[Relato corto] Motel Williams (Parte 2)
Si quieres leer la primera parte, puedes hacerlo con un click aquí.
John se quedó mirando a ese hombre fijamente a los ojos. Eran unos ojos de viejo loco. Quizás había un manicomio por allí cerca y esa era la noche libre de los pacientes. Los otros tres no decían nada. Se escuchaba ruido en la cocina. El propietario y la camarera discutían en voz baja para que no se les oyera.
Bernie pegó un grito para que le escucharan en la cocina:
—¡¿Y porqué no quitáis de una maldita vez esa bazofia de Jack Nicholson de la puñetera tele?! ¡Estoy harto de esa basura!
La camarera salió de la cocina a toda prisa con un vídeo en la mano y en seguida lo cambió. “Regreso al futuro” empezó a visionarse en la pantalla.
—Son las dos únicas cintas que tenemos. Lo siento. El televisor se estropeó y no recibe señal.
La camarera intentó excusarse. Todos en la sala se estremecieron.
—Genial. La película que nos transporta a mejores tiempos.
Bernie no dejaba de quejarse. John no entendía nada. Regreso al futuro era una película que le gustaba.
John se tomó su café. Dejó la taza encima de la mesa y se levantó. No quería saber nada más de aquella gente extraña. Se dispuso a irse a su habitación. Dio las buenas noches y así lo hizo. Subió hasta el primer piso y llegó a la habitación dieciséis. Sacó sus llaves y después de introducirlas abrió la puerta. Ese olor a moho empezaba a hacérsele insoportable. Fue hacía la ventana y la abrió. Se quedó pasmado al ver en el exterior otra vez esa niebla horrorosa inundándolo todo. Su cabeza empezó a darle vueltas, se sentía como mareado, estaba raro. Cayó de espaldas a la cama y se quedó dormido al instante, literalmente se desmayó.
Esa noche soñó. Soñó mucho. Tuvo diferentes sueños a cuál más extraño.
En el primer sueño que tuvo aparecía su familia. Su mujer e hijos estaban sentados alrededor del árbol de navidad. Eran felices, reían y reían y abrían regalos sin parar. De repente su mujer le miraba directamente a los ojos y le susurraba: “Regresa, por favor, regresa”. Él temblaba y se removía y no dejaba de escuchar esa frase. Regresa, por favor regresa pronto, no te quedes ahí…
El siguiente sueño era todavía más intrigante. Estaba en el salón comedor del motel, sentado en una de las mesas y frente a él la camarera. Se acercaba a él y decía una y otra vez: “Vete. Vete de aquí. No perteneces a este lugar. Sal de aquí ya. Sal o te quemarás. Te quemarás. Te quemarás…”.
El último sueño fue una verdadera pesadilla. Se veía en la cama del motel completamente inmóvil. El olor a moho seguía siendo insoportable y de repente una nube de humo aparecía de debajo de la puerta. Se ahogaba, no podía respirar. Por más que lo intentaba quería moverse y no podía.
El humo no dejaba de entrar por debajo de la puerta. Empezaba a hacer calor, mucho calor. Por debajo de la puerta empezó a entrar algo más que humo. De repente las llamas entraron para quedarse. Llamas y llamas alrededor de la habitación. Se empezaba a notar sudoroso, el calor de las llamas comenzaban a hacer estragos en su piel que cada vez notaba más caliente, más caliente… Se acercaban.
El papel horroroso de flores prendía y se quemaba en segundos. Podía escuchar los gritos de las habitaciones contiguas e incluso escuchaba los llantos e gritos del salón bar. Sudaba y sudaba y no dejaba de temblar pero no conseguía moverse. Así que todo lo que se le ocurrió en sueños fue cerrar los ojos y gritar, gritar con todas sus fuerzas.
John se despertó. Eran las once de la mañana. Miró a su alrededor aún medio dormido y poco a poco fue dándose cuenta de donde estaba. Se hallaba en la cabina del camión. Estaba aparcado en un lateral de la carretera, no sabía muy bien a qué altura del camino. Tenía un dolor de cabeza espantoso como si se hubiera pasado horas bebiendo y la resaca le nublara la mente y el cuerpo por completo. Esperó unos minutos y arrancó el camión. No sabía en qué punto se encontraba y no hallaba señal de vida alrededor.
Tuvieron que pasar varios kilómetros hasta ver a lo lejos una gasolinera. Paró sin pensárselo. Aparcó y entró. Era una estación de servicio con bar restaurante. Se sentó en la barra, aturdido, con la cabeza hecha un embrollo. Un señor mayor desde detrás de la barra se acercó a él y le preguntó qué quería tomar. Pidió un café. Se echó las manos a la cabeza y se la frotó enérgicamente, haciendo un intento de apartar esa nebulosa que le envolvía toda la mente. No conseguía entender qué era lo que le había sucedido en las últimas horas. Recordaba el motel vagamente. Se acordaba de todo lo ocurrido en la noche anterior pero no lograba dilucidar aquello que había pasado justo después de quedarse dormido y porqué se había despertado en su camión en lugar de en la habitación. Su cabeza le daba vueltas y vueltas.
El señor regresó con su café y se lo sirvió. Se quedó mirándolo un buen rato.
—¿Se encuentra usted bien? ¿Una mala noche?
John levantó la cabeza y le miró a los ojos.
—No estoy seguro. No me encuentro muy bien.
—Quizás estaría mejor si se sentara en una silla. Vaya, yo le traeré un vaso con agua y una pastilla para el dolor de cabeza.
El señor lo invitó a sentarse en una mesa y John lo hizo. Al cabo de un par de minutos el hombre salió con un vaso en una mano y un plato en la otra con un sandwich de queso y una pastilla.
—He creído que le iría bien llenarse el estómago. Hace mala cara amigo.
John sentía una hambre atroz, se sentía desmayado. Se comió el sandwich de tres mordiscos y se tomó la pastilla.
—Disculpe buen hombre… Estamos en la interestatal camino a Boston, ¿verdad?
El hombre se acercó a John sorprendido y tomó asiento a su lado.
—¿Qué es lo que te ocurre hijo? ¿Es que estás amnésico o algo así?
—Solamente contésteme. Por favor.
—Sí, sí, estamos en la interestatal dirección Boston, amigo. ¿Qué es lo que le ocurre?
—No sé, no lo sé. Puede que ayer me drogaran la comida o algo. Me hospedé en un lugar parecido a este en la carretera. Dormí allí. Pero esta mañana me he despertado en el camión sin razón alguna y sin acordarme de como llegué por mi propio pie. Pensará que estoy loco.
El señor se quedó extrañado. Escuchaba atento las explicaciones del camionero.
—La historia es que iba conduciendo y de repente apareció una niebla muy espesa y a los pocos minutos vi ese motel.
El señor permaneció en silencio unos segundos. A continuación preguntó:
—Y, dime… ¿Llevabas mucho rato conduciendo cuando has llegado aquí?
—Un par de minutos señor—explicó John.
—Verás hijo… Eso no es posible ya que somos el único restaurante a setenta kilómetros a la redonda. Así pues, o llevas toda la noche conduciendo dormido o no le puedo encontrar explicación a lo que dices.
Otro camionero que estaba allí escuchando atentamente la conversación alzó la voz desde la barra:
—Oye Ralph, ¿no es esa historia idéntica a la que te contó ese otro hombre? ¿Cómo se llamaba?
El señor contestó:
—Sí… Me acuerdo perfectamente. Se llamaba Carl.
John recordó ese nombre, “Carl”. Era el chico que había salido justo antes de entrar él en ese extraño lugar.
—En el motel nombraron a un tal Carl. Dijeron que acababa de salir al mismo tiempo que yo entré.
El camionero bigotudo y el señor Ralph se echaron a reír.
—Te confundes de Carl, amigo. Ese chico vino a parar aquí explicando una historia parecida a la tuya.
—Entonces tiene que ser él.
—Verás, ¿ves éstas manos de viejo que tengo? No han sido así toda la vida. Llevó cuarenta años aquí muchacho, y la memoria se me conserva mejor que esas malditas sardinas en lata que no emmohecen en décadas. Carl apareció por la puerta una mañana igual que tú, con la misma expresión facial y el mismo dolor de cabeza. Lo recuerdo como si fuera ayer.
—Es que fue ayer.
—¿Cuántos Carl pueden haber pasado por aquí? El Carl del que te hablamos vino hace diez años.
A John se le quebró el aliento.
—Hay muchos Carl amigo, ese Carl era un chico joven…
—Era un chico joven, atlético y tenía una cicatriz en la mejilla izquierda…
Todos emmudecieron. No podían estar hablando de la misma persona.
El camionero bigotudo y el dueño, Ralph, se miraron fijamente. El camionero se dirigió a John:
—¿Cómo se llamaba el motel?
—Motel Williams.
El semblante de los dos hombres tornó en una expresión de terror. La palidez de sus rostros no auguraban nada bueno. John no lograba entender nada. El señor mayor se levantó de la silla y fue detrás de la barra a buscar algo. Sacó de un armario de madera un periódico viejo y lo llevó a la mesa de John.
—No puede ser verdad lo que estás contando hijo. Puede que te hayas confundido de nombre.
—No señor, mi memoria también es muy buena y le puedo asegurar que esta noche he dormido en el motel Williams.
Ralph le acercó el periódico. Sus páginas eran de un color amarillento aunque la tinta seguía intacta. En primera plana, una notícia estremecedora.
John arqueó su espalda y empezó a leer. Un calambre subió por su espina dorsal. Unos sudores fríos empezaron a resbalarle por la espalda y la frente. Sus manos robustas, empezaron a temblar con el periódico en ellas.
—Lee en voz alta, hijo.
John tragó saliva y empezó a leer.
“Ayer por la noche a las tres de la madrugada aconteció un suceso terrible en nuestro estado. El motel Williams, famoso por ser uno de los más exitosos de la zona, ardió en llamas tras un incendio al parecer accidental, del cual no sobrevivió ninguno de los huéspedes ni el mismo dueño ni su hija, que murieron tragados por el fuego y el humo“.
En la fotografía se podía ver el edificio con sus luces de neón, reducido a cenizas, y en el lateral, una fotografía del dueño y su hija, morena con los ojos azules, con el pelo cardado, tenía un volumen bastante impresionante y le llegaba a los hombros.
Lucía una diadema con un lacito rojo a juego con el delantal.
Ralph le señaló algo a John. La fecha del periódico. Veintiuno de diciembre de mil novecientos ochenta y seis.