Muchos comunistas que estudiamos los acontecimientos más lejanos y escribimos sobre el desarrollo de la lucha de clases de otros países ubicados otros continentes, a veces nos asombramos del nivel de bajo análisis de los que creen saber de todo, sentándose en un alto sillón sobre el que creen tener razón sobre todas las cosas, encerrados en una burbuja dogmática.
En este artículo voy a intentar esclarecer, a raíz de mis últimos libros de lectura sobre la India, la realidad incompleta contada sobre uno de los momentos de la historia de la India más importantes, que marca un antes y un después en el nacionalismo indio. La Rebelión de los Cipayos de 1857.
Karl Marx opinó lo siguiente sobre la Rebelión de los Cipayos de 1857:
“Las atrocidades cometidas por los cipayos sublevados en la India son verdaderamente horripilantes, espantosas e indescriptibles, de las que se pueden esperar únicamente en guerras insurreccionales, nacionales, raciales y, sobre todo, religiosas; en una palabra, atrocidades como las que la respetable Inglaterra solía aplaudir cuando las perpetraban los vandeanos contra los “azules”, las guerrillas españolas contra los impíos franceses, los serbios contra sus vecinos alemanes y húngaros, los croatas contra los vieneses rebeldes, y la guardia móvil de Cavaignac o los decembristas de Bonaparte contra los hijos y las hijas de la Francia proletaria. Por infame que sea la conducta de los cipayos, no es sino un reflejo concentrado de la conducta de Inglaterra en la India, y no solo durante la época de la fundación de su imperio oriental, sino, incluso, durante los diez últimos años de su larga dominación. Para caracterizar esta dominación baste decir que la tortura constituía una institución orgánica de su política fiscal. En la historia de la humanidad existe algo parecido a la retribución; y es regla de la retribución histórica que sus instrumentos estén forjados por los propios ofensores y no por los ofendidos.
El primer golpe que se asesto a la monarquía francesa procedía de la nobleza, y no de los campesinos. La revuelta india no la han comenzado los ryots, torturados, humillados y despojados por los británicos, sino los cipayos, vestidos, alimentados, cuidados, cebados y mimados por ellos.
Para encontrar paralelos de las atrocidades de los cipayos no necesitamos, como pretenden algunos periódicos londinenses, remontarnos a la Edad Media, ni siquiera salirnos de la historia de la Inglaterra contemporánea. No tenemos más que estudiar la primera guerra china, un acontecimiento de ayer, por así decir. La soldadesca inglesa cometió entonces abominaciones por el mero gusto de cometerlas; sus pasiones no estaban ni santificadas por el fanatismo religioso, ni exacerbadas por el odio a una raza altiva y conquistadora, ni provocadas por la feroz resistencia de un enemigo heroico. Mujeres violadas, niños espetados e incendios de aldeas enteras, crímenes que no registraron los mandarines, sino los propios oficiales británicos se cometieron entonces simplemente para pasar el rato.
En la catástrofe presente sería asimismo un error imperdonable suponer que toda la crueldad está del lado de los cipayos, y toda la dulzura de la bondad humana, del lado de los ingleses. Las cartas de los oficiales británicos rezuman malignidad. Uno de ellos, que escribe desde Peixaver, describe el desarme del 10 Regimiento de Caballería Irregular por no haber, querido dar una carga contra el 55 Regimiento de Infantería Indígena, como había sido la orden. Se regodea, contando que los hombres no fueron solamente desarmados, sino despojados de sus ropas y calzado, y, tras haber recibido doce peniques por barba, fueron conducidos a la orilla del Indo, montados en barcas y dejados llevar por la corriente, donde, según el autor de la carta espera con delicia, cada hijo de su madre tendrá ocasión de ahogarse en los rápidos. Otro nos informa que algunos habitantes de Peixaver provocaron una alarma nocturna, disparando petardos con motivo de una boda (es costumbre nacional), y a la mañana siguiente los culpables fueron atados y “apaleados de manera que no lo olvidarán fácilmente”. De Pindi ha llegado la noticia de que tres jefes indígenas estaban conspirando. Sir Juan Lawrence respondió a ello con un mensaje, mandando que asistiese un espía a las reuniones. Recibida la información del espía, sir Juan envió otro mensaje, mandando: “Colgadlos”. Los jefes fueron colgados. Un funcionario del servicio civil escribe desde Allahabad: “Tenemos poder de vida y muerte, y os aseguramos que no damos cuartel”. Otro escribe desde la misma ciudad: “No pasa un día sin que ahorquemos de diez a quince de ellos (no combatientes).
Un oficial escribe, entusiasmado: “Holmes los cuelga gustoso por veintenas”. Otro, aludiendo a la ejecución por la horca, sin instrucción de causa ni juicio, de un numeroso grupo de indígenas, observa: “Entonces empezamos a divertirnos”.
Otro más: “Celebramos nuestros consejos de guerra sin apearnos de los caballos, y a todos los negros que encontramos los colgamos o les pegamos un tiro”. De Benares nos informan que treinta zemindare 1 fueron ahorcados por la mera sospecha de simpatizar con sus compatriotas, y aldeas enteras fueron reducidas a cenizas por el mismo motivo. Un oficial de Benares, cuya carta se publica en The London Times, dice: “Las tropas europeas se endemonian cuando topan con indígenas”.
No se debe olvidar que, mientras las crueldades de los ingleses se relatan cómo actos de valor marcial, contados simple y brevemente, sin ahondar en desagradables pormenores, las atrocidades de los indígenas, aunque son espantosas, las exageran aun deliberadamente. Por ejemplo, ¿quién es el autor de la circunstanciada descripción, aparecida primero en The Times y luego en toda la prensa londinense, acerca de las atrocidades perpetradas en Delhi y Meerut? Un pusilánime pastor, residente en Bangalore, en el Maisur, a más de mil millas, a vuelo de pájaro, del lugar de acción.
Las informaciones auténticas de Delhi evidencian que la imaginación de un pastor inglés es capaz de engendrar mayores horrores que la salvaje fantasía de un hindú amotinado. El corte de narices, pechos, etc., en una palabra, las horribles mutilaciones cometidas por los cipayos, excitan más, naturalmente, los sentimientos de los europeos que el cañoneo de Cantón, con balas incandescentes mandado por el Secretario de la Sociedad de la Paz de Manchester, o la quema de árabes encerrados por un mariscal francés en una gruta, o la desolladura de soldados británicos vivos con disciplinas de nueve ramales por sentencia de los consejos de guerra, o cualesquiera otros procedimientos filantrópicos en usanza en las colonias penitenciarias británicas. La crueldad, como cualquier otra cosa, tiene también su moda, que cambia según el tiempo y el lugar. Cesar, hombre culto, narra cándidamente que ordenó cortar la mano derecha a muchos miles de guerreros Galos. A Napoleón le hubiera dado vergüenza hacerlo. Habría preferido enviar a sus propios regimientos franceses, sospechosos de republicanismo, a Santo Domingo para que muriesen allí por mano de los negros o atacados por una epidemia.
Las infames mutilaciones cometidas por los cipayos recuerdan una de las prácticas del imperio bizantino cristiano, o las prescripciones de la ley criminal del emperador Carlos V, o los castigos ingleses por delitos de alta traición, como los describía aun el juez Blackstone. A los hindúes, que su religión ha hecho virtuosos en el arte de torturarse ellos mismos, estas torturas, infligidas a enemigos de su raza y sus creencias, les parecen completamente naturales, y les deben parecer aún más naturales a los ingleses que, hace solo unos años, aun obtenían ingresos de las fiestas de Jaggernat, dando protección y asistencia a los ritos sangrientos de una religión de crueldad.
Los rugidos frenéticos del “viejo y sanguinario Times”, como solía llamarlo Cobbett, el papel de personaje furioso de una ópera de Mozart que este órgano de prensa quiere interpretar, personaje que, con los acentos más melodiosos, disfruta pensando como ahorcara primero a su enemigo, lo tostará luego, lo descuartizará a continuación, 10 espetará después y, finalmente, lo desollará vivo, esta constante pasión de venganza que lleva al Times al último grado del frenesí no parecería más que necia si no se percibieran distintamente notas de comedia tras el patetismo trágico. The London Times exagera la nota, y no solo por pánico. Proporciona a la comedia un argumento que se le escapó hasta a Moliere: el Tartufo de la venganza. Lo que quiere, simplemente, es ensalzar los fondos públicos y poner a cubierto al Gobierno. Como Delhi no ha caído igual que los muros de Jericó, al soplo del viento, John Bull debe quedar aturdido por los gritos de venganza para hacerle olvidar que su Gobierno lleva la responsabilidad por las calamidades sobrevenidas y las dimensiones colosales que les ha permitido alcanzar.”
Aquí Karl Marx hace una crítica incompleta ya que no dispone de todos los datos de los sucesos de la Rebelión de los Cipayos. No es la primera que un comunista ver con malos ojos luchas de liberación nacional o independencias en los siglos XVII, XVIII y XIX. Karl Marx ya había puesto en evidencia su desconocimiento y sus prejuicios cuando se posicionó en contra de Simón Bolívar por los sucesos en el Perú efectuados para conseguir la liberación de Latinoamérica, cuando a Bolívar fue apoyado por el Imperio Británico.
Pero centrándonos en la India, ¿quiénes eran los cipayos? ¿Por qué se rebelaron? ¿Por qué considero que Marx se equivocó (por prejuicios o desinformación) sobre esta rebelión que tantos sectores de la India reivindican como un “día de la patria“? Entre los cuales por cierto se encuentran organizaciones comunistas como el PCI(ml), Liberación, nacido en la rebelión de Naxalbari en 1967, o el propio CNI (el partido de Ghandi). Para entender lo que vamos a tratar desde el aspecto de la historia, recomiendo leer “Historia de la India” de Barbara D. Metcalf y Thomas R.Metcalf III Tomo.
Los cipayos eran los soldados del Imperio Británico, originarios de la India y puestos a las órdenes de oficiales ingleses. Estos cipayos mayoritariamente eran musulmanes e hindúes que vieron y fueros testigos de de las humillaciones y vejaciones del Imperio Británico a todo lo que era o representaba a los pueblos y reinos de la India (Imperio Mogol, el antiguo Sultanato de Delhi, islam, Marathas, pueblos indígenas…). Para ser fieles a la historia, debemos remarcar que no todos los indios estaban en contra, o al menos no tan de manera radical, de la llegada del Imperio Británico.
Ram Mohan Roy (1772-1833) fue un liberal hindú a favor de la dominación y expansión de las leyes británicas y occidentales en la India, muy crítico con los sistemas feudales también condenó el racismo de los colonos ingleses, -sobre todo familias ricas y oficiales de alto rango-. Ram Mohan expuso también duras críticas a las Colonias de la Indias Orientales por desestabilizar el Imperio Mogol y otros reinos hindúes que se oponían al Imperio de la corona inglesa.
Existían también otros grupos sociales e incluso políticos en India que (en mayor o menor forma influidos por las ideas liberales), apoyaban la llegada de los británicos para alcanzar una India menos retrógrada y no tan fanáticamente religiosa. Aunque no solo existía la critica radical de Ram Mohan. Otro intelectual llamado Mritynjay Vidyalankar no compartía la misma opinión, sino que más que criticar por ejemplo la gestión de los Mogoles (como algo general), señalaba más a personas y a individuos que se oponían al progreso, ya que por ejemplo existían también castas y familias en India que sin compartir totalmente las opiniones de Ram, sí que lo apoyaban en otras muchas ideas sobre lo que debía ser la “nueva India”.
Esto se vio reflejado años después en algunas de las acciones de los líderes de la Rebelión de 1857. Un ejemplo de estos desacuerdos parciales con Ram, fueron las familias de casta alta de Calcuta que convivían con los colonos británicos, los bhadralok o conservadores como Rdaha Kanta Deb.
fue un intelectual y un erudito bengalí, conocedor del sánscrito, el árabe, el persa y el inglés, empleado durante unos años a fines de siglo por la Compañía de las Indias Orientales. Ram Mohán se esforzó en crear, partiendo de los antiguos textos de los Upanishads con su filosofía monista, una visión de una India moderna, racionalista y monoteísta.
Rompiendo con el hinduismo devoto, fue muy receptivo al monoteísmo del islam y al idealismo ético del cristianismo. Sin embargo Ram Mohán halló el “mensaje de Jesús” incompatible con su búsqueda de una religión nacional. La fe de Ram Mohán, aunque confundía a muchos cristianos llegados de Occidente, estaba más próxima a los unitarios deístas de Bristol y Boston con los que había mantenido correspondencia.
Fue fundador en 1828 de la sociedad Brahmo Samaj, la cual usó para difundir sus ideas. En Inglaterra fue recibido con honores, ya que ayudó a eliminar la práctica del “sati” contra las mujeres, sus posiciones definidas por él mismo como “perfeccionamiento” e “ilustración” lo acercaban a los liberales que rodeaban Betnick. Aún sin ser una persona declarada abiertamente religiosa o atea, no renegó de su pasado hindú. Ram vio las sagradas escrituras antiguas del hinduismo en las que podía basar su fe racionalista e incluso poner en tela de juicio las practicas idólatras y el “sati”.
Aunque hubo una gran variedad concepciones sobre cómo debía llegar el desarrollo a la India, si solo nos fijáramos en una posición eurocentrista como la de Ram Mohan, nos quedaría una visión negativa de la Rebelión de los Cipayos. Sin embargo fue la primera lucha unitaria por la independencia de la India.