy pocos hablaban de una posible complicación de la situación de Lenín Moreno debido a la evolución del caso Ina Papers, tema que, entonces, parecía que las diferentes instancias del Estado (hoy indudablemente alineadas con Moreno) lo colocarían en la congeladora hasta provocar un “olvido inducido” en la sociedad. Mucho menos se pensaba en un eventual final abrupto del actual régimen.
Sin embargo, la presión ejercida por Rafael Correa, tanto en redes como en una cada vez mayor presencia en medios de comunicación tradicionales, básicamente radios, ha mostrado la real debilidad de un Gobierno que no ha sabido enfrentar la ofensiva desplegada por un expresidente que reside a 8.000 kilómetros de distancia del Ecuador y cuyos recursos más potentes son un teléfono celular y una cuenta de Twitter.
De todas formas, no debemos dejarnos engañar: el verdadero poder de Correa, el combustible que empuja su fuerte presencia tanto en redes como en las urnas es un capital político duro que prácticamente ha permanecido intacto, y un discurso claro y abiertamente confrontacional con el Gobierno, algo que ninguna otra fuerza política en el país puede exhibir debido al juego ambiguo de apoyo y no apoyo al Ejecutivo en el que todas ellas están inmersas.
El poder que exhibe Rafael Correa aparece ahora maximizado por los errores de bulto cometidos por diferentes cuadros morenistas como Elizabeth Cabezas y su malhadada conversación con María Paula Romo; Andrés Michelena y Santiago Cuesta que realizan un desastroso y descoordinado trabajo en redes sociales; y la draconiana política laboral emprendida por un gobierno que intenta ocultar (sin mucho éxito) el despido de miles de trabajadores públicos, práctica que ya se han convertido en una constante cada fin de mes, y que mantiene al aparato burocrático integrado por miles de personas, ergo miles de familias, en permanente zozobra.
El escenario cambió dramáticamente en estas tres semanas: ahora ya se habla de una salida inminente de Lenín Moreno; ahora el frente político del Ejecutivo está bajo fuerte presión después de la fiscal subrogante, Ruth Palacios, diera paso a una indagación previa sobre el caso Ina Papers, tras acoger una denuncia presentada por el asambleísta correísta Ronny Aleaga.
Ahora sí la Asamblea Nacional investigará a Elizabeth Cabezas y su supuesta obstrucción de la función de fiscalización parlamentaria sobre el caso Ina Papers; y, ahora el brazo persecutorio del Gobierno que constituye la Contraloría del Estado pierde fuerza institucional, luego de que renunciaran el subcontralor, el director nacional de Responsabilidad, el director nacional Financiero y el director nacional de Patrocinio quienes prefirieron irse antes que firmar nuevos indicios de responsabilidad penal que, a decir de –incluso– juristas anticorreístas como Felipe Rodríguez (defensor de Fernando Balda), no tienen sustento.
Asediado en un rincón, el régimen morenista barajó sus opciones y recurrió a lo que estaba más a la mano: la designación de Fiscal del Estado. De esta forma lograba dos efectos: enfriar la amenaza latente sobre Lenín Moreno ante la indagación abierta por Ruth Palacios y recuperar el poder de amedrentamiento contra el correísmo hasta recomponer esa capacidad disminuida de Contraloría.
Por eso aceleraron el proceso para que el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social Transitorio colocara arbitrariamente a Diana Salazar en ese cargo, tras un concurso seriamente cuestionado, violando la ley (ya feneció el plazo de un año de existencia del Consejo Transitorio que le otorgó la propia consulta popular de la que nació, pero además ya existe un nuevo CPCCS definitivo elegido en las urnas) y atropellando la legitimidad al colocar en ese puesto a una jurista que obtuvo una mediocre calificación de 10/20 en una prueba de conocimientos técnicos.
Ahora está en manos de Salazar calificar el proceso iniciado contra Lenín Moreno y los procesos que el Gobierno presentará contra el anterior gobierno de Rafael Correa. Dada la celosa vigilancia que el Ejecutivo ha ejercido sobre Salazar (la ministra María Paula Romo se reunió con ella momentos antes de que el CPCCS-T la designara), es fácil colegir cuál va a ser su actuación al respecto.
De todas formas, el problema de Moreno y su gobierno no radica precisamente en controlar o no estamentos claves de la administración de justicia, sino en la miope perspectiva que tiene de su propia capacidad de gobernanza que la ha hipotecado única y exclusivamente a la redundante “lucha contra la corrupción”, estrategia desgastada e inútil frente a la evidencia de una nula gestión en dos años de ejercicio del poder.
Lenín Moreno y su equipo no tienen resultados para exhibir (ni siquiera en su lucha contra la corrupción) y han comenzado a denotar una desesperación que se traduce en señales evidentes de nerviosismo e improvisación ante la menor provocación que propone la estrategia correísta en la que cae ingenuamente una y otra vez.
Estamos ante un Gobierno que es fácil presa de la perturbación y esa inestabilidad permea fácilmente en otras instancias de la administración pública que está integrada, desde su cúpula hasta su base, por seres humanos que también experimentan incertidumbre, miedo y dudas respecto del futuro de un gobierno respecto del cual se dice, cada vez con más fuerza, que no superará este año y que están expectantes sobre cómo reaccionar y en qué momento bajarse del barco morenista si este da la menor señal de comenzar a naufragar.
En esas circunstancias, ¿es viable la supervivencia de Lenín Moreno y su régimen? Como vemos, esa supervivencia es endeble y precaria. Quizá harían bien sus colaboradores más cercanos en limitarse a resolver un día a la vez, y ver qué pasa.