El milagro español se ha descubierto como un gran engaño
Durante muchos años, en Europa se ha hablado del “milagro español“. Mientras en muchos países de la Unión Europea aparecían partidos de extrema derecha, incluso fascistas, a partir de la crisis económica de 2008, en España, los partidos así considerados eran marginales, con apenas algunos concejales en pocos ayuntamientos (Democracia Nacional, España 2000, FE de las JONS, Plataforma per Catalunya). Los eurodiputados y las principales cancillerías felicitaban a los partidos gubernamentales –PP y PSOE– por este hecho, y ponían el país como ejemplo de democracia avanzada y proeuropea.
Era un “triunfo de la Transición“, un modelo a seguir: cómo una sociedad avanzada había pasado de vivir bajo el yugo de una dictadura, a abrazar sin miramientos los postulados democráticos y el espíritu de la Unión Europea. Era el mejor ejemplo de aquello que pretendía la Unión. Pero no es oro todo lo que reluce.
En el transcurso de los años que han pasado entre la -mal- llamada transición democrática hasta 2018, en España ha existido un movimiento de extrema derecha muy potente, que no ha necesitado en ningún momento crear o mantener un partido político, puesto que sus postulados ya eran defendidos, en gran medida, por el bipartidismo gobernante.
En concreto, el Partido Popular ha representado, a lo largo de estos años, la opción más lógica para los ciudadanos que podríamos categorizar como de extrema derecha. Sin querer extendernos mucho sobre este tema en el presente artículo, el propio PP ha utilizado cantidad de recursos para asegurarse el apoyo de este segmento de la población, empezando por el uso partidista de la religión católica -Conferencia episcopal-; mediante la fundación FAES, de la cual es presidente José María Aznar, y con la que el partido ha intentado construir un relato informativo y educativo ligado al liberalismo y al capitalismo más conservador; y convirtiéndose también en el abanderado del nacionalismo español más antiguo, utilizando las minorías como embudo mediante el que canalizar el interés y las iras de la población -inmigrantes, vascos, catalanes, comunistas, socialistas, anarquistas, feministas, homosexuales, republicanos…-.
Gracias a esta línea discursiva, el PP consiguió absorber buena parte del voto derechista durante los últimos treinta años. A pesar de ello, siendo un partido de gobierno -con Aznar y con Mariano Rajoy-, además de socio del PP Europeo, a ojos del resto de países de la UE era solo un partido de centroderecha al uso, amante de la constitucionalidad, la democracia y los valores proeuropeos.
En los últimos diez años, no obstante, y como consecuencia de la crisis económica de 2008, la población civil empezó a fiscalizar a los partidos, saliendo a la luz la corrupción que había imperado en el sistema político español, y que implicaba a todos los partidos que habían tocado poder –PP, PSOE, CiU…-. Esto provocó una gran ola de indignación que resultó en las manifestaciones y acampadas de mayo de 2011 y, a la larga, en la creación de Podemos y sus confluencias, que acapararon esa indignación y se situaron a la izquierda del PSOE.
Asustados ante la posibilidad de una amplia victoria electoral de la izquierda más radical, el sistema decidió inventarse un Podemos de derechas. Aprovechando la existencia de Ciudadanos, un partido minoritario que había nacido con la sola intención de acabar con la inmersión lingüística en Cataluña, los aparatos del sistema empezaron a publicitar dicho partido y a su líder supremo, Albert Rivera, presentándolos como un movimiento de centro y limpio de casos de corrupción. Con ello consiguieron frenar el avance de Podemos y quitar votos al PSOE, pero a la larga Ciudadanos solo podía competir por el electorado del PP.
Con el paso del tiempo, PP y Ciudadanos empezaron a luchar para hacerse con el votante situado más a la derecha de su espectro político, radicalizando sus postulados y combatiendo para dirimir quién era el más nacionalista. El aumento de las hostilidades acabó con la elección de un candidato idéntico a Rivera en las filas del PP, Pablo Casado, que además de asemejarse físicamente al líder naranja también copiaba su discurso.
Pero ni PP ni Ciudadanos contaban con un hecho empírico. Ante la copia, la mayoría de la gente siempre prefiere el original. La deriva derechista de los discursos de uno y otro ha conducido a que muchas personas se fijen en el original, en este caso representado por VOX. Así, por primera vez en democracia, en las elecciones andaluzas pudimos ver como tres partidos de derechas conseguían representación parlamentaria en una comunidad autónoma y, cómo, además, conseguían formar gobierno.
El pacto entre PP, C‘s y VOX, aunque a nosotros nos parezca natural, tanto por sus postulados como por los integrantes de los partidos, ha tenido el mismo efecto que una bomba en el resto de Europa. VOX se declara a sí mismo antieuropeo, asemejándose a los otros partidos de extrema derecha del resto de la unión (Frente Nacional francés, AfD alemán, UKIP –británico-. Europa no entiende como el PP y C’s pueden pactar con semejantes compañeros de viaje –Manuel Valls, alcaldable por C’s en Barcelona y ex-primer ministro francés, pedía un cordón sanitario contra el partido de Santiago Abascal-. Pero el problema es que Europa nunca vio el gran engaño español: el blanqueamiento de la extrema derecha por parte de instituciones y partidos mayoritarios. Europa pensaba que España era un oasis democrático, cuando, en realidad, era todo lo contrario.