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Tristeza

Es el sentimiento que me embarga.

Y no porque ahora ya, por fin, vayan a exhumar la momia del dictador; sino por constatar cómo, transcurrido casi medio siglo desde la desaparición física del personaje, el sustrato nocivo de su dictadura sigue presente entre nosotros, cual ponzoñosa barrera imposible por el momento de superar.

Este hecho, en sí sorprendente e inexplicable para los analistas extranjeros, tiene dos causas muy diferenciadas:

En primer lugar por la ausencia de un auténtico juicio durante todos estos años, aunque solo fuese moral, que hubiese comportado una condena absolutamente inapelable al franquismo; estamos hartos ya de paños calientes, de escuchar la misma o parecida cantinela: el franquismo tuvo cosas buenas, pudo haber sido mucho más represivo, la situación estaba tan deteriorada que el golpe militar era inevitable, que la izquierda dio otro golpe dos años antes, que se perseguían curas y monjas…

Y hay que reconocer de una vez que esto es así porque en la Transición este juicio no se podía hacer.

Sí, basta ya de criticar la Transición; los que la vivimos recordamos que todos los días había “ruido de sables”, que secuestraban a Oriol y a Villaescusa, que ETA incrementaba sus asesinatos día a día, y que en realidad, aunque luego todo el mundo era demócrata “de toda la vida”, lo cierto es que quitando los miembros del partido comunista y cuatro más que íbamos por libre, la mayoría de la sociedad, la gente de la calle, no es que fuese en sí tan franquista como los de ahora (que parece incluso que hay más), es que les daba igual.

Y además, la mayoría de la población estaba tan imbuida de la perversa idea emanada durante lustros del pensamiento oficial, de que la política, no solo era mala, sino que entre los españoles resultaba además muy peligrosa, que sólo la acertada elección de uno de los suyos (Adolfo Suárez fue hasta unos meses antes de ser presidente del Gobierno, nada menos que el Ministro Secretario General del Movimiento), la magnífica campaña de marketing llevada a efecto (Suárez también había sido director de TVE), la generosidad (a mi juicio algo excesiva) de Santiago Carrillo, tan criticada luego, y sobre todo, el ridículo mundial que supuso finalmente la charlotada de nuestras gloriosas y amenazantes fuerzas armadas el 23-F, hizo posible que aquella etapa se medio cerrase.

En segundo lugar por la profunda aversión que todavía suscita en muchos de nosotros la grosera y chulesca exhibición de banderas españolas, pulseras, colgantes, banderitas y todo tipo de objetos adornados y “bendecidos” con los colores de la enseña nacional.

Y esto sucede por el hastío incurable proveniente del abuso y la utilización exclusivista de la enseña nacional durante el franquismo con motivo de cualquier éxito o manifestación deportiva, cultural o festiva. Que al contrario de lo que supone en casos similares allende nuestras fronteras (una legitima exaltación del comprensible orgullo patrio), aquí siempre comportaba una exaltación de los valores de los vencedores y una identificación con los mismos, y siempre había, ( incluso en ocasiones en los telediarios), una frase despreciativa para los “enemigos de la patria”. Como si a los desafectos del régimen no nos alegrase el triunfo eurovisivo de Massiel, la Eurocopa del gol de Marcelino con su victoria sobre la madre Rusia, las Copas de Europa del Real Madrid, los triunfos olímpicos de nuestros atletas, las medallas baloncestísticas, Ballesteros, Santana, Orantes y Nadal, y las hazañas de Bahamontes, Timoner, Delgado e Indurain.

Así que, si pensamos que todos los trapos que se enarbolan reivindicando no se que nacionalismos, son en el fondo el posible germen de un nuevo e incipiente fascismo (y esto es inevitable), también tenemos que darnos cuenta de que en el caso del nacionalismo español el aire que desplazan cuando ondean aviva para muchos los rescoldos del franquismo que subyace bajo ellas.

Y esto es muy triste, pero señores, lamentablemente, es así.

Delenda est Moscardó.