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[Relato corto] El tanatorio

Joder Tomás, ¡trae esa maldita silla aquí! ¡Necesitamos todos los muebles posibles para tapar la puerta!
Tía Encarni está mareada y necesita sentarse.
¡Me cago en…!

Ese “me cago en” fue derivando en otras expresiones que no vienen al caso. Desde el medio de la sala observaba la escena con incredulidad. La tía Encarni hacía aspavientos mientras lloraba y gritaba y mantenía su enorme trasero en ese asiento de color beige del cual no pretendía despegarse en un buen rato.

A su alrededor mucha gente que ya pasaba de los setenta años y que yo no conocía en absoluto, intentaban animarla aunque no sabían muy bien cómo. Un par de parejas que ya rozaban la cuarentena discutían entre ellos. Tres señores sesentones se habían proclamado “los guardianes de la entrada” y habían jurado que ningún “infraser” atravesaría esa puerta por sus muertos (ahí me entró la risa floja, no puedo negarlo), y la custodiaban cuales guerreros del medievo custodiaban su castillo.

Yo era el más joven sin duda. Solo quería ser amable y pasar por el velatorio de mi vecino de quien no conozco ningún familiar y ahora me encuentro metido en este berenjenal. ¿Quién me mandaría…?

El señor Valentín era un hombre de 88 años de edad. Hace un par de días lo encontraron tieso en su cama con su bandera del “Tercer Reich” y su “Mein Kampf” encima del pecho como si el muy cabrón se hubiera olido su propia muerte. Quiso irse al otro mundo con “orgullo”, el muy facha.

Como suele hacerse en todas las comunidades de vecinos, la familia colgó un papel con el horario del tanatorio para que aquellos que quisieran pudieran asistir al velatorio y así poder despedirse como Dios manda. A mí me importaba bien poco pero como me venía de camino a casa pues al salir de trabajar me acerqué con toda la buena voluntad del mundo. Fue al poco de llegar yo que empezó.

Comenzamos a escuchar cierto rumor en los pasillos del tanatorio. Lo que comenzó como un rumor fue subiendo de tono hasta convertirse en gritos de terror de los familiares y amigos de los que allí se suponía que reposaban “en paz”.

Al escuchar ruido algunos de nosotros salimos a ver qué demonios estaba ocurriendo. Lo que vimos en cuestión de segundos todavía no lo hemos podido asimilar. Los muertos habían revivido y estaban ahora devorando a sus familiares como si no hubiera un mañana (de hecho no lo había para ellos). Estaban… Estaban… ¡Estaban muertos joder! Tengo que decir que mi serie favorita de todos los tiempos es “The walking dead” y esto era muy surrealista para mí.

Enseguida nos volvimos corriendo a nuestra sala y cerramos la puerta para, a continuación apilar todos los muebles que teníamos al alcance de la mano, y así poder hacer una improvisada trinchera. Todos menos el asiento beige donde la tía Encarni permanecía retorciéndose aquí y allá.

Casualmente antes de que todo se precipitara acababa de entrar en nuestra sala uno de los encargados del tanatorio para ultimar los detalles de la ceremonia con los familiares y se había quedado encerrado con nosotros. Llevaba un ordenador portátil de esos pequeños y lo tenía abierto encima de una de las mesas. Me acerqué a él y le pregunté qué era lo que pensaba hacer.

Desde aquí puedo controlar las cámaras de seguridad del recinto. Voy a pincharlas para ver cual es exactamente la situación ahí afuera.

Unos cuantos de los que estábamos ahí nos acercamos al encargado haciendo un corrillo alrededor de la mesa.

El wifi no funciona. Puedo encender el programa pero no puedo ver las cámaras. Quizás si esperamos un poco…

Dí media vuelta y fui hacia la sala en la que se encontraba Valentín. Seguía en su lugar. No era el primero en comprobarlo, evidentemente. Parecía que lo que fuera que estaba afectando a los demás no había podido contagiarlo. Me lo quedé mirando un buen rato.

Valentín vivía enfrente de mi estudio. Ya hacía cinco años que me había mudado y habíamos llegado a coger confianza pese a sus rarezas de abuelo nazi. La verdad era que no me tocaba otra cosa que aguantarlo. Soy una persona muy respetuosa con la gente de la tercera edad y no era de mi incumbencia si Valentín votaba a este partido o a este otro.

Pero estos últimos meses… había acabado de perder la cabeza por completo. Desde hacía unas semanas se levantaba todos los domingos sobre las ocho de la mañana al son del “cara al sol” a toda mecha. Yo aprovechaba el “despertador” para levantarme temprano y ponerme a estudiar. Nuestras terrazas están una al lado de la otra y salía con mi café bien cargado y mis apuntes de la universidad a sentarme en mi terraza dispuesto a disfrutar de la mañana. A los pocos minutos aparecía él y me saludaba con el brazo en alto como quien pide un taxi.

¡Buenos días Valentín!
¡Buenos días tenga! Si es que se pueden tener buenos con los días que corren… No sé yo a donde vamos a ir a parar.
Seguro que sí, hombre.

Y cada domingo me contaba alguna historia. Al principio me las creía. Luego me dí cuenta de la imaginación que el hombre tenía y supe que se inventaba la mayoría de cosas, comprendí que su cabeza no funcionaba como debiera. Hacía tiempo que no había nadie al volante.

¡Ayer vi dos hombres dándose un beso por la televisión! ¡Por televisión, oiga! Ya no tenemos principios morales ni nada, oiga. En mis tiempos teníamos una educación de oro. No como ahora. Está todo lleno de gente joven maloliente y piojosa. No lo digo por usted, ¡faltaría más, oiga!

Muchas veces me limitaba a sonreirle y seguía concentrado en mí café. Otras le contestaba quitándole hierro al asunto. O le daba la razón como a los locos. Ese hombre me daba pena. Solo, sin nadie que le hiciera caso. Por muy nazi que fuera me daba pena.

Y ahora lo veía ahí metido en su caja de cristal con esa cara de ser un angelito. Y daba gracias a un Dios en el cual no creía porque no se levantara de su tumba como habían hecho los demás. Me preguntaba qué sería capaz de hacer si ese viejo mamón se despertaba y empezaba a devorar a la tía Encarni. Ojalá empiece por la tía Encarni. Le tendrá distraído un rato largo…

¡Ahora veo algo!

El encargado sonaba entusiasmado al empezar a visualizar nítidamente las sesenta cámaras del recinto. Dejó en la pantalla las de nuestra planta. Todos nos quedamos mirando fijamente a la pantalla con la boca abierta y sin decir palabra. Quince mini pantallas llenaban la del ordenador con las imágenes de las quince cámaras de la planta segunda del tanatorio.

En la primera se veía una de las salas llena de sangre con el suelo repleto de cadáveres, y así también en la segunda y tercera. En la cuarta la cámara del pasillo grababa una escena digna de cualquier peli de la saga Resident Evil. Sin Milla Jovovich por los alrededores, los zombies mordían y descuartizaban a los pocos vivos que quedaban. ¿Zombies? Dios, ¿en serio estoy usando esa palabra? No puedo creérmelo.

Cuando empezamos a entrar en razón, los que allí estábamos empezamos a ser presa del pánico. Unos gritaban, otros lloraban, otros preguntaban qué demonios está pasando… Yo me quedé embobado unos instantes que bien podían haber sido minutos mirando la miniatura de la cámara doce. Un zombie se había quedado plantado delante de la cámara y la miraba fijamente como si estuviera hipnotizado. Esa cara me resultaba graciosa. Unos ojos de color amarillento eclipsaban la imagen digna de una toma de director hollywoodiense afamado. Miraban a izquierda y derecha y volvían a centrarse.

Dios. ¿Qué vamos a hacer ahora con los crisantemos de la ceremonia? ¡Ya los hemos pagado!

La gente tenía preocupaciones varias. Los crisantemos eran importantes, por supuesto.

Quizás debería haber comprado más ¿sabe? Para el entierro de ¡TODOS LOS QUE ESTAMOS AQUÍ!

No pude evitar contestar.

¡Eres un borde!

Me contestó tía Encarni.

Por cierto, ¿quién coño eres tú?
¡Nadie, de hecho! Solo pasaba por…

El ruido de un cristal rompiéndose partió mis palabras. Venía de la sala donde se encontraba Valentín. Mierda.

La gente empezó a volverse loca. Junto al cadáver había un sobrino jovencito al cual su tío se había tirado a la yugular al momento de salir de la caja. La sangre salía de su cuerpo como si de una fuente se tratara. Apareció en la sala con un aspecto demoníaco. Seguía siendo Valentín pero un poco desmejorado y con la cara llena de sangre. Tía Encarni chilló como un cerdo. Fue hacía ella (gracias a Dios) y se pegó un buen festín con sus quilos de más. Por fin teníamos el asiento beige libre.

Uno de los hermanos cogió la bandeja de aperitivos de plata de la mesa y empezó a pegar a Valentín en la cabeza, cosa que no dio el resultado esperado. Él seguía cebándose con la tía Encarni hasta que empezaron a molestarle seriamente los golpes. Se quitó al hermano de encima de un manotazo y este y la bandeja cayeron al suelo. Se abalanzó sobre el hermano y le comenzó a morder un brazo. Los gritos de dolor se te metían en el cerebro como el ruido de un taladro. No estábamos seguros dentro ni fuera. Estábamos perdidos.

Corrí hacía el cadáver de mi vecino nazi y lo aparté de su hermano anciano de un empujón, a lo que él respondió con otro manotazo con el que me tiró al suelo de una vez. Su fuerza era sin duda descomunal. Pobre hombre, pensaba. Pobre hombre…

Valentín, ¿donde está mi hermano Valentín?

Otro de los hermanos sacó su móvil y puso el cara al sol a todo volumen. La reacción del zombie de Valentín fue sin duda asombrosa. Se quedó parado en el sitio y poco a poco levantó la mano derecha como quien coge un taxi. Esa imagen me transportó a uno de esos tediosos domingos por la mañana en los que mi vecino hijo de p..

¡¡¡AAAAHHHHH!!!

Instintivamente cogí la bandeja de plata y tiré al suelo a Valentín, me puse encima suyo y con todas mis fuerzas aplasté esa bandeja contra su cuello, el cual se desprendió de su cuerpo como si de mantequilla se hubiera tratado.

¡¡¡Maldito fascista hijo de perra!!! ¡Chúpate ese cara al sol ahora!

Toda su familia se quedó mirándome sin decir nada. Se hizo un silencio absoluto en la sala, incluso el encargado había enmudecido. Tía Encarni rompió el silencio ya infectada:

¡Perroflauta!

La bandeja de plata seguía intacta. No voy a dejar ni uno con vida. ¡MORIIIIDD TODOS HIJOS DE…!