Suena “I’ve had the time of my life” en el viejo radiocasete del salón. Es un aparato muy antiguo, quizás lo heredé de mi bisabuelo. Funciona con pilas AA, una verdadera reliquia bien entrado el año 2078. Pero necesito escuchar algo que me haga sentir que estoy acompañado. Escuchar esas voces y esas melodías me hacen pasar el mal rato con un poco más de optimismo.
Optimismo, bueno, quizás no se puede llamar optimismo a esa sensación que me invade cuerpo y alma.
Hoy ha sido el día D. El día en que miles de millones de seres humanos se han quedado sin electricidad. Ya no tenemos luz, ni televisión, ni internet, ni nada. Al final han acabado de joderlo todo. Era lo que estaban buscando, el caos total. Y lo han conseguido.
Vivo en un apartamento en el mismo centro de Londres. Soy de Barcelona pero me mudé aquí hace cinco años para aprovechar una oferta profesional a la que no podía renunciar. Ahora ya no importa. Escribo esto con la esperanza de que alguien lo lea algún día. Quién sabe. Puede que solamente necesito aliviar mi pena.
Estoy a punto de morir de una forma horripilante. ¿Y a quién le interesa a estas alturas? Ni tan siquiera a mí. Sé perfectamente qué es lo que va a pasar. Lo he visto miles de veces.
Todo empezó hace unos cuantos años. Exactamente hace cinco años que las grandes industrias mundiales acabaron de talar el último árbol del planeta. ¿Porqué? Quizás os lo preguntaréis. Básicamente el ser humano ha terminado con todos los recursos naturales de los que podíamos disponer. Ya no tenemos reservas de gas natural. No tenemos electricidad. Y lo que es más vital que nada: no nos queda oxígeno.
Las familias más adineradas disfrutan de un sistema propio de producción de oxígeno, un sistema muy caro que se desarrolló por la NASA para llevar oxígeno a Marte a las primeras colonias que no llegaron a ir. Al 98% de población restante del planeta no nos llega esta tecnología y literalmente estamos muriendo ahogados.
El problema no sería tan grave si nos organizáramos como seres civilizados que deberíamos ser, e intentáramos encontrar las últimas semillas de las últimas plantas que quedan en este mundo estéril y medio muerto que nos queda y las plantáramos en lugares estratégicos. En lugar de eso, ha surgido un grupo importante de la población que se dedica a matar a otros humanos y a comérselos. Más del 60% de la población animal ha muerto y no tenemos alimento para tanta gente. La consecuencia es clara: matar o morir.
Y aquí estoy yo, en mi apartamento de Londres. Solo, escuchando las pocas canciones que se registraron hace décadas y que ahora me hacen compañía. Horas antes de mi final, puede que minutos, puede que tan solo segundos, dentro de poco saldremos de dudas.
Los puedo oír a través de las paredes del edificio. Puedo escucharlos devorando carne humana. Oigo los golpes y gritos que provienen de apartamentos contiguos. Me queda poco tiempo. No puedo evitarlo. Antes de que entren en casa, respiro de la última botella de oxígeno que me queda. Hago una inhalación bien grande.
Los escucho en la puerta. La están intentando echar abajo. No tengo miedo. No queda nada para mí en este mundo devastado por el estúpido monstruo que es el hombre. Nada.
Cada vez son más. Los golpes son más fuertes. El casete se detiene. Hay que cambiar la cara. No me da tiempo. Acaban de entrar. La puerta ha cedido. Da igual. Pronto no les quedará oxígeno. Ilusos…